12/06/2023
Empieza a leer 'Una dama en apuros' de Tom Sharpe

 

La llegada de Peregrine Roderick Clyde-Browne al mundo que­dó autenticada por su certificado de nacimiento. Su padre se lla­maba Oscar Motley Clyde-Browne, de profesión abogado; y su madre, Marguerite Diana, apellido de soltera Churley. Su domici­lio era The Cones, Pinetree Lane, Virginia Water. El acontecimiento se publicó en The Times, con esta nota adicional: «Muchísimas gracias al personal de la Clínica St. Barnabas».

El agradecimiento era prematuro, pero sin embargo sincero. Hacía mucho tiempo que el señor y la señora Clyde-Browne esperaban un hijo y cuando Peregrine fue concebido el matrimonio es­taba ya a punto de solicitar ayuda médica. La señora Clyde-Browne tenía entonces treinta y seis años y su marido casi cuarenta. Así que es comprensible su alegría cuando, tras un parto sorprendentemente fácil, nació Peregrine, que pesó 3 kilos 100 gramos el 25 de marzo de 196...

–Es un bebé precioso –dijo la hermana privilegiando los sentimientos de la señora Clyde-Browne más que la realidad. La belleza de Peregrine era de las que suele contemplarse tras un accidente automovilístico particularmente espantoso–. Y es tan bueno...

Lo último se ajustaba más a la verdad. Peregrine fue bueno des­de que nació. Raras veces lloraba, comía a sus horas y solo tenía el resuello suficiente para convencer a sus padres de que era absolutamente normal. En suma, durante los cinco primeros años, fue un niño ejemplar y solo cuando siguió siéndolo a lo largo del sexto, el séptimo y el octavo, empezaron los Clyde-Browne a preguntarse si no sería más modélico de lo verdaderamente razonable en un niño.

–¿Conducta: impecable? –decía el señor Clyde-Browne, leyendo el informe escolar; Peregrine iba a una escuela primaria carísima–. Me parece un poco preocupante.

–Pues no entiendo por qué. Peregrine siempre ha sido un niño buenísimo. Y creo que eso nos honra como padres.

–Tal vez, pero cuando yo tenía su edad nadie decía que mi conducta fuera impecable... por el contrario...

–Es que tú fuiste un niño sumamente díscolo. Tu propia madre lo confesaba.

–Claro que sí –dijo el señor Clyde-Browne, cuyos sentimientos hacia su difunta madre no eran muy claros–. Y no me gusta dema­siado eso de «se esfuerza mucho» en todas las asignaturas. Preferiría que su trabajo fuese impecable y su conducta dejase algo que desear.

–No puedes tenerlo todo, hombre. Si se portara mal, le llama­rías golfo o vándalo o algo por el estilo. Agradece que se esfuerce en el trabajo y que no se meta en líos.

En fin, de momento el señor Clyde-Browne dejó las cosas como estaban y Peregrine siguió siendo un niño modelo. Solo después de otro curso de conducta impecable y mucho esfuerzo, el señor Clyde-Browne decidió hacer una visita al director y a pedirle un informe completo sobre su hijo.

–Me temo que no hay posibilidad de que consiga ingresar en Winchester –dijo el director cuando el señor Clyde-Browne expresó esta esperanza–. Concretando, le diré que es sumamente dudo­so que logre ingresar en Harrow.

–¿Harrow? Yo no quiero que vaya a Harrow –dijo el señor Clyde-Browne, que tenía una opinión poco entusiasta del alumnado de dicho centro–. Quiero que reciba la mejor educación que pueda proporcionar el dinero.

El director suspiró y se acercó a la ventana. El suyo era un co­legio de enseñanza primaria muy caro.

–Concretando más, y tenga usted en cuenta que llevo unos treinta años dedicado a la enseñanza. Peregrine es un chico especial. Un chico muy especial.

–Eso ya lo sé –dijo el señor Clyde-Browne–. Y sé también que todos los informes que he recibido dicen que su conducta es impecable y que se esfuerza mucho. Mire usted, soy tan capaz como el que más de afrontar los hechos. ¿Acaso intenta decirme que mi hijo es tonto?

El director se volvió de espaldas a la mesa, con un gesto de desaprobación.

–Yo no diría tanto –murmuró.

–¿Cuánto diría, entonces?

–Creo que quizás fuera más exacto decir que es un muchacho de «desarrollo tardío». Concretando más el asunto, Peregrine tiene dificultades para la conceptualización.

–También yo, si vamos al caso –dijo el señor Clyde-Browne–. ¿Qué diablos quiere decir con eso?

–Bien, verá, concretando más...

–Es la tercera vez que enuncia usted una cuestión que no concreta en absoluto utilizando esa frase –dijo el señor Clyde-Browne, utilizando su actitud profesional más desagradable–. Ahora quiero la verdad.

–En resumen, le diré que se lo toma todo como el Evangelio.

–¿Como el Evangelio?

–De forma literal. Absolutamente literal.

–¿Que se toma el Evangelio literalmente? –exclamó el señor Clyde-Browne, con la esperanza de poder expresar su opinión so­bre la educación religiosa en un mundo racional.

–No solo el Evangelio, sino todo –dijo el director, al que la entrevista le estaba resultando casi tan ardua como enseñar a Peregrine–. Parece incapaz de diferenciar entre lo general y lo particular. Por ejemplo, el tiempo.

–¿Qué tiempo? –preguntó el señor Clyde-Browne, con un brillo vidrioso en los ojos.

–Simplemente el tiempo. Si un profesor pone en clase un tra­bajo y añade: «Tómese su tiempo», Peregrine, invariablemente, dice: «Las once en punto».

–¿Quiere usted decir que dice invariablemente «las once en punto»?

–O la hora que sea. Podrían ser las nueve y media, o las diez menos cuarto.

–En tal caso, no puede decir invariablemente «las once en punto» –dijo el señor Clyde-Browne, recurriendo al interrogatorio exhaustivo, para lograr salir de aquella confusión.

–Bueno, no invariablemente las once en punto –admitió el director–. Pero sí invariablemente una u otra hora. Lo que le indique el reloj. Esto es lo que quiero decir con lo de que se lo toma todo literalmente. En consecuencia, enseñarle se convierte en una experiencia bastante desquiciante. El otro día mismo les dije en clase que tenían que romperse los codos y Peregrine se puso a hacerlo inmediatamente. Y lo mismo pasó con la historia sagrada. El reverendo Wilkinson dijo que todo el mundo debía emprender una nueva vida, arrancar la hoja de la vida anterior. Y en el recreo, Pe­regrine se puso a trabajar con las camelias. Mi esposa se disgustó muchísimo.

El señor Clyde-Browne siguió su mirada por la ventana y con­templó las camelias deshojadas.

–Pero ¿no hay alguna forma de explicar la diferencia entre expresiones metafóricas o coloquiales y expresiones reales? –preguntó quejumbrosamente.

–Solo a base de muchísimo tiempo y trabajo. Y, claro, tenemos que pensar en los otros niños. La lengua inglesa no se adapta fácilmente a la lógica pura. Lo único que podemos hacer es esperar que Peregrine se desarrolle de pronto y aprenda a no hacer lo que le dicen al pie de la letra.

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Traducción de José Manuel Álvarez y Ángela Pérez

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Una dama en apuros

 

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