27/07/2023
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MADRUGADA

gonosznak látszott, pedig csak öreg volt1

ANNA T. SZABÓ

 

1. «parecía malvada, aunque solo era vieja». (Traducción gene­rosamente cedida por Yvonne Mester.)  

 

La oscuridad era morada y bulliciosa, opaca, grana y azul a un tiempo, zumbadora, pecosa, ciega, espesa, hon­da y brillante a la vez. Estaba infestada de gusanos, de ra­mas, de temblores, de venas y de manchas indiscernibles que eran las paredes barrigudas de una habitación, el techo, una cama, una mesita de noche, una cómoda, una puerta y una ventana. Las tinieblas crepitaban. Se agitaban, mur­muraban. Roncaban. El ronquido era nasal, mortecino y ás­pero. Crujía, engullía y se ahogaba. El bramido manaba de la cama, del bulto que dormía en medio. Una mujer vieja. Corpulenta. Bernadeta tenía los ojos cerrados, los párpados de lagartija, sin pestañas, la boca abierta, los labios de color lila desvaído, y el pelo grasiento y largo, esparcido por la al­mohada. Era fea. O eso creía la otra mujer, Margarida, que estaba sentada a su lado en una silla de mimbre, con las ma­nos juntas en el regazo, dando vueltas a los pulgares.

En la cama, Bernadeta tragó una vaharada tosca de aire, abandonó un resuello ronco a medias y dejó de respi­rar. Fuera se oyó el canto de una lechuza y después, silen­cio. Margarida detuvo los pulgares. Estiró el cuello, obser­vó a la vieja y, por un momento, creyó que ya estaba. Que era el fin. Pero la sima oscura de la boca de Bernadeta sus­piró, inhaló y reanudó el runrún. Y Margarida volvió a apoyar la espalda en el respaldo de la silla y siguió girando los dedos. Era una vieja canija con cabeza de gorrión, ojos severos, boca inflexible, mejillas secas, cuello enjuto y hom­bros caídos. Y rezaba. Llevaba rezando toda la noche, po­bre Margarida. Porque el Señor manda rezar y hacer re­zar. Pero como Margarida no podía hacer rezar, porque la lengua de sus parientas, las que tenían, era un terrón inca­paz de decir nada bueno, rezaba ella. Con la esperanza de que, si rezaba mucho, tarde o temprano Dios la escucharía. Y la distinguiría entre tanto pecado y tanta pecadora. La acunaría entre sus brazos paternales y diría que no tendría que haberla desamparado nunca, «hijita», que Margarida era buena y era santa y que quedaba perdonada. Perdona­da por todo lo que había hecho ella y todo lo que habían hecho las demás.

Primero rezaba por los ausentes. Por los que se habían ido y no habían vuelto. Por su marido, Francesc. Por sus hijos, Bartomeu, Esteve y Guilla. Y por su padre, Bernadí. Por Martí el Tendre y Martí el Coix no rezaba porque no tenían nada que ver con ella. Después, por las mujeres de la familia. Por su madre, Joana, aunque fuera mezquina, y por su hermana Blanca, aunque fuera una desviada. Por su sobrina Àngela, aunque fuera un despilfarro rezar por Àngela, y por su sobrina nieta Dolça, aunque Dolça ten­dría que haberse podrido en el infierno y que la hubiesen oído gritar debajo de las piedras por ser hija de quien era. Y hasta rezaba por Elisabet, aunque no fuera familia suya, porque cada padrenuestro que rezaba por ella contaba por tres. También rezaba por Bernadeta. Pero a la vieja, que dormía como una fruta podrida caída del árbol, sobre todo la vigilaba. Porque Margarida quería estar ahí cuan­do Bernadeta se muriera. Quería verlo. Quería ver cómo se le negaban la salvación y la gracia divina por haber an­dado tantas veces con el diablo.

Margarida había esperado la muerte con ilusión. La suya propia. Se había figurado el tránsito como un estalli­do luminoso, un espasmo de gloria, un gozo definitivo, un éxtasis asfixiante al son de los laúdes y las trompetas de un ejército de ángeles. ¡Aleluya! ¡Alabados sean los desig­nios del Altísimo! ¡Gloria a Nuestro Creador! Se lo había imaginado tantas veces que era como si hubiera sucedido. Las puertas del Cielo se abrían a su paso. Los querubines cantaban. Tenían la boca sonrosada y carnosa, las mejillas de terciopelo, los ojos húmedos de júbilo. Iban descalzos y llevaban corona de oro y túnica de seda, sujeta al pecho con hilos de oro también. Y en medio de los ángeles se en­contraba el Señor. Dios Nuestro Señor, que tenía la cara igual que la de Francesc, con un hoyuelo en mitad de la barbilla, y las manos ásperas y llenas de anillos, y que le tomaba el rostro para besarla como la besó su marido el día en que se casaron. «Bienvenida a la Gloria», le decía. Y entonces, cuando, entre la luz fulgurante que da la ale­gría, Margarida volvía a distinguir la boca del Señor ante sí, los ojos del Señor como dos cucharas, Él la miraba tan de cerca, tan pegado, que veía todas las cosas de más que la pobre mujer había tenido que vivir, y lloraba lágrimas que parecían de leche.

Pero ¡ay, hijas mías, qué desengaño! Porque cuando Margarida se murió, con las manos juntas, con las uñas rosadas primero y blancas después, con la boca abierta y los ojos nublados que ya divisaban el júbilo eterno, pre­parada en cuerpo y alma, jadeando, anhelante y entrega­da, no hubo querubines ni trompetas, ni estallido lumi­noso, ni espasmo de gloria, ni gozo definitivo, ni éxtasis asfixiante. Solo un corro de mujeres sucias y desabridas. Grotescas y ordinarias. Tal cual. Tan triste como suena. Porque cuando el corazoncito de tres cuartos de Margarida dijo ¡basta!, desfallecido, hecho un nudo, ¡se acabó, adiós muy buenas!, la rodearon sus parientas. Y, en vez del Cie­lo y los ángeles y las manos de Dios enjugándole las lá­grimas, su madre, Joana, como una yegua desdentada, su hermana Blanca, que fue la única a la que se alegró un poco de ver, aunque no mucho, su sobrina Àngela, cuya expresión de jabalí la muerte había respetado, y Elisabet, a la que, si Margarida no hubiera tenido los sentidos tan débiles y aturdidos, le habría arrancado todo el pelo de la cabeza, la rodearon. Pero ¡estaban muertas! Las cuatro. Santa Madre de Dios, algunas hacía muchos años que ha­bían muerto. ¡Almas condenadas! Margarida se revolvió sin poder decir nada, de lo espantada que estaba. Aunque, de todos modos, tampoco la habría oído nadie, porque las mujeres gritaban, «¡Margarida, Margarida, MARGARI­DA!», mientras la levantaban por las axilas y se reían, y su madre le sonreía enseñando los huecos de los dientes y le decía, «¡Bienvenida, Margarida, bienhallada!», como si fuera el mismísimo demonio abriéndole las puertas del infierno. La pobre Margarida, caliente todavía, las miró con unos ojos como piñones, ¡eran escalofriantes, espan­tosas!, todavía más feas de lo que recordaba, y pensó que estaba soñando, que no podía ser, que no se había muer­to, que no era así, que no era eso, de ninguna manera, no, no, no, por favor, Señor, por favor, por el amor de Dios, por la Virgen y por todos los ángeles y todos los santos.

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Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera

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Te di ojos y miraste las tinieblas

 

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