25/02/2022
Empieza a leer 'Trilogía de la pasión' de Ariana Harwicz


APERTURA

Escribí las tres novelas con ánimo de venganza. No recuerdo nada salvo eso, que una tarde del final de un verano de 2011 en un campo francés, me tiré al pasto, es decir, «me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y tuve la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular». Recuerdo que me levanté del pasto con el cuello ensangrentado, caminé a mi cuarto, entré por la ventana y me senté a escribir la primera frase de lo que sería, Matate, amor. Pero eso no fue escribir. Eso que llaman escribir es mentira, es algo de lo que hay que dudar, eso que llaman escribir es otra cosa siempre, una guerra, caminar sonámbula, es el insomnio, es algo de otra dimensión.

Palabra por palabra, frase por frase, coma por coma, punto por punto, nada fue corregido ni alterado por ningún editor en ninguna edición. No porque sea genial, sino para conservar en esa primera página la música única de esa tarde de fin de verano de 2011. Escribir para hacer durar la desaparición. Escribí entonces, como un ajuste cuentas, si no está permitido disparar, incendiar establos o secuestrar vecinos, al menos es otro modo de hacer justicia por mano propia. 

Escribí Matate, amor durmiendo con el enloquecedor llanto del bebé encima, mirando a los gatos bajo la escarcha, con roedores desfilando por la casa, con el AJJJ AJJJ de una lechuza que escupía los cerebros que no podía deglutir y sin saber que estaba escribiendo una novela, sin ser nada, mucho menos escritora. Qué asco hablar, dice ella, qué asco escribir. Escribir sin saber que se está escribiendo, escribir la antiescritura, el sueño alto de todo escritor.

De La débil mental recuerdo como un flash una moto a toda velocidad, y arriba, «una luna cortada a latigazos negros». «No vengo de ningún lado, el mundo es una luna cortada a latigazos negros.» Una editora me insinuó que rechazaba el manuscrito porque no se entendía el comienzo del personaje: ¿Cómo no viene de ningún lado? Otro editor me dijo que había demasiada y frenética masturbación. ¿Por qué tanto sexo? No es sexo, es ansia, es comedia, le dije, pero ya no respondió. Los editores son sádicos, quién no. Veo una carretera tenebrosa, la hora entre chien et loup. Recuerdo a una chica del hameau juntando ramitas en las canaletas, a esa misma chica a la que le decían «la retrasada del pueblo» viajando en el camarote de un tren a París. Era ella, era «la débil mental». Después apareció la madre, las dos ataviadas luchando contra la pérdida del deseo como contra la caída del pelo y comiendo con la mano. Yo también comía con la mano mientras escribía. Hay que vivir primero las novelas, después escribirlas, no vivirlas, «llegar a la experiencia del lenguaje». Recuerdo que una madrugada estaba en una casa en medio del campo, la gente hablaba, yo desgraciada, cuando llegó el mensaje de Damián Tabarovsky donde enumeraba todo lo que no le gustaba de la novela, pero al final, concluía, como un milagro, en que quería publicarla. Los editores son sádicos, los escritores también. Entonces miré la luna y le agradecí. 

Precoz es la oveja negra, la descarriada, la anarquista, la road movie de las periferias, el largo poema lúgubre sin puntuación, sin capítulos, ni cortes. La novela del derrape. La hija border con prontuario que llega a la reunión de navidad y de la que todos huyen. La escribí en los viñedos, en los islotes de arena de la Loire, último río salvaje de Europa, en las tabernas de alcohólicos de varias generaciones: bisabuelo, abuelo, padre e hijo, ni uno hay, sobrio. La novela apareció en un hangar cuando vi la arcada de la boca abierta de los patos cuando le sacan el hígado para el foie gras. Pero también cuando dos pájaros se estrellaron en pleno vuelo. Precoz es esa madre extasiada con el hijo alto y pesado encima.

Las tres novelas son fotos de un álbum en blanco y negro guiadas por las sonatas de Glenn Gould. Él me dio el tono y la angustia. Sin Glenn Gould no hubiera habido escritura.

