25/05/2020
Empieza a leer 'Una belleza rusa' de Vladimir Nabokov

 

PRÓLOGO

Los textos originales en ruso de los trece relatos que integran la presente colección fueron escritos en Europa Occidental entre 1924 y 1940 y aparecieron por separado en distintas revistas y colecciones publicadas por exiliados rusos (la más reciente, la colección Vesná v Fialte, Chekhov, Nueva York, 1956). Casi todos fueron traducidos al inglés por Dmitri Nabokov en colaboración con el autor. El traductor al inglés del primer relato es el profesor Simon Karlinsky.

 

 

Una belleza rusa

Este relato es una divertida miniatura con un desenlace inesperado. El texto original («Krasávitsa») apareció en el diario del exilio Poslednie Nóvosti, París, 18 de agosto de 1934, y se incluyó en Soglyadatay, la colección de relatos del autor publicada por Russkie Zapiski, París, 1938.

La traducción al inglés apareció en Esquire en abril de 1973.

 

 

Olga, de la que vamos a hablar, nació en el año 1900, en el seno de una familia rica y despreocupada de la nobleza. A aquella niña pálida con un traje blanco de marinero, el pelo castaño peinado con raya al lado y unos ojos tan alegres que todo el mundo la besaba ahí, desde muy pequeña se la consideró una belleza. La pureza de su perfil, la expresión de sus labios cerrados, la suavidad de seda de sus cabellos que le llegaban hasta la cintura, eran cosas realmente encantadoras.

Tuvo una infancia alegre, tranquila y feliz, como era habitual en nuestro país desde tiempos inmemoriales. Un rayo de sol que caía sobre la portada de un volumen de la Bibliothèque Rose en la hacienda familiar, la clásica escarcha de los jardines públicos de San Petersburgo... Un surtido de recuerdos como esos constituía su única dote cuando se fue de Rusia en la primavera de 1919. Todo sucedió completamente de acuerdo con el estilo de la época. Su madre murió de tifus, su hermano fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Todo esto, claro, son fórmulas hechas, los típicos lugares comunes que ya aburren, pero sucedió realmente, no hay otra manera de decirlo y el despecho no sirve de nada. 

Bueno, el caso es que en 1919 tenemos una jovencita ya crecida de cara pálida y ancha que acentúa tal vez demasiado la armonía de sus rasgos pero, aun así, preciosa. Alta y de pechos delicados, lleva siempre un jersey negro y una bufanda en torno al blanco cuello y sostiene un cigarrillo inglés con su mano de dedos finos de la que sobresale un huesecito justo encima de la muñeca. 

Y, sin embargo, hubo una época en su vida, a fines de 1916 aproximadamente, en la que en un lugar de veraneo próximo a la finca de su familia no había un solo colegial que no hubiera pensado en matarse por ella, no había un solo estudiante universitario que no... En resumidas cuentas: tenía un encanto especial que, de haber durado, habría causado..., habría destrozado... Pero, por alguna razón, no dio ningún resultado. O las cosas no llegaron a más o pasaron sin pena ni gloria. Hubo flores que por ser demasiado perezosa no llegó a poner en un jarrón, paseos al atardecer con unos y con otros que terminaron en el callejón sin salida de un beso.

Hablaba francés con fluidez, si bien pronunciaba les gens (los criados) como si rimara con agence y partía août (agosto) en dos sílabas (a-ou). Creía ingenuamente que la traducción de la palabra rusa grabezhí (robos) era les grabuges (peleas) y utilizaba algunas locuciones francesas arcaicas que de algún modo habían sobrevivido entre las viejas familias rusas, pero hacía vibrar las erres de manera muy convincente, aunque nunca había estado en Francia. Sobre el tocador de su cuarto en Berlín tenía una postal que reproducía el retrato del zar hecho por Serov clavada en la pared con un alfiler cuya cabeza era una turquesa falsa. Era religiosa, pero a veces le entraba una risa nerviosa cuando estaba en la iglesia. Escribía versos con la tremenda facilidad típica de las muchachas rusas de su generación: poemas patrióticos, jocosos, versos del cualquier tipo. 

