01/05/2025
Empieza a leer 'Tres novelas analógicas' de Sergi Pàmies

 

PRÓLOGO

Para escribir una novela hay que
respetar tres reglas. Por desgracia, nadie
sabe cuáles son.
SOMERSET MAUGHAN

 

La última vez que escribí una novela fue hace doce años. Acababa de separarme y estrenaba el estado de ánimo idóneo para creer que podía recuperar una identidad a la que había renunciado por razones de logística familiar. Hasta entonces, cuando me preguntaban por qué dejé de publicar novelas, la respuesta era siempre la misma: cuando nacieron mis hijos (mellizos, 1995), intuí que la paternidad y la vocación de novelista serían incompatibles. Para sazonar la respuesta, añadía que la novela es posesiva, celosa, egocéntrica, y que te abduce con una intensidad de la que resulta difícil desconectar. Invasiva y déspota, provoca efectos secundarios y, cuando te bloqueas, te envenena con un sentimiento de frustración que más vale no compartir. Los cuentos, en cambio, son promiscuos, libertinos, estimulan tanto la aventura como el experimento y pueden ser herméticos o frívolos incluso cuando nacen de estímulos dramáticos, de azares intrascendentes o de intuiciones introspectivas.
Llegué a la conclusión, puede que precipitada, de que compaginar las obligaciones familiares y las aspiraciones literarias (en 1995 el verbo conciliar solo lo utilizaban las organizaciones feministas y algún sindicato de clase) solo sería posible si anteponía la responsabilidad a las ambiciones y si entendía que mi relación con las novelas tenía que ser de, digamos, orden de alejamiento. Cuando mi radar detectaba la presencia de una posible novela, en vez de sucumbir a la tentación, huía de ella como de la peste. Consciente de que mi condición masculina me impide suscribir el argumento de Alice Munro –de quien cuentan que no escribía novelas porque tenía que ocuparse de sus hijos–, lo diré mordiéndome heteropatriacalmente la lengua: yo también.
Hace doce años, con la mayoría de edad de mis hijos, me pareció que mi condición de recién separado y la tramposa aureola de fracaso que conlleva me otorgaban un encanto maduro que marcaría esta nueva etapa. Lo cultivé con un celo sobreactuado. Estaba decidido a distanciarme de los cuentos y a reencontrarme con historias en las que las digresiones no debilitan su estructura sino que, al contrario, la fortalecen. Pensaba: el equilibrio entre argumento y personajes se impondrá al encanto de la narrativa breve, que suele permitir que el argumento y los personajes sean el estilo y el tono. Pensaba: las servidumbres del género no podrán evitar que el esfuerzo tenga compensaciones. Acabé la novela a trancas y barrancas y con una sensación incómoda, de expectativas devaluadas. En vez de convertir el oficio adquirido escribiendo cuentos en una transfusión vigorizante, el paso del tiempo había multiplicado mis dudas e inseguridades. De modo preventivo, quise repetir el control de calidad de los viejos tiempos: unos meses de distancia absoluta del manuscrito, unas semanas de relectura y unos días de corrección insobornable. Nunca llegué a la última frase. Con la primera relectura ya me di cuenta de que aquello no funcionaba. Forzaba los estereotipos de la autocompasión (un híbrido del spleen de Baudelaire y de la soledad de cuadro de Edward Hopper) y me recreaba en un victimismo complaciente que atrofiaba cualquier tensión argumental. Y la decisión de situar la historia en una única jornada –el día de Navidad–, que debía ser un homenaje a Dickens, disparaba los guiños a otros libros de estructura similar (Un día en la vida de Iván DenisovichBajo el volcánEl día que murió Marilyn) que, en la práctica, acaban siendo un estorbo.
