01/04/2025
Empieza a leer 'Sobrevivir al diseño' de Marta Cerdà

 

Cuando el ser humano deja de crear, deja de vivir.
LEWIS MUMFORD

 

1. El oficio

Lo más probable es que se hayan deshecho en unas pocas décadas. Pero no puedo dejar de imaginarme catálogos de supermercado medio desintegrados y descoloridos, ya restaurados, en la vitrina de un museo arqueológico dentro de dos mil años. Estos instrumentos tienen un lenguaje visual propio, son geniales –¡sí!– y están repletos de detalles. Lo supe por casualidad. Un amigo me trajo uno del Japón y es curiosísimo ver cómo la belleza florece inconsciente y con alegría cuando no se entiende nada de nada. Ni de los productos ni de lo que se dice. Nada. Las formas extrañas se revelan al ojo, como se revela al oído un idioma que no comprendes. Tal vez expongan los rótulos del señor Francisco Epelde (antiguo dependiente y espléndido rotulista accidental autodidacta de las ofertas del colmado Lafuente de la calle Ferran de Barcelona), o quizá habrá un catálogo de Ikea de 1997 o el último folleto del súper de turno que que acaban de embutirte en el buzón. O quizá expondrán esas fotocopias que la gente pega con celo a las farolas y que tienen unas pequeñas tiras para llevarse el número de teléfono del anunciante sin necesidad de apuntarlo en ninguna parte. Este diseño, tan tremendamente ordinario como ingenioso y anónimo, se funde silenciosamente entre el rebaño humano. Y es magnífico. Qué cosa tan básica. Tan simple y tan fácil de hacer. Y es que no hace falta un gran despliegue estilístico para impresionar al mundo. Hay cosas que son de una simplicidad tan imponente que no necesitan de artificios.
Los diseñadores somos los continuadores de un camino que iniciaron los artistas, artesanos y calígrafos de la antigüedad, al dar forma a las imágenes, los objetos y la escritura. Y dentro de dos mil años, si todavía no nos lo hemos cargado todo, quizá nos tengan a artistas, artesanos, calígrafos y diseñadores, juntos y revueltos, en ese mismo museo imaginario. Y a saber qué dirán.
Para dedicarse al diseño tampoco hace falta tener una gran militancia vocacional. Se puede hacer a medias, sin ganas ni entusiasmo. Forzado por las circunstancias. De hecho, en este mundo hay tantos tipos de diseño como de diseñadores y de productos. Incluso los más apasionados transitamos por la astenia profesional de vez en cuando. También por el desencanto y la victimización. Sin embargo, apreciar el diseño pide atención hacia todas sus formas, sean más o menos populares, más o menos elitistas, se hayan hecho con más o menos gracia o vocación.
En este libro hablaré del diseño como un oficio: no en oposición a su profesionalización, sino como una forma de artesanía 2.0. Y como una forma de arte. Pero considerar el diseño como un oficio tiene sus inconvenientes. Y no son menores. El primero y más importante es el tiempo. El tiempo del oficio es un tiempo desafiantemente lento que hay que ir royendo con paciencia –nunca con calma–. Es un tiempo de turbulencias, de ensayo-error. De lucha. Sin una tabla de mandamientos a la que agarrarte, te quedas al amparo de la intuición y de una experiencia que no dibuja fórmulas seguras. No hablo de una anarquía absoluta. Aprendemos interiorizando las normas que rigen este mundo visual nuestro. Y eso ha sido gracias a diseñadores, artistas, psicólogos, matemáticos, escritores y científicos que generosamente han compartido su experiencia a través de teorías del color, de la composición, de la comunicación, de la percepción, del pensamiento, etcétera. Dónde estaríamos sin la Gestalt y sus leyes sobre la percepción, sin Goethe y su teoría del color o sin Euclides y su inmortal proporción áurea. No obstante, también diseñamos a partir de nuestra mirada, ligada a nuestra experiencia. Por eso, el contexto atraviesa el diseño por las entrañas. Y también por eso se introdujo la práctica en el aprendizaje académico ya en la propia Bauhaus –la primera escuela de diseño– a principios del siglo XX.
Y, con el tiempo como elemento vertebrador, el diseño pone más a prueba la actitud que las habilidades. Aprendemos, sobre todo, trabajando. Equivocándonos. Observándonos las heridas. Y es preciso saber asumir las derrotas. Porque el batacazo, cuando llega –y llega siempre y para todos–, puede ser catastrófico para nuestro delicado ego. Pues el tiempo es muy puñetero. Mientras te va pasando lentamente la mano por la cara, te va advirtiendo que nunca aprenderás lo suficiente. Que no hay universidad, IA, curso ni manual que haya resuelto aún la gran ecuación. Que ni el propio tiempo es garantía de nada. A veces puede llegar a ser agotador. Milton Glaser (I♥NY, el cartel para Bob Dylan de CBS Records, New York Magazine), con casi ochenta años, en el gran documental de Hillman Curtis –que vale la pena ver–, contaba: «De lo que me considero afortunado es de sentir que las cosas todavía me sorprenden, y me da la impresión de que esa es la gran ventaja de dedicarse al mundo del arte». Fijaos en que Glaser sustituyó aquí, sin complejos ni falsa modestia –como debe ser–, la palabra diseño por arte. Glaser continúa diciendo: «... en el que nunca desaparece la posibilidad de aprender, en el que básicamente tienes que admitir que nunca lo sabrás todo». Y al final eso es justo la gracia y la desgracia del asunto.

 

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Traducción de María Alonso Seisdedos

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Sobrevivir al diseño

 

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