27/09/2021
Empieza a leer 'Serge' de Yasmina Reza
La piscina de Bègues data de los años veinte o treinta. No había puesto los pies en una piscina desde que iba al instituto. Parece que es obligatorio el uso de gorro de baño. Me había llevado el bonete del spa de Ouigor, que todavía guardo. Antes de entrar en las duchas un tipo me dice: caballero, no puede entrar en la piscina así.
– ¿Por qué?
– Lleva bañador de tela.
– Pues claro.
– Tiene que ser de licra.
– Me he bañado en todas partes con este bañador y nunca nadie me ha dicho nada.
– Aquí tiene que ser de licra.
– ¿Y qué quiere que haga?
Me dice que vaya a ver al tipo de los vestuarios. Le explico mi problema al tipo de los vestuarios. Me parece un poco anormal, como esa gente que a veces se ve regulando el tráfico delante de los colegios. Voy a ver qué tengo, dice. Me trae un bañador negro y marrón. Una 56, talla Depardieu. Me va a ir grande, digo. Tengo otro más pequeño. Me enseña uno verde. De alquiler, a dos euros. Este servirá, digo mientras me veo como hace treinta años.
Mando a Luc a bañarse. En los vestuarios me quedo en pelotas, empiezo a ponerme el bañador y me digo: mierda, puede que este bañador no lo hayan lavado nunca. Decido esconderme el pito. Tiro de la piel para reducir la exposición del glande y enrollo el conjunto en forma de caracol. En resumen: lo convierto en un clítoris. Luego me subo el slip, que es una especie de faja, y me lo ajusto calzándome bien las partes entre las piernas. De pronto, por encima del bañador asoma un flotador blanquecino y blando. Soy yo. Mi tripa se desborda. Voy a dejar el pan. Y quizá también el vino. Paso por la ducha, desde donde veo de refilón a Luc chapoteando con sus manguitos en el pediluvio. Pero ¡¿qué demonios hace en esa pileta llena de hongos y miasmas?! El pediluvio mide dos metros y medio de largo, lo cruzo como una zancuda para evitar meter los pies dentro. Saco al crío, que quiere quedarse. Para él es una piscina pequeña, para mí es el Ganges.
En el agua, trato de enseñarle a nadar. Tiene nueve años, a su edad los niños saben nadar. Le enseño oración, submarino, avión, pero le importa un rábano, lo que quiere es jugar. Va arriba y abajo, se tira, salta, se medio ahoga. Lo saco del agua, parece una rata, con ese diente torcido. Se ríe. Tiene todo el rato la boca abierta. Le hago señas para que la cierre cuando está lejos de mí. Me imita para complacerme, entrecierra los ojos, aprieta bien los labios y prosigue con la boca abierta como un buzón.
En la calle le he explicado cómo se debe cruzar. He descompuesto el movimiento: ANTES de cruzar, miras a la izquierda, luego miras a la derecha y vuelves a mirar otra vez a la izquierda. Lo hace todo bien, imitando mis gestos con una lentitud inaudita. No cree que esos movimientos tengan una función, simplemente cree que contonearse y retorcer el cuello son la clave para cruzar. No entiende que es para ver los coches. Lo hace para ser amable conmigo. Igual que con la lectura. Lee bien, pero a menudo sin entender nada. Le digo: tienes que respetar los puntos, cuando veas un punto, para y respira. Hace un intento en voz alta. El mayor se quedó con el molino, el segundo con el burro y al más pequeño solo le tocó el gato. ¡Punto!, digo. Se para. Toma aire, respira hondo y espira largamente por la boca. Cuando continúa: Este último se lamentaba de su mísera herencia, ya nadie sabe de qué está hablando.
A veces lo llevaba por la mañana al colegio, él entraba en el patio y se ponía a jugar solo. Hacía el tren. Daba saltitos mientras simulaba el ruido, chu chu chu, sin relacionarse con los amigos. Yo me quedaba un rato apartado, mirando por la verja. Nadie le decía nada.
Me cae bien este crío. Es más interesante que otros. Nunca he sabido a ciencia cierta quién era yo para él. Durante un tiempo me vio en la cama de su madre. Si guardo un vínculo con Marion es para no perderlo a él. Pero eso no creo que él lo sepa. Y quizá tampoco sea totalmente cierto. Me tutea y me llama Jean, que es mi nombre. Pronunciado por él parece aún más corto.
¿Si su madre se preocupa por él? Marion cree que comprando toda clase de productos, pasamontañas, pañuelos, mercromina, antimosquitos, antigarrapatas, antitodo, lo está protegiendo de la vida. Rasgo que comparte con mi madre, dicho sea de paso. Cuando nos mandaban a Serge y a mí a Corvol, a los campamentos de verano judíos, mi madre nos obligaba a ir con una mochila de ciento diez kilos. Una enfermería entera. Fue el año de las víboras. Siempre era el año de las víboras.