La decepción fue proporcional al alivio de haberme dado cuenta a tiempo. Descartar una novela no es lo mismo que sacrificar un cuento. Contra pronóstico, el duelo se desvió hacia la certeza de haber encontrado una razón de peso para, avalado por el ambivalente prestigio del fracaso, volver a los cuentos (que me acogieron con festiva generosidad). Era como si durante el funeral de la novela non nata hubiera conocido unos cuentos prometedores (un funeral de tradición irlandesa o de Nueva Orleans, que se sabe cuándo empieza pero no cuándo acaba; o como el de la película Cuatro bodas y un funeral, con aquella lluvia artificialmente romántica y el poema –«Funeral blues»– de W.H. Auden y la carga dramática de los versos «Creía que el amor sería eterno: me equivoqué», tan adecuados para rebatir las ínfulas de la novela y del amor difuntos). La referencia a la película no es casual: se estrenó cuando yo escribía novelas con un furor incontinente y contaba con un reparto –Hugh Grant, Andie MacDowell, Kristin Scott Thomas– que, poco más o menos de mi edad, se convirtieron, con el paso del tiempo, en consagrados actores maduros, coherentes con el resplandor que, como una apuesta visionaria, ya proyectaban entonces. La transición entre la decepción y el nuevo proyecto fue rápida e indolora. Resultado: gestación, parto y nacimiento de El arte de llevar gabardina, que incluye, convenientemente transformadas, algunas ideas de la novela muerta. Y digo transformadas porque destruí todas las versiones de la misma (en papel y digitales) para no cometer el error –la carne es débil– de reciclarlas en vete tú a saber qué.
El título de aquella novela era –no me lo tengáis en cuenta– Nos estamos conociendo, de la que solo conservo el epígrafe, una cita de Françoise Sagan, de una entrevista de 1987 publicada en la revista Femme. La periodista pregunta: «¿Sería capaz de matar a alguien?», y con su temeridad habitual, Sagan responde: «Espero que no, pero me temo que sí». Pasados los años, intuyo que la elección de aquella cita tenía que ver con la intención de querer cambiar de registro y de aspirar a un estilo más frío, intelectual y pretencioso. En parte, vivía bajo el resplandeciente influjo de los ensayos de Milan Kundera y de afirmaciones que me intimidaban tanto como me atraían. Ejemplo: «El escritor se inscribe en el mapa espiritual de su tiempo, de su nación, en el de la historia de las ideas». Que el protagonista de Nos estamos conociendo fuera un novelista parecía inevitable, sobre todo teniendo en cuenta que coincidió con la época en la que, gracias a una recomendación de mi hijo, descubrí a Mario Levrero, el escritor uruguayo. Levrero es el autor de La novela luminosa, en la que combina obsesiones de dietarista conspicuo, descripciones de sueños, paseos, impotencias informáticas y un espíritu narrativo que me fascina: el de la novela que se (des)construye a través del sabotaje al que la somete su autor. El texto, de una monumentalidad disonante, tiene una estructura autorreferencial (un escritor que no encuentra el modo de escribir una novela) que supera con creces los artificios relacionados con la denominada autoficción.
La idea de volver a publicar las novelas en un volumen recopilatorio se debe a circunstancias más pragmáticas que literarias. Primera: a lo largo de los años me lo han sugerido colegas, agentes, editores, lectores y algún que otro librero. Segunda: me ahorrará tener que buscar viejos ejemplares (mi sentido del orden es perfectible) si alguien me los pide después de descubrir –«Ah, pero, ¿tú también has escrito novelas?» que existen. Tercera: hay lectores potenciales que no saben que en otra vida publiqué, por este orden, La primera piedra (1990), El instinto (1992) y Sentimental (1995). Cuarta: el repertorio de iniciativas editoriales relacionadas con el fondo de un autor (de un autor vivo, se entiende) incluye, como posible ritual paliativo, la reedición de viejos títulos.
Las razones por las que no había vuelto a leer las novelas justificarían un forfait de sesiones con un terapeuta dispuesto a aburrirse. Así pues, me ahorraré los detalles escabrosos. De la época en la que las publiqué guardo el recuerdo de una situación privilegiada: mucho tiempo, mucha energía, pocas interferencias y una mezcla de arrogancia, temeridad y alegría. Una prueba: los intervalos entre libro y libro eran de dos años mientras que, a partir de 1995, pasan a ser de entre cuatro y cinco. Otra prueba: aquella productividad explica que, en una entrevista de promoción de Sentimental, dijera «que me hacía las novelas encima». La satisfacción de escribirlas y publicarlas nunca coincidió con la certeza de acercarme a la plenitud entre lo que había imaginado y el resultado. Por decirlo de un modo kunderiano: el mapa espiritual de mi tiempo era un esbozo con puntos cardinales confusos, propensos a agravar esta insatisfacción.
