23/07/2021
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El guardián

Bajó del autobús apoyándose en el pasamanos hasta que el pie, con alguna vacilación, tocó el asfalto. Dudó un momento aferrado al brillante metal y se apartó justo antes de que la puerta volviera a cerrarse. Era agradable tocarlo, tan frío, todavía no recalentado por muchas manos húmedas y sudadas. Por eso, para sentir unos segundos más aquel fresco contacto, había descendido del autobús lentamente, no porque tuviese dificultad. Miró alrededor receloso. Siempre aquella estúpida idea de que el hijo o la nuera pudieran haberlo seguido. Además, a esa hora estaban ocupados. Y quizá ya lo supieran. En todo caso, le alegró no ver ninguna cara conocida. La calle iba hacia el mar. Había una claridad lívida al fondo; guiñó los ojos, como Mitzi Matzi cuando se le acurrucaba sobre las rodillas en el sillón del estudio y levantaba el hocico hacia la lámpara de la mesa.

No le gustaban las calles perpendiculares al mar, que desembocaban en su gran luz; en la geometría de la ciudad, prefería las paralelas a la orilla, protegidas por esas casas altas entre las que había más sombra y caía antes la oscuridad. Toda la ciudad, desde que la vio por primera vez al asomarse desde el Carso, le parecía demasiado volcada sobre la gran llanura de agua. También debieron de entenderlo así los triestinos, puesto que habían construido una retícula de calles rectilíneas, un enrejado que protegía del golfo y de su inmensidad; por lo demás, muchos de ellos habían llegado del corazón del continente, como él mismo de Moravia, aunque bastante tiempo atrás.

Cuando se encontraba frente al mar, se le dibujaba una sonrisa incómoda que le levantaba imperceptiblemente el labio superior y descubría un poco en exceso los dientes, como Roll, el bulldog que tuvo muchos años, al que, según sus nietos, había terminado por asemejarse. El mar, al final de aquellas calles, le parecía cada vez más grande; a veces tenía la sensación de verlo alzarse, anegar las aceras, crecer y retumbar, un fragor que llegaba de lejos, de una oscuridad surcada por enormes olas blancas.

De vez en cuando, como juego, programaba mentalmente el recorrido antes de salir para evitar en lo posible la vista de aquel azul infinito; imaginaba un plan de ataque en un tablero de ajedrez, doblar la esquina en el momento justo, apartarse de costado, hacer el movimiento del caballo. Los planes de ataque, lo sabía muy bien desde que dirigió su primera empresa, eran casi siempre una estrategia de retirada, operaciones audaces para garantizarse un margen más amplio de posibilidades defensivas. Por lo demás, la vejez era avanzar para retroceder: se adentraba en un terreno desconocido para eludir la realidad que apremiaba por todas partes, hosca e invasiva. Incluso los beneficios de sus sociedades, cada vez mayores con el transcurso de los años, habían sido un freno para las dificultades de las cosas, hasta el dinero que había guardado cuando llegó a Trieste desde Hannsdorf –sí, de acuerdo, Hanušovice, también Hanušovice– viajando a la ventura, incluso algunos tramos a pie, y trabajando aquí y allá para comer y dormir. Después, en Trieste, una fortuna bastante rápida, un buen olfato para la bolsa y un equilibrio instintivo entre audacia y prudencia, la presidencia de dos o tres sociedades y el consabido matrimonio, con los consiguientes hijos y nietos. El mundo seguía fluyendo generoso en dirección a él y no con las manos vacías, pero poco a poco comenzó a sentir el deseo de encauzarlo, de desviar todo lo posible ese río y de levantar alguna barricada contra la vida que avanzaba. Vender algunas de sus empresas, importantes aunque aún manejables, era soltar amarras y dejar partir la barca, pero sin subir a ella. El palacete de la sociedad de transportes, que hasta unos meses antes le había pertenecido, era también una tranquilizadora barricada.

«Puede usted darme órdenes a mí, pero no a los empleados, ni tampoco a las señoras de la limpieza», le dijo el doctor Dürrer, mirándolo agrio tras sus gafas, que destellaban pequeñas y malignas. Desde que se había producido el traspaso de la propiedad a la sociedad suiza, el doctor Dürrer, nuevo administrador delegado, se preocupaba de recordarle, al verlo llegar todavía a menudo a la oficina, que él solo era el presidente honorario y como tal podía disponer del sillón y de los periódicos, pero no del personal. «Dígamelo a mí, que estaré encantado de complacerle, pero por favor no pida nada a nuestros empleados. Yo estoy muy gustoso a sus órdenes...» Y el doctor Dürrer sonreía con aire cómplice, orgulloso de haber resuelto con un par de frases una posible injerencia embarazosa.

