05/06/2020
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Wilt

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Siempre que Henry Wilt sacaba al perro a pasear o, para ser más precisos, cuando el perro le sacaba a él o, para ser exactos, cuando la señora Wilt les decía a ambos que se fuesen de casa para que ella pudiese hacer sus ejercicios de yoga, Henry siempre seguía la misma ruta. De hecho el perro seguía la ruta y Wilt seguía al perro. Bajaban hasta la oficina de correos, cruzaban el campo de juegos, luego el puente del ferrocarril y seguían por el sendero que bordeaba el cauce. Continuaban, siguiendo el río, poco más de kilómetro y medio y luego cruzaban otra vez por debajo de la vía férrea y volvían recorriendo calles cuyas casas eran mayores que la de Wilt y donde había árboles grandes y jardines y los coches eran todos Rovers y Mercedes. Era allí donde Clem, un labrador de raza, se sentía evidentemente más a gusto, y hacía sus cosas mientras Wilt esperaba mirando alrededor un poco inquieto, consciente de que aquel no era su tipo de barrio y deseando que lo fuese. Era prácticamente el único momento de su paseo en que él tenía una cierta conciencia de su entorno. Durante el resto del trayecto el paseo de Wilt era un paseo interior y seguía un itinerario completamente distinto de su propia apariencia y de la de su ruta. Era en realidad una jornada de pensamiento ávido, un peregrinaje por sendas de posibilidad remota que implicaban la desaparición irrevocable de la señora Wilt, la adquisición súbita de riqueza, de poder, lo que haría él si le nombrasen ministro de educación, o, aún mejor, primer ministro. Era algo urdido en parte con una serie de recursos desesperados y en parte con un diálogo mudo, de tal modo que quien reparase en Wilt (y la mayoría de la gente no lo hacía) podría haber visto que sus labios se movían de cuando en cuando y que se le fruncía la boca en lo que él suponía cariñosamente una sonrisa sardónica cuando abordaba cuestiones o respondía a argumentaciones con una agudeza de ingenio devastadora. Fue precisamente durante uno de esos paseos, bajo la lluvia, tras un día especialmente penoso en la escuela, cuando Wilt consideró por primera vez la idea de que solo podrían cristalizar sus esperanzas y podría considerar su vida algo propio si su mujer era víctima de algún desastre no del todo fortuito.

Esto, como todo lo demás en la vida de Henry Wilt, no fue una decisión súbita. No era un hombre decidido. Prueba de ello eran sus diez años de profesor auxiliar (Nivel Dos) en la Escuela de Artes y Oficios Fenland. Llevaba diez años en el Departamento de Artes Liberales dando clases a los alumnos de Instalación de gas, Enyesado, Albañilería y Lampistería. O manteniéndolos en calma. Y durante diez largos años se había dedicado a ir de clase en clase con dos docenas de ejemplares de Hijos y amantes o Ensayos de Orwell o Cándido o El Señor de las Moscas y había hecho todo lo posible por ampliar la sensibilidad de los aprendices con una notable falta de éxito.

«Exposición a la cultura», lo llamaba el señor Morris, director de Humanidades, pero desde el punto de vista de Wilt parecía más una exposición de sí mismo a la barbarie, y ciertamente la experiencia había socavado los ideales y las ilusiones que había sustentado en sus años mozos. Lo mismo habían hecho sus doce años de matrimonio con Eva.

Si los aprendices de instaladores de gas podían pasar por la vida totalmente impermeables al sentido emotivo de las relaciones interpersonales que se refleja en Hijos y amantes, y divertirse groseramente con la indagación profunda de D. H. Lawrence en el carácter sexual de la existencia, Eva Wilt era incapaz de tal distanciamiento. Ella se lanzaba a las actividades culturales y al cultivo y mejora de su personalidad con un entusiasmo que atormentaba a Wilt. Peor aún, la idea que Eva tenía de la Cultura variaba de una semana a otra, incluyendo a veces a Barbara Cartland y a Anya Seton, a veces a Ouspensky, a veces a Kenneth Clark, pero más a menudo al instructor de la clase de cerámica de los martes o al profesor de meditación trascendental de los jueves, de modo que Wilt nunca sabía qué podía esperarle en casa, aparte de una cena preparada precipitadamente, algunos comentarios vigorosamente expuestos sobre su falta de ambición y un insulso eclecticismo intelectual que le dejaba desorientado. Para huir del recuerdo de los aprendices instaladores de gas como seres humanos putativos y de Eva en la posición del loto, Wilt caminaba por la orilla del río entregándose a sombríos pensamientos, oscurecidos aún más por la certeza de que por quinto año consecutivo su solicitud de ascenso a la condición de profesor titular era casi seguro que fuese rechazada y que, a menos que hiciese algo pronto, quedaría condenado a Instaladores de Gas Tres y Yeseros Dos (y a Eva) para el resto de su vida. No era una perspectiva soportable. Tenía que actuar de modo drástico. Por encima de su cabeza pasó atronando un tren. Wilt se quedó mirando sus luces menguantes y pensó en accidentes en pasos a nivel.


–Está tan raro últimamente... –dijo Eva Wilt–, no sé qué hacer con él.