Es un sentimiento habitual entre escritores. El secreto es que la parte satisfactoria se imponga a la insatisfecha, y seguir a partir de una concepción de la literatura más cercana al oficio que a la mitificada condición de artista, consciente de que se mejora escribiendo y combatiendo las dudas que provoca el proceso creativo. Escribo «proceso creativo» sabiendo que entonces nunca lo habría hecho: me habría dado vergüenza. Es otra constatación: el tiempo ha modificado los mecanismos del pudor y ha reblandecido una intransigencia que hoy atribuyo a la juventud y a la imposibilidad, que acepto con deportividad, de explicar racionalmente todo lo que uno hace. En todos estos años, la relación que he mantenido con las novelas ha sido de pudor. No por haberlas escrito sino por no haberlas asumido como parte relevante en el dominio, eternamente inacabado, del oficio. Era más importante haberlas vivido que haberlas escrito. Si los libros de cuentos siempre se han adaptado a una velocidad de crucero conectada con el período vital en el que fueron escritos, las novelas tenían una ambición más atemporal. Una ambición que, al margen de sus posibles argumentos, acumulaba elementos, influencias y deseos experimentales. La conexión con la propia intimidad era irrelevante. Intervenían la admiración por los creadores que entonces me fascinaban (pienso en La cámara fotográfica de Jean-Philippe Toussaint, en las filmografías de Wim Wenders, Jim Jarmush o Buster Keaton, en Jean Echenoz, en La entreplanta de Nicholson Baker o en Peter Handke) y una voluntad de expresarme a partir de estímulos deliberadamente poco académicos.
En el caso de La primera piedra, el estímulo primigenio nace durante la retransmisión de un partido de fútbol por televisión. La cámara se entretiene enfocando el banquillo y, en primer plano, el rostro del jugador Miquel Soler. Se está mordiendo las uñas, y no puede disimular la decepción de estar ahí sentado mientras sus compañeros juegan el partido. La activación es inmediata. La imagen de Soler se expande como una mancha y empiezo a pensar en la condición de suplente, así, en general. Y en cómo la suplencia conecta con ciertos aspectos de mi vida –que, gracias a la máscara de la novela, podré mantener en una cómoda clandestinidad–. Y en hasta qué punto sería estimulante explorar esta vía y, desde la especulación literaria, contar la vida de un suplente. De un suplente en el sentido literal, pero también en la esfera sentimental (es el amante de una mujer casada), profesional (solo le encargan trabajos como fontanero cuando sus compañeros están de baja) y, forzando la idea al máximo, existencial.
A diferencia de los cuentos, que se despliegan a partir de una anécdota que casi siempre puedo controlar, la novela tiene una dimensión que me obliga a una obsesión arborescente y por fascículos, más constante y, al mismo tiempo, más conflictiva. Los personajes que dan sentido a lo que deseo escribir –aunque no sepa cómo– tienen características insólitas (un mariachi, un hermano enamorado de una prostituta, un dibujante de retratos robot policiales, una turista italiana) y, contrariamente a los protagonistas de la mayoría de mis cuentos, tienen poco que ver conmigo. Para no sentirme tan vulnerable, incluyo el fútbol como un elemento importante de la narración y encuentro en el catalán que utilizaba Joaquim Maria Puyal en sus retransmisiones de Ràdio Barcelona y de Catalunya Ràdio, el instrumento perfecto para que fluya sin grumos.

 

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Traducción de Marcelo Cohen

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Tres novelas analógicas

 

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