El sol estaba ya bastante alto, las calles comenzaban a animarse. Entre el aleteo de las palomas se oían también graznidos de gaviotas; levantó la cabeza y su mirada se cruzó un instante con los ojos aviesos del pájaro. Cada vez había más gaviotas en la ciudad, levantaban el vuelo desde la escollera y se adentraban entre las casas, en las calles, en los jardines, para rebuscar en las basuras. Qué idiota, el tal Dürrer. Convencido de que él todavía iba a la oficina por el deseo de dar órdenes. Continuaba acudiendo solo por costumbre, porque había ido muchos años, igual que había renovado su abono al Teatro Verdi sin que hubiera disminuido su indiferencia por las óperas, que le parecían todas casi iguales. Ni siquiera creía que lavarse los dientes sirviera para nada, ya que los dentistas seguían ganando un montón de dinero pese al abundante consumo de dentífrico, pero se los había lavado siempre.

Algunas cosas, sencillamente, no se discutían; si dejaba de lavarse los dientes o de ir al teatro, toda la sociedad podría irse al traste. Y él se sentía bien en esa sociedad. No la amaba, eso no, pero la respetaba, tan bien organizada como estaba, con sus acciones, sus títulos, sus dividendos, sus matrimonios, sus teatros y sus cepillos de dientes. Todo era útil, todo ayudaba a mantener lejos las cosas. El mar, por ejemplo, estaba justo detrás de la Bolsa, del otro lado, grande y con sus olas blancas, pero bajo las columnas y el frontón neoclásico de la Bolsa no se veía y no se oía, y así todo iba bien. Era bueno repetir las cosas. Por eso Chiara, su nuera, se equivocaba con esa manía suya de cambiar continuamente las cortinas o las lámparas; se empieza así y a saber cómo se termina.

Puede usted darme órdenes a mí. Suizo idiota. Desde aquel día no había vuelto a pisar su antigua oficina, ni tampoco le había dicho nada, al fin y al cabo aquel tipo no lo entendería. Si algo había detestado siempre era dar órdenes. Era muy feliz cuando, durante el viaje de Hannsdorf a Trieste, sin cruzar ninguna frontera, porque todavía existía el imperio de los Habsburgo y era inimaginable que un día pudiera no existir, se detenía por la noche en algún Bauernhof moravo, preguntaba si había algún trabajo que hacer y le decían que cortara leña o recogiera las hojas secas. Le daban una sierra o un hacha y se ponía manos a la obra. La madera caía al suelo con golpes secos, las virutas se esparcían por todas partes, olía bien y, aunque era invierno y él estaba en mangas de camisa, no tenía frío. Después le daban unas monedas y se marchaba, el mundo era grande y hermoso.

Cuando pasaba la noche en un pajar, se dormía enseguida. Siempre le había gustado dormir, la vida era lo bastante respetuosa como para desaparecer durante un tercio del tiempo: una hora de plácida nada por cada dos horas de fatigas y malentendidos no era un mal contrato. De viaje, se levantaba prontísimo por la mañana; durante un rato, la oscuridad prolongaba aquella feliz nada. Salía, la hierba estaba helada; todavía en la puerta, se bebía un huevo crudo, después se echaba el saco al hombro y carretera. Recordaba las canciones de los afiladores y de los zapateros de Moravia. Canciones alemanas; los alemanes sabían obedecer y cantar, que era lo mismo, decir que sí.

Más tarde fue difícil no mandar, cuando adquirió y después amplió la empresa de ferretería, la sociedad de construcción o la de transportes, abrió filiales y nombró jefes de oficina y directores, invirtió cada vez más dinero en iniciativas cada vez más ambiciosas. Pero también entonces, con cierta astucia, se las había arreglado. Al principio simplemente había pedido opiniones a quienes lo rodeaban, qué acciones comprar o vender, en qué especulaciones arriesgarse. Escuchaba el parecer de los demás, gente que llevaba mucho tiempo en ese mundo, le daba vueltas y vueltas hasta que los otros terminaban por creer que la idea había sido suya, que él había elaborado las previsiones que anticipaban determinados movimientos del mercado, con la satisfacción de los pocos que los habían presagiado. Lo mismo, pero a mayor escala, había sucedido más tarde con los administradores y consejeros de sus sociedades. Había bastado un poco de habilidad y sobre todo un tono expeditivo y firme para que no se dieran cuenta de que muchas veces habían sido ellos los que le habían sugerido las decisiones y las medidas que al final él imponía seco e imperioso. Y ellos no se habían dado cuenta, llenos como estaban de respeto y consideración –casi de aprensión, a juzgar por las caras tensas–, que esperaban que él tomase las decisiones sin admitir réplicas posteriores. Mandar, incluso con sequedad, era tal vez el único modo de mantener a distancia la jauría feroz que te asedia por todas partes –ataques explícitos o velados, peticiones de toda clase, incluso benévolas–; una multitud que pide, que invita, que escribe, telefonea, ofrece y pretende. Solicitudes de ayuda, elogios y quejas, obligación de ir a una cena o a una exposición, propuestas y proyectos, cumpleaños, aniversarios, funerales, bodas, fiestas a las que no se puede faltar, flamantes iniciativas que apoyar..., y todo para impedirle andar por las calles un poco a su aire, sentarse en un banco. Mandar era una forma de ir al grano sin hacer ruido, despedir personal y quedarse en paz. A pesar de que mandar de aquel modo no era agradable en sí mismo, no estaba mal haber aprendido bastante rápido esa forma de defenderse.

 

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Traducción de Pilar González Rodríguez.

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Tiempo curvo en Krems


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