Durante unos seis años, es decir, hasta 1926, residió en una casa de huéspedes de la Augsburgerstrasse (no lejos del reloj) con su padre, un anciano ceñudo de hombros anchos y piernas largas, con un bigote amarillento, que llevaba unos pantalones ceñidos y estrechos. Él tenía un trabajo en cierta empresa optimista, se hacía notar por su rectitud y su amabilidad y nunca había sido de los que rechazan una bebida. 

En Berlín Olga fue haciéndose con un grupo de numerosos amigos, todos rusos jóvenes. Se impuso entre ellos un cierto estilo desenvuelto: «Vamos al cinemono», o «Dile que vamos al Diele (sala de baile)». Se llevaba mucho todo tipo de dichos populares, frases afectadas, imitaciones de imitaciones: «Estas chuletas son tétricas», «¿Quién la estará besando ahora?». O, con voz ronca y estrangulada: «Messieurs les officiers...»

En casa de los Zotov, en sus salones calentados en exceso, bailaba lánguidamente el foxtrot al son del gramófono, moviendo con cierto garbo las alargadas pantorrillas a un lado y otro y sosteniendo el cigarrillo que se acababa de fumar hasta que localizaba el cenicero que giraba al ritmo de la música y, sin perder un solo paso, aplastaba la colilla en él. Con qué gracia tan expresiva se llevaba el vaso de vino a los labios y bebía en secreto a la salud de un tercero mientras miraba a través de sus pestañas al que le había hecho la confidencia. Cuánto le gustaba sentarse en una esquina del sofá y hablar con tal o cual persona de asuntos sentimentales, de cómo cambiaban las oportunidades o de la probabilidad de una declaración –todo ello indirectamente, por medio de insinuaciones– y de qué manera tan comprensiva sonreían sus ojos puros, abiertos de par en par, con unas pecas apenas perceptibles en la piel fina y un poco azulada que los circundaba. Pero de ella misma nadie se enamoraba y por eso se acordó durante mucho tiempo de aquel patán que la manoseó en un baile de caridad y después lloró sobre su hombro desnudo. El pequeño barón R. le retó a un duelo pero se negó a batirse. Y, por cierto, Olga utilizaba la palabra «patán» todo el tiempo. «Son unos patanes», exclamaba en el registro más bajo de su voz, lánguida y afectuosamente. «¡Vaya patán!» «¿Verdad que son unos patanes?» 

Pero al poco tiempo su vida se ensombreció. Algo había terminado, la gente se levantaba ya para marcharse. ¡Qué pronto! Su padre murió y ella se fue a vivir a otra calle. Dejó de ver a sus amigos, hacía en casa unos gorritos de punto que estaban de moda entonces y daba clases de francés por poco dinero en algún club de mujeres. Y así arrastró su vida hasta la edad de treinta años.

Seguía siendo la belleza de siempre, con aquella encantadora oblicuidad de sus ojos muy separados y aquel contorno de los labios tan poco frecuente en el que parecía estar inscrita ya la geometría de una sonrisa. Pero el pelo perdió su brillo y lo llevaba mal cortado. Ya hacía cuatro años que tenía el traje sastre negro. Las manos, de uñas relucientes pero mal cuidadas, estaban surcadas de venas prominentes y le temblaban debido a los nervios y también a que fumaba incesantemente, como si fuera una maldición. Y mejor no decir nada del estado de sus medias... 

Ahora que el forro de seda de su bolso se había deshilachado (al menos siempre cabía la esperanza de encontrar alguna moneda perdida), y se sentía tan cansada, y al ponerse el único par de zapatos que le quedaba tenía que esforzarse en no pensar en sus suelas, igual que cuando, tragándose el orgullo, entraba en el estanco se prohibía a sí misma pensar en lo mucho que ya debía allí; ahora que ya no había la menor esperanza de regresar a Rusia y el odio se había convertido en algo tan habitual que casi había dejado de ser un pecado, ahora que el sol se escondía tras la chimenea, Olga se sentía angustiada a veces por el lujo de algunos anuncios publicitarios, escritos con la saliva de Tántalo, que la hacían imaginarse que era rica y llevaba aquel vestido, dibujado con la ayuda de tres o cuatro lazos insolentes, en la cubierta de aquel buque, bajo aquella palmera, en la balaustrada de aquella terraza blanca. Y también había alguna otra cosa que echaba de menos. 

 

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Traducción de Rafael Ruiz de la Cuesta.

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Una belleza rusa

 

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