ARTÍCULOS
Empieza a leer 'Todas las hijas de la casa de mi padre' de Juan Francisco Ferré
A Morgana, por el manuscrito,
y a todas las mujeres que la han hecho posible
Yo soy todas las hijas de la casa de mi padre; y todos los hermanos también.
WILLIAM SHAKESPEARE,
Noche de Reyes, o Como queráis
Primera parte
DIOS
(1976-1979)
1
Dios no quiere que escriba esta novela.
2
Dios creó el mundo un 22 de octubre, según las teorías del arzobispo irlandés James Ussher, cuatro mil cuatro años antes del nacimiento de su único hijo, Jesucristo Superstar. Mil novecientos sesenta y dos años después, un 22 de octubre también, nació su única hija.
3
Mi padre biológico no quiso que yo naciera. El ginecólogo le planteó el problema. El parto iba mal. Se trataba de salvar la vida de la madre o la vida del feto. El doctor, como era costumbre en la época, quería salvar al feto. Mi padre quería salvar a toda costa la vida de mi madre. Yo nací contra la voluntad de mi padre. A mi madre nadie le preguntó.
4
La cesárea nos salvó la vida a las dos, a mi madre y a mí. Era un costurón espantoso que recorría el vientre de mi madre desde el triángulo del pubis hasta el orificio del ombligo. Cada vez que lo miraba me producía escalofríos. De ahí me había extraído a la fuerza el ginecólogo, como a Moisés de la canastilla en el Nilo, con la cabeza intacta y las ideas confusas, cuando yo no quería abandonar el útero materno por nada del mundo. Mi madre era una madre vocacional y se sentía muy orgullosa de esa cicatriz horrible. Representaba para ella la marca de su realización como madre.
5
Anoche soñé que volvía a la urbanización El Atabal. En el sueño volvía a pasear por sus calles, como antes cada vez que la tristeza y la melancolía hacían mella en mi ánimo, o me acechaban con sus zarpas, y me echaba a caminar sin rumbo fijo por los dominios de la urbanización. Vuelvo a ver esas calles largas y estrechas, llenas de casas blancas y amarillas, con buganvillas rojas y glicinas azules trepando por sus muros como signos externos de la vida que habita en su sombrío interior. Allí vivía gente que conocía muy bien y me era muy querida, y mucha gente desconocida y odiosa. Veía las casas brillando con fulgor en la oscuridad del sueño, bajo la luz de la luna llena, con sus grandes jardines traseros y sus piscinas de agua negra como la noche.
Entonces me sentí de repente poseída por una fuerza sobrenatural que me guiaba más allá de los límites físicos que la realidad de la urbanización me imponía. Volvía a ver a Regina en su casa de calle Bali, esperándome en la puerta para contarme la última novedad del cine y la literatura, el último cotilleo sexual, el último descubrimiento entre las actrices o la última anécdota sobre su intimidad. Y a León en su casa de calle Sumatra, metido en su habitación como un animal enjaulado, en celo permanente, esperando con impaciencia mi visita de todas las semanas. Y pasaba con aprensión por delante de la casa de Lydia y la saludaba con timidez, como a una amiga que hacía tiempo ya no consideraba tal, respondiendo a su tibio saludo como si fuera una despedida. Y ahí estaban Rosa y su madre, Victoria y Mari Carmen y sus hijas respectivas, exhibiéndose ante mí como si no hubiera pasado el tiempo desde la última vez que nos vimos. Y tantos otros vecinos y vecinas, apostados a las puertas de sus casas, inmóviles como estatuas, que me saludaban sonriendo, parapetados detrás de las vallas, las celosías y los arbustos, y me preguntaban uno tras otro por mis padres y por mi hermano Arturo, como si todavía viviéramos allí.
Volvía a la vieja casa de calle Java y los nuevos residentes me aguardaban en el portón de la entrada para invitarme a entrar y ver todo lo que habían arreglado y cómo estaba la casa desde que nos mudamos hacía dos años. No conseguía ver nada de lo nuevo que me decían y solo veía la casa tal como estaba cuando nos fuimos, conservada intacta. El espacio circular a la entrada, bajo la bóveda de la torre, la pequeña cocina a la izquierda, el comedor y el salón al fondo a la izquierda, con la chimenea que nunca funcionó bien, el cuarto de baño a la derecha, el cuarto de estar también, la gran terraza curvada que se exponía a la luz del suroeste tras la verja de hierro, los tres escalones que llevan a la zona de los dormitorios, a la izquierda el cuarto de mi hermano Arturo y al frente la habitación de mis padres, con la gran cama matrimonial en el centro y su cuarto de baño a la derecha, y luego la planta inferior, bajando la larga escalera en dos tramos, con el cuarto de invitados a la izquierda, atravesando el porche sin salir al jardín, y aquí el lavadero y la sala de juegos y de costura, con la ventana solitaria de marcos de madera despintados que se asomaba al jardín con pudor desde detrás de una reja, y después mi antigua habitación, tan espaciosa, tal como la dejé cuando nos marchamos, esa habitación donde escribí y leí tanto antes de cumplir los diecinueve años. Pero no me permitían salir al jardín y a la piscina para que no viera los destrozos que habían hecho en esa parte de la casa.
Y luego, sin hacer una pausa en la visita, regresamos al cuarto de estar, que seguía exactamente igual, me sentaba con ellos en la mesa camilla con el brasero encendido y me traían un vaso de una bebida refrescante que no reconocía, y mientras la bebía a pequeños sorbos me contaban lo felices que eran en aquella casa y lo agradecidos que estaban a papá y a mamá por habérsela vendido, lo que no era cierto. Al salir, los veía llorar y me decían para disimular, cuando les preguntaba, que era por la alegría de verme de nuevo. No querían decirme que lloraban de pena por mí y por mi hermano Arturo y quizá por mi madre. Entonces yo también me echaba a llorar y les decía que era por la casa, por lo vieja que me parecía y el tiempo pasado que había vivido en ella. Estaba allí, en la puerta de la casa, y no me atrevía a salir por miedo a que fuese la última vez que podría entrar. Era un sueño y no podía evitar que me fueran empujando con sus cuerpos hacia la puerta de salida para cerrarla y librarse de mi presencia en la casa. Y me quedaba fuera, como me pasó dos años antes, sin saber adónde ir. Y me veía caminando por las losetas de gravilla del aparcamiento, en la parte delantera, hacia la gran verja de hierro por donde entraban los coches, secándome las lágrimas y pensando en Carlos una vez más. Pensaba en ir a visitarlo sin avisar, como solía hacer cuando aún vivía aquí, a su casa de calle Borneo. Y ahí estaba, cuando llegué después del largo paseo, plantado en la puerta. Era Carlos y me estaba esperando, como siempre, para enseñarme con entusiasmo los nuevos cuadros que había pintado, y aún no estaba muerto, como mi hermano Arturo, ni nadie pensaba que se iba a morir tan joven. Todo se pierde. El tiempo no se recupera. La memoria miente. La vida es también la muerte.
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