–Yo ya he dejado de intentarlo con Patrick –afirmó Mavis Mottram examinando críticamente el jarrón de Eva–. Yo pondría el altramuz un poquito más a la izquierda. Así ayuda a subrayar las cualidades oratoriales de la rosa. Ahora el lirio aquí. Hay que intentar conseguir un efecto casi audible de contraste de colores. Como un contrapunto, podríamos decir.

Eva asintió y suspiró.

–Antes estaba lleno de energía –dijo–, pero ahora no hace más que estarse en casa sentado viendo la tele. Lo único que puedo conseguir que haga es sacar al perro a dar un paseo.

–Probablemente eche a faltar los niños –dijo Mavis–. Sé que a Patrick le pasa eso.

–Eso es porque tiene algo que echar de menos –dijo Eva Wilt amargamente–. Henry es incapaz de desarrollar la energía necesaria para ello.

–Lo siento mucho, Eva. Lo olvidé –dijo Mavis, colocando el altramuz de modo que contrastase más significativamente con un geranio.

–No tienes por qué sentirlo –contestó Eva, que no incluía la autocompasión entre sus defectos–, supongo que es mejor así, además. Quiero decir que, bueno, imagínate que tuviese hijos que fuesen como Henry. Es tan poco creativo, y además los niños son tan insoportables... Le absorben a una toda la energía creadora.

Mavis Mottram pasó a ayudar a alguna otra señora a lograr un efecto contrapuntístico, esta vez con berros y malvas reales en un cuenco de cerezas. Eva jugueteó nerviosa con su rosa. ¡Mavis tenía tanta suerte! Tenía a su Patrick, y Patrick Mottram era un hombre muy activo. Eva, a pesar de su situación, daba mucha importancia a la actividad, a la energía y a la creatividad, de tal modo que incluso las personas que no eran demasiado impresionables quedaban agotadas tras diez minutos en su compañía. Hasta en la posición del loto en sus clases de yoga lograba exudar energía, y en sus tentativas de meditación trascendental evocaba una olla a presión en plena ebullición. Y con la energía creadora llegaba el entusiasmo, los entusiasmos febriles de una mujer evidentemente insatisfecha para la que toda idea nueva anuncia el alborear de un nuevo día y viceversa. Dado que las ideas que abrazaba eran triviales o le resultaban incomprensibles, su fidelidad a tales ideas era correspondientemente breve y no contribuía en absoluto a llenar el vacío que dejaba en su vida la falta de logros y triunfos de Henry Wilt. Mientras él vivía en su imaginación una vida violenta, Eva, que carecía totalmente de imaginación, de hecho vivía violentamente. Se lanzaba a cosas, situaciones, nuevas amistades, grupos y encuentros con un abandono temerario que ocultaba el hecho de que carecía de vigor emotivo para persistir más de un momento. De pronto, al retroceder separándose de su jarrón, tropezó con alguien que estaba detrás de ella.

–Oh, perdón –musitó y se volvió y se encontró mirando a un par de ojos oscuros.

–No tiene por qué disculparse –dijo la mujer, con acento americano. Era delgada y vestía con una descuidada elegancia que quedaba por encima de los modestos ingresos de Eva Wilt.

–Me llamo Eva Wilt –dijo Eva, que había hecho un curso de «Cómo conocer gente» en el Oakrington Village College–. Mi marido da clases en la Escuela de Artes y Oficios y vivimos en la avenida Parkview 34.

–Sally Pringsheim –dijo la mujer con una sonrisa–. Nosotros vivimos en Rossiter Grove. Disfrutamos de un año sabático. Gaskell es bioquímico.

Eva Wilt aceptó las diferencias y se felicitó por su perspicacia respecto a los vaqueros y el jersey. La gente que vivía en Rossiter Grove estaba un escalón por encima de la avenida Parkview, y los maridos bioquímicos en año sabático eran obviamente profesores universitarios. El mundo de Eva Wilt se componía de estos matices.

–Sabes, no estoy nada segura de que pudiese convivir con una rosa oratorial –dijo Sally Pringsheim–. Las sinfonías están muy bien en las salas de conciertos pero no las necesito para nada en los jarrones.

Eva la miró con una mezcla de asombro y admiración. Criticar abiertamente los arreglos florales de Mavis Mottram era una completa blasfemia en la avenida Parkview.

–Sabes, yo siempre he querido decir eso –dijo con un súbito impulso de cordialidad– pero nunca he tenido suficiente valor para ello.

Sally Pringsheim sonrió y dijo:

–Yo creo que hay que decir siempre lo que se piensa. La verdad es algo esencial en cualquier relación realmente significativa. Yo a nene G. siempre le digo exactamente lo que pienso.

–¿Nene G.? –preguntó Eva Wilt.

–Gaskell, mi marido –dijo Sally–. No es que sea mi marido en realidad. Solo que hemos hecho este arreglo libre para vivir juntos. En fin, estamos en una situación legal y todo eso, pero creo que es importante sexualmente mantener abiertas las propias opciones, ¿no crees?
 

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Traducción de Gemma Rovira, Marisol de Mora y José Manuel Álvarez Flórez.

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Todo Wilt
 

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