26/05/2023
Empieza a lerr 'Honrarás a tu padre y a tu madre' de Cristina Fallarás

 

1. El asesinato

 

Me llamo Cristina y he salido a buscar a mis muertos. Caminando. Buscar a mis muertos para no matarme yo. ¿Para vivir? No estoy segura. Convocarlos, dialogar con mis muertos.

De niña, el coronel me llamaba mostilla. Mostilla vie­ne de mostillo, y mostillo viene de mosto. Zumo dulce sin fermentar. Masa de mosto cocido, que suele condimentar­se con anís, canela o clavo, define mostillo el diccionario. El coronel olía siempre a algo que había sido dulce y ya era agrio. Su esposa María Josefa, la Jefa, llamaba muetes a los niños y muetas a las niñas. Muetas y muetes vienen de mocetas y mocetes.

Yo era mueta y mostilla. Ya no.

Entonces, de pequeña, yo tenía mucho miedo. Sobre todo en la oscuridad.

–¿De qué tienes miedo? – me preguntó un día mi madre.

–De los muertos – dije por decir y porque no me atre­vía siquiera a pensar de qué tenía miedo. Mis terrores no tienen límite.

–No, cariñico – me contestó con gesto de sorpresa–, de los muertos no se puede tener miedo. Imagínate que un día apareciera aquí mi padre. ¡Qué alegría! – No sentí alegría alguna, ni entendí la suya–. Tendría muchísimas cosas que contarle. Qué alegría, hijica, no se puede tener miedo de los muertos. Hay demasiadas cosas que pregun­tarles como para andarse con esas tonterías.

 

EL 5 DE DICIEMBRE NO AMANECERÁ

Presentación Pérez echa una ojeada al retal de cielo que dibuja el ventanuco y murmura Mala señal, Santa Rita avisa. Después, Rosa en la altura, nieve segura, y se santigua. No hay café, no hay carbón, no hay piedad. Fuego o nieve, fulgor o advertencia, es una claridad crimi­nal. La sangre siempre tiñe el cielo, ahí se anuncia y ahí permanece.

Presentación Pérez se toca las rodillas como quien da la última amasada al pan, el rosario enrollado en la muñe­ca derecha.

Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.

Se sienta en el poyete de la cocina a las tres y media en punto de la mañana. Su rutina es exacta, día tras día, hora tras hora. A esas alturas, en el momento justo en que pone las manos sobre las rodillas, aún deberían faltar cuatro ho­ras y media largas para el amanecer helado de Zaragoza. Presentación Pérez cuelga de nuevo la mirada del venta­nuco, allá arriba, por ver si era engaño de sueño, pero no. Es luz. Mala señal, Santa Rita avisa, sigue murmurando con una nueva amasada. El dolor de cristales negros en las ro­dillas la acompañará toda su vida, hasta que sesenta años después de este momento, en el pasillo de la casa de su hijo Félix, el menor, y cumplidos los ochenta y seis, caiga fulminada por un derrame cerebral.

Se apoya en la cocina de hierro. Extiende sus manos compactas y pulidas, toda ella prieta y redondeada, prieta, pequeña y blanquísima como la masa antes de entrar en el horno. No hay harina, no hay sal, no hay pan. Rebaña los restos combustibles que encuentra y cada movimiento para cargar la cocina es negro cristal, naranja el cielo. En­tonces, con la carbonilla entre las uñas, calcula la hora y sonríe. Los ojos azulísimos de Presentación Pérez se ilumi­nan y, como lo sabe, se pellizca los mofletes para conse­guir un rubor que permanezca. La sobriedad estricta que ha sido su vida le impide buscar un espejo, ni siquiera una superficie donde comprobar su aspecto.

Cuando tararea una copla de doña Concha Piquer re­conoce de memoria su aspecto. Lo verá dentro de unos minutos en los ojos de su hombre. Cada madrugada, des­de el día mismo de su boda, siete años atrás, se ha levanta­do a las tres y cuarto en punto, ha encendido la cocina de carbón y se ha sentado a esperar la llegada de su marido, Félix Fallarás, al que llaman en el teatro el Félix Chico para diferenciarlo de su padre, el Félix Viejo. No hay ca­lor, no hay hilo, no hay jabón. Entre el viso color carne y una toquilla de lana parda, tres capas más: camisón, bata gruesa y chaquetón de lana. Se inclina con el miedo diario a que el cordel de la basta toquilla prenda con el fuego del agujero.

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucifica­do, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.

Cuando Presentación Pérez vuelve a sentarse brilla de sudor. Al hacerlo, entre el borde de las prendas y el arran­que de unas medias gruesas enrolladas, las rodillas son dos pelotas blancas que vuelve a amasar. Después llegará el Fé­lix Chico y los dolores serán cosa del pasado, igual que la soledad negra, negro el recuerdo, negra una pena que dejó en el quicio de la parroquia el día de la boda como la últi­ma meada de un perro a punto de morir.

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.

Menea la cabeza aún con la vista en el naranja del cie­lo, Mala señal, y sale de la cocina rumbo al dormitorio en busca del diminuto reloj con cadenilla. Como cada día.

Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resu­rrección de la carne y la vida eterna.

Amén.

El dormitorio de los críos es un cuarto de desconcho­nes pulcros y baldosa lavada. Huele a sueño infantil, el aroma que desprenden los sueños sin miedo. Allí duermen sus hijos Luisín y Félix. Este 5 de diciembre Luisín tiene exactamente seis años, tres meses y nueve días. Félix, tres años, seis meses y un día.

* * *

Honrarás a tu padre y a tu madre

 

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