Desde hace algunas semanas Marion está enamorada de otro hombre. Me alegro por ella. Un tipo sin blanca en trámites de divorcio. Ella paga todo, los restaurantes, el cine, le hace regalos. Se admira de la naturalidad con la que él acepta esta situación. No se anda con remilgos, dice. Es muy libre. Muy masculino, en el fondo. Por supuesto, digo.
Marion me agota. Es la clase de chica con la que, en cuestión de un segundo, todo puede convertirse en un drama por nada, por una nimiedad. Una noche, después de una agradable cena en un restaurante, la acompañé a su casa en coche. Aún no había llegado al final de la calle cuando me sonó el móvil.
– ¡Me han atacado en el vestíbulo!
– ¿Que te han atacado? ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– ¡Si acabo de dejarte!
– Has arrancado en cuanto he cerrado la puerta del coche.
– ¡¿Y te han atacado?!
– Ni siquiera has esperado a que entrara en el portal, te has ido pitando como si tuvieras prisa por dejarme.
– ¡Qué va!
– ¡Sí!
– Perdona, no me he fijado. Marion, ¿te han atacado o no?
– Eso es justamente lo que te echo en cara. Que no te fijas. Que te da igual.
– Para nada.
– Aún no he abierto siquiera la puerta de la calle y tú arrancas sin mirar. Me doy la vuelta para decirte adiós con la mano ¡y lo único que veo es tu nuca a diez metros!
– Lo siento. No te vas a poner a llorar...
– Sí.
– ¿Ahora dónde estás?
– En el vestíbulo.
– ¿El agresor se ha ido?
– ¡Muy gracioso!
– Marion...
– ¿No te das cuenta de lo humillante que es? Una se da la vuelta sonriente para decir adiós con un gesto cariñoso ¡y el tipo se ha largado sin mirarte, sin comprobar, y es lo mínimo en plena noche, que has llegado a tu casa sin contratiempos!
– Tienes razón. Va, ahora sube a tu casa...
– ¡Aunque solo fuera por educación!
– Desde luego.
– ¡Dejamos el paquete y nos largamos!
– Tendría que haber esperado, es verdad.
– Y haberme dicho adiós con un gesto amable de la mano.
– Sí, haberte dicho adiós con un gesto amable de la mano, sí.
– Vuelve y hazlo.
– ¡Estoy en la place du Général-Houvier!
– Que vuelvas, no puedo subir y acostarme así.
– Marion, no seas infantil.
– Me da igual.
– Marion, acabo de perder a mi madre...
– ¡Ya está! ¡Bravo, lo estaba esperando! ¿Y eso qué tiene que ver?
Las últimas palabras de nuestra madre fueron LCI. Esas fueron las últimas palabras de su vida. Cuando cambiamos de sitio la odiosa cama medicalizada y la pusimos justo delante del televisor, mi hermano dijo: ¿quieres ver la tele, mamá? Mi madre contestó: LCI. Nos acababan de entregar la cama y la habían acostado. Murió esa misma noche sin decir nada más.
Ella no quería ni oír hablar de esa cama. Le daba un miedo aterrador. Todo el mundo le cantaba sus virtudes, supuestamente por su comodidad, en realidad porque todos los que se inclinaban sobre la cama habitual, demasiado baja, la gran cama de matrimonio en la que había muerto nuestro padre, acababan con dolor de espalda. Ella ya no se levantaba. Todas las funciones del cuerpo alterado por el cáncer se efectuaban en la cama. Alguien debió de convencernos de que la cama medicalizada era indispensable. La pedimos sin su consentimiento. La trajeron a primera hora de la mañana dos hombres que tardaron una barbaridad en instalarla. La habitación estaba invadida por un arsenal de aparatos médico-electrónicos, ni Serge ni yo sabíamos dónde meternos, completamente superados como estábamos. Cuando la trasvasaron, se dejó llevar sin oponer resistencia. Hicieron algunas pruebas con el mando. Ella estaba allí como aturdida, en las alturas, los brazos colgando, sufriendo las inclinaciones absurdas. Pusieron la cabeza de la cama contra una pared lateral en la que colgaba Vladímir Putin en forma de calendario acariciando a un guepardo. Ya no veía la ventana, su minúscula y adorada parcela de jardín, y miraba al frente con aire agotado. Parecía desubicada en su propia habitación. El calendario era un regalo de una auxiliar de enfermería rusa. Mi madre tenía debilidad por Putin, le parecía que en sus ojos había tristeza. Cuando los dos hombres se marcharon, decidimos colocarla de nuevo en la posición de siempre, es decir, de cara a la ventana y delante de la tele. Había que apartar la cama grande. Primero el colchón, un colchón de los viejos tiempos que resultó ser de una pesadez descabellada, blando y como relleno de arena. Serge y yo lo arrastramos como pudimos hasta el pasillo no sin caernos varias veces. Dejamos el somier apoyado en una pared de la habitación, de pie. Hicimos rodar la cama medicalizada y a mamá para dejarlos de cara a la ventana y al televisor. ¿Quieres ver la tele?, dijo Serge. Nos sentamos a uno y otro lado de la cama en las sillas plegables de cocina. Habían pasado cuatro días desde el atentado del mercado navideño en Vivange-sur-Sarre, LCI retransmitía la ceremonia de homenaje a las víctimas. La corresponsal no hacía más que repetir todo el rato la palabra recogimiento, esa palabra huera y sin sustancia. Después de varios planos de dulces y de cajas pintadas, la misma chica había dicho: La vida se impone de nuevo aunque está claro que ya nada volverá a ser como antes. Menuda gilipollas, dijo Serge, todo volverá a ser como antes. En veinticuatro horas.