Pasaron diez años, Matate, amor fue llevada a juicio y fue leída en una sentencia por un juez de provincia francés. La novela fue citada en mi contra, como: «ejemplo de que una novela en la que el personaje odia la maternidad, vuelve mala madre a la autora». Escribir no es, como se quiere hacer creer hoy, adherir a una ideología, militar por una ideología, someterse a una identidad, escribir es oponerse al mundo. Ojalá las tres novelas reunidas se lean como quien entra a una casa de otro siglo y visita a unas hermanas antisociales, excéntricas, a unas madres desviadas.

Discúlpelas, señor Juez, pero ellas tienen derecho a existir igual que usted. O quizá más.

ARIANA HARWICZ


Matate, amor

Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular. Detrás, en el decorado de una casa entre decadente y familiar, podía sentir las voces de mi hijo y mi marido. Los dos en cueros. Los dos chapoteando en la pileta de plástico azul, con el agua a treinta y cinco grados. Era un domingo víspera de día feriado. Estaba a pocos pasos de ellos, oculta entre malezas. Los espiaba. ¿Cómo es que yo, una mujer débil y enfermiza que sueña con un cuchillo en la mano, era la madre y la esposa de esos dos individuos? ¿Qué iba a hacer? Escondí el cuerpo adentrándome en la tierra. No iba a matarlos. Dejé caer el cuchillo. Fui a colgar la ropa como si nada. Abroché bien las medias de mi bebé y mi hombre. Los calzoncillos y las camisas. Me miré como una campechana ignorante que cuelga ropa y se seca las manos en la falda antes de entrar en la cocina. No se dieron cuenta. La colgada de ropa fue un éxito. Volví a recostarme entre troncos. Ya se corta la madera para la próxima temporada. Los hombres acá preparan el invierno como las bestias. Nada nos distingue a unos de otros. Yo misma, letrada y graduada universitaria, soy más bestia que esos zorros desahuciados con la cara teñida de rojo y un palo atravesándoles la boca de par en par. A pocos kilómetros, mi vecino Frank, el primero de siete hermanos, se pegó un tiro de escopeta en el culo la última navidad. Linda sorpresita para su tribu de hijos. El tipo siguió la tradición. Suicidio con escopeta para el tatarabuelo, bisabuelo, abuelo y padre, lo menos que se podía decir es que era su turno. ¿Y yo? Una mujer normal, de una familia normal, pero una excéntrica, desviada, madre de un hijo y con otro, quién sabe a esta altura, en camino. Me metí despacito la mano en la bombacha. Y pensar que yo soy la encargada de velar por la educación de mi hijo. Mi marido me llama para unas cervecitas en la pérgola, pregunta si morocha o rubia. Parece que el bebé se cagó y tengo que comprarle la torta de cumple mes. Otras madres seguro que la hacen ellas mismas. Seis meses, me dicen que no es lo mismo que cinco o siete. Cada vez que lo miro recuerdo a mi marido detrás de mí, casi eyaculándome la espalda cuando se le cruzó la idea de darme vuelta y entrar, en el último segundo. Si no hubiera habido ese gesto de darme vuelta, si yo hubiera cerrado las piernas, si le hubiera agarrado la pija, no tendría que ir a la panadería a comprar la torta de crema o chocolate y las velitas, medio año ya. Las otras al segundo de parir suelen decir, ya no imagino mi vida sin él, es como si hubiera estado desde siempre, pfff. ¡Ahí voy, amor! Quiero gritar, pero me hundo más en la tierra agrietada. Quiero gruñir, berrear, y a cambio dejo que los mosquitos me piquen, que se deleiten con mi piel azucarada. El sol me devuelve el reflejo plateado del cuchillo en la mano y me ciega. El cielo está rojo, violeta, tiembla. Oigo que me buscan, el bebé cagado y el marido en cueros. Ma-ma, ta-ta, ca-ca. Es mi bebé que habla, toda la noche. Co-co-na-na-ba-ba. Ahí están. Dejo el cuchillo en el pastizal quemado, espero que cuando lo encuentre parezca un bisturí, una pluma, un alfiler. Me levanto caldeada y molesta por el hormigueo en la entrepierna. ¿Rubia o morocha?; lo que prefieras, amor. Somos parte de esas parejas que mecanizan la palabra «amor» hasta cuando se detestan; amor, no quiero volverte a ver. Ahí voy, digo, y soy una falsa mujer de campo con una pollera roja a lunares y el pelo florecido. Rubia, traeme, digo con mi acento. Y soy una mujer que se dejó estar y tiene caries y ya no lee. Leé, idiota, me digo, leéte una frase de corrido. Acá estamos los tres juntos para una foto familiar. Brindamos por la felicidad del bebé y bebemos las cervezas, mi hijo sobre su sillita mastica una hoja. Le meto la mano y chilla, me muerde con las encías. Mi marido quiere plantar un árbol para darle larga vida al bebé y yo no sé qué decirle, sonrío como una gansa. ¿Se da cuenta él? De todas las bellas y sanas mujeres que hay en la región se vino a enganchar conmigo. Un caso clínico. Una extranjera. Alguien que debería ser clasificada de incurable. Qué día de humedad, ¿eh? Parece que tenemos para rato, dice él. Yo trago la botella en sorbos largos y aspiro por la nariz queriendo estar, exactamente, muerta. 


