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Empieza a leer 'Una chica en la ciudad' de Mercè Ibarz

31/10/2025

 

a Lluís

 

Si no me amas no seré amado, si no te amo no amaré.

SAMUEL BECKETT

 

La muerte de L lo devuelve todo a la vida. Mientras le cuidaba, él me cuidaba a mí. De ese árbol brotan las palabras y las páginas siguientes, desde el día en que llegué a la ciudad. Una chica en la ciudad de diecisiete años.

 

Las ciudades son sueños y los míos, entonces, eran sueños desconocidos, eran sueños ignorantes. Al llegar a Barcelona, los ojos clavados en los cristales del coche de línea de la Alsina Graells, me entregué, cómo lo diría, al placer de la ignorancia. Las llegadas son inicios en un mundo ilegible, tendría que aprender aquella letra. Era más bien una chica que miraba adentro, el sentido de disfrutar no lo tenía definido, salvo el éxtasis que me proporcionaba una sala de cine cuando la película me gustaba: ahora sentía algo que no identificaba ni me importaba nada no saber qué era, una no piensa al llegar a puerto, solo siente. Era un no saber que había probado un poquito en otra ciudad, mucho más pequeña que Barcelona y mucho más grande que mi Saidí natal; en la ciudad de la niebla, Lleida, el año anterior, había aprendido a caminar sin rumbo, saltarme clases del instituto, libre y acompañada por calles y casas, avenidas y cines, había empezado a fumar.

 

Barcelona era más. Ignorante como mis sueños, aprendería a recorrerla, ni puñetera idea tenía. No saber es un don, debía aprovecharlo, tenía que zampármela y bebérmela, poquito a poco, con gula, sedienta, ávida; muerta de calor aquel primer invierno que vestiría, aún, los jerséis de cuello alto de lana tupida de mis orígenes fríos. En la estación de autobuses de la calle de Pelai, salida a la ronda de la Universitat, cuando el coche de línea paró y eché a correr hacia la calle, el color de mi llegada aquel mes de septiembre de 1971 era el del cielo de un mediodía claro, qué luz, del color azul puro de mis tejanos nuevos.

Las ciudades son sueños. Hoy, al cabo de cincuenta años largos de mi Barcelona, cuando paso por la calle del Carme vuelvo a encontrar intacta su carnalidad sin solitud. La piel de Barcelona. Me amparo en esta imagen del sabio fotógrafo CatalàRoca, que me la ha quitado de la boca; no, en verdad me la ha puesto en la boca, en los dedos que escriben. No hace mucho, un miércoles de julio, pasé por allí al cabo de bastante tiempo. Fui desde la Rambla hasta la plaza del Pedró y el mercado de Sant Antoni, como tantas veces hacía de joven. Un año y medio después de llegar a la ciudad, sin haber imaginado nunca que pudiera sucederme tan deprisa, esta era mi ruta compañera en el camino del amor con L, por aquí resonaban los pasos y los acordes del inicio de nuestro amor de ojos y del silencio amigo: ahora, volvía a sentirnos. El libro, este libro, empezará por aquí, dijo mi carne, en cuanto la chica tocó tierra desde el coche de línea.

 

La piel de mi Barcelona, la textura carnal de mis sueños. Este será el principio porque este fue el principio, me dije aquel miércoles de julio, acompañada de la forma que fuimos, la forma que ahora somos.

 

Fue el principio ese piso de la ronda de Sant Pau 42. He olvidado números de otros pisos de calles en las que he vivido, seis más, hasta llegar al definitivo del Guinardó hace cuarenta años bien largos y su extensión en el Eixample, el estudio que cerré no hace mucho, pero no he olvidado el 42 de la ronda, muy cerca del mercado dominical de libros de segunda mano. Era un piso nuevo. Junto a algunas compañeras del instituto de Lleida dejé la pensión de monjas detrás de la universidad, en la calle de Enric Granados –mi primera calle, mi primera dirección–, y comenzó el desfile de pisos compartidos, de estudiantes primero y, el último, de gente más o menos amiga, en el que L y yo empezamos a vivir juntos hasta que alquilamos el nuestro propio. Siete direcciones en seis años.

 

El de la ronda, tranquilo, daba al entrar desde la calle a un patio interior que por detrás salía a la calle de la Cera. ¡El Chino! Recuerdo con deleite ese piso, su ubicación en la ciudad por la que conocí la condición doble de un espacio fabuloso. Si a veces he oído decir, o me han dicho, que soy doble, debe de venir de ahí, de las dos maneras de acceder a mi primer piso en la ciudad.

Salía por la calle de la Cera y en una de las esquinas miraba las acogedoras y antiguas ventanas a pie de calle y la puerta de Can Lluís, restaurante que no me podía permitir pero que me alegraba que estuviera (ya no existe); pasaba luego por el Pedró, la plazoleta de la farmacia que nos vendía anticonceptivos sin receta, y decidía por dónde tirar, si por la calle del Carme o por la del Hospital y sus meandros interiores, que no me parecían tan diferentes a algunas de las callejuelas del pueblo y me lanzaban flashes de luz, como una película que me hubiera preparado para la vida en la ciudad, un regusto no sentido hasta entonces a la luz del día, solo en algunas noches de insomnio de pequeña o en la sala oscura en la que el corazón se encogía cuando la sesión terminaba y debía dejar el sagrado lugar. Pero aquí era distinto, nadie me miraba. Entraba en el patio de la Biblioteca de Catalunya, donde más que estudiar vagaba por el jardín, arrobada por las históricas y remotas piedras que no me cansaba de mirar. Me continúan fascinando, un placer físico puro. Salía por la puerta principal de la calle del Carme, si es que no había llegado allí desde el Pedró los días que no tiraba por Hospital. La foto de Colita es de unos años antes que los míos, pero encuentro en ella el mismo aire cotidiano y familiar de día.

  

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Una chica en la ciudad

 

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