Nuestra madre ya no dijo nada más. Nunca. Nana y su marido, Ramos, llegaron por la tarde. Mi hermana, la cabeza apoyada en el hombro de su marido, se exclamó: ¡oh, qué cama tan horrible! Nuestra madre murió esa misma noche, sin haber podido disfrutar de las ventajas del nuevo equipo. Mientras las cosas conservaron su aspecto de siempre, había soportado muchas de las vicisitudes de la enfermedad. Pero la cama medicalizada le cerró el pico. La cama medicalizada, ese monstruo en medio de su habitación, la propulsó a la muerte.
Desde que murió, todo se ha venido abajo.
Ese tinglado hecho a la buena de Dios que es nuestra familia eras tú quien lo mantenía en pie, abu, dijo mi sobrina Margot en el cementerio.
Nuestra madre había mantenido la costumbre de las comidas el domingo. Incluso después de mudarse a su piso en una planta baja en las afueras. En los tiempos de nuestro padre y de París, eran las comidas del sábado, lo cual no alteraba demasiado la atmósfera de pánico e hipertensión. Nana y Ramos llegaban cargados de vituallas extraordinarias, es decir, de pollo de Levallois, el mejor pollo del mundo (el carnicero va a buscarlo personalmente al corral), o de pierna de cordero de Levallois, igualmente incomparable. El resto, patatas fritas, guisantes y helado venía directo, bien congeladito, de Picard. Mi hermano y mi hermana acudían con sus respectivas familias, yo siempre solo. Joséphine, la hija de Serge, venía una de cada dos veces, siempre desquiciada no bien franqueaba la puerta. Victor, el hijo de Nana y Ramos, estudiaba cocina en la escuela Émile Poillot, el Harvard de la gastronomía, según Ramos (él lo pronuncia Harward). Teníamos a la mesa a un futuro gran chef. Le hacíamos cortar la pierna de cordero y aplaudíamos su maestría, mi madre se disculpaba por la mala calidad de los utensilios y la verdura congelada (siempre había aborrecido la cocina, la llegada de los congelados le cambió la vida).
Nos sentábamos a la mesa a toda prisa, con la sensación de estar en un espacio alquilado, de disponer de una veintena de minutos antes de tener que ceder el sitio a un matrimonio japonés. Era imposible desarrollar un tema de conversación, ninguna historia llegaba hasta el final. Reinaba un ambiente sonoro extravagante en el que mi cuñado se encargaba de las bajas frecuencias. Ramos Ochoa es un hombre que convierte el hecho de no estar bajo presión en una cuestión de honor y que te lo hace notar. Con una voz sepulcral y excesivamente ponderada, lo oíamos decir a contratiempo: puedes pasarme el vino, por favor, muchas gracias, Valentina. Valentina es la última pareja de Serge. Ramos nació en Francia pero su familia es española. Son todos de Podemos. Él y mi hermana, no sin orgullo, se las dan de vivir como mendigos. En una de esas comidas, cuando llegó el turno del roscón de Reyes, mi madre dijo: ¿nadie me pregunta cómo me fue la revisión rutinaria? (Había tenido un cáncer de mama nueve años antes.)
Antes había presumido de haber conseguido dos coronas, ya que en las pastelerías no dan más que una. Hubo que meter el roscón en el horno antes de empezar a comer. Quedaba descartado que Valentina, nuestra perla italiana, tuviera que morder un roscón frío. Nana lo había dejado medio carbonizado en la mesa, pero gracias a Dios la figurita seguía siendo invisible. Todos los años nos peleábamos, mi madre hacía trampas para que