Estoy en el cuarto del niño iluminada por una lucecita celeste, veo mi pezón que lo sacia a cada sorbo. Mi marido, me acostumbré a llamarlo así, fuma afuera, puedo escuchar el soplido del humo a un ritmo regular, fffff, fffff. El bebé se atraganta con mi leche y lo inclino sobre mí para que eructe, ese aire que queda atrapado en su estómago, aire de mi leche, aire de mi pecho, aire de mi interior. Después del eructo cae en peso muerto, le cuelgan las manos, los párpados se espesan, su aliento se aletarga. Lo acuesto abrazado a mi bufanda y mientras lo enrollo, Isadora Duncan. Quién tiene qué vida. En qué cuerpo estás. Dejo de escuchar el humo entre los dientes de mi cónyuge. Tiro el pañal pesado. Camino hacia el ventanal, siempre juego a que lo atravieso y me corto entera, siempre quiero cruzar mi propia sombra. A punto de estrellarme, me detengo, abro. Afuera mi marido larga un chorrazo color mate, puedo ver las gotas calientes y amarillentas sobre la chapa del garaje dibujando una cascada. Se da vuelta, me sonríe con las manos en el sexo laxo y chorreante y apaga el pucho que tiene en la boca con su cascada de pis. ¿Miramos las estrellas? Nunca supe cómo explicarle que no me interesan las estrellas. Que no me interesa lo que hay en el cielo. Que no me importa su telescopio que ahora lleva con dificultad al fondo del terreno, casi en la bajada al bosque. No quiero contarlas, descubrir sus formas, ver cuál es más brillante, saber por qué se llaman las Tres Marías o el collar de perlas o la cacerola con mango largo. Él instala su joya de tres patas. Mi marido es un tipo entusiasta. ¿Ves el collar de perlas? Sí, cariño. Mirá esos puntos luminosos, titilantes, ¿no querrías comerlos con la vista?, son tan chiquitos, y pensar que en verdad son masas enormes. No, pensé, no me gustan las distorsiones. Ni ópticas ni sonoras, ni sensoriales, ni olfativas, ni cerebrales, no me gustan los objetos negros del cielo. A mí me llenan de energía, dice. Mirá esa constelación y tratá de saltar de una estrella a la otra como si cruzaras un puentecito de troncos movedizos... ¡y mirá esa cara, como de esqueleto! Su exaltación me hace daño. Me abraza por el hombro. Hace meses que no nos abrazamos. Tampoco nos damos la mano, llevamos el cochecito o levantamos al bebé. ¿Ves la Osa Mayor y la Osa Menor? Sí, claro, digo y lo abrazo, pero mis ojos se detienen en el hueco sin estrellas, en la ausencia de luz. Frente al reto del cielo oscuro que tenemos encima de nosotros, cualquier noche... ¡Un cometa!, gritó y me desabrazó de la emoción. No lo vi pasar. Hay que estar atento, solo es posible verlos cuando están cerca del sol y por un período corto de tiempo. ¿Pudiste ver su recorrido?, preguntó molesto. Acto seguido, encendió un pucho, la cosa es lograr orientarse en el cielo. Mirá ese grupo de estrellas, seguí una línea imaginaria, ¿ves?, no es más difícil que leer un mapa de autopistas y seguir la línea troquelada para no ir a caer al mar. Me pareció que el niño lloraba, pero todas las noches lo oigo llorar y cuando me acerco el silencio es total, como si se hubiera grabado un fragmento de su llanto y se reprodujera solo. Pero a veces no oigo nada. Estoy sentada en el sofá, a pocos metros de su cuarto, mirando un programa de intercambio de parejas, niñeras a medida, o pintándome las uñas, cuando mi querido se aparece con el calzón medio bajo y me dice: ¿por qué no deja de llorar?, ¿qué quiere?, vos sos la madre, tenés que saber. No sé qué quiere, le digo, ni la menor idea... ¿No te relaja la luna? Acercate al lente, mirala hoy porque no será la misma mañana, esos cráteres grises, me dan ganas de comerla ¡o de fumarla! Yo miré la luna, pero en realidad recordé el sonido del llanto, mi cuerpo segregando, impaciente porque pare de llorar. Los consejos que me dio aquella joven asistente social a domicilio cuando mi suegra la llamó alarmada: Si tu niño llora tanto como para terminar con tu entereza y sientes que estás a punto de perder el control, huye. Entrégale el niño a otra persona y vete a un lugar donde puedas recobrar el sentido y la calma. Si en cambio te encuentras sola y no hay posibilidad de dárselo a nadie, huye igualmente. Deja al crío en un lugar seguro y aléjate unos metros. Tendrían que existir por estos pagos las santiguadoras, esas aldeanas que por el mismo precio le quiebran el empacho a tu tipo y el llanto caprichoso a la guagua. Me hubiera gustado estar en el Apolo, ¿me escuchás?, o en cualquier misión al espacio exterior, ¿me seguís? En el Apolo mirando la Tierra alejarse ¡Shhh! ¿Llora? ¿Dónde ves que llore? ¡Te estoy hablando de la luna! La luna es como ustedes, le gusta ocultarse, dice, y yo pienso en los paseos en brazos horas y horas con diferentes coreografías, del agobio al llanto, del llanto al agobio, pienso en ese animal fiero que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro para siempre. Hasta que se hartó, cerró el telescopio y lo llevó al garaje a guardarlo junto con sus herramientas, el tractor de mi suegro y la canoa con sus remos. El bebito, como lo llaman mis suegros, no lloraba, el silencio de su habitación era tal que tuve que tocarlo para ver si vivía. Entonces volví a la sala con el ventanal, caminé derecho hacia el reflejo y, justo antes de atravesarme, abrí. Mi marido fumaba otro, había abierto su segundo atado mientras insultaba por igual a la luna y a mí. Vi su humo ciñéndolo y me intimidó. Lo más agresivo que me dijo en siete años fue «hacete ver». Yo le dije en el primer mes de noviazgo «date por muerto». Nos quedamos parados uno al lado del otro sobre la helada, el agua del pasto tiñéndonos. Los pies acuosos. La tierra revuelta por los topos eran cráteres. Él ya no miraba hacia arriba, yo menos. Igual me pareció que un cometa pasó sobre nosotros, breve como todo. Después nos fuimos a dormir cada uno a su cama. Ya me acostumbré a dormir sola y atravesada en esta casa que antes era un tambo, con lo que sea que eso pueda significar. Cualquier cosa forma una familia, largué, mientras se me iban los ojos.



Trilogía de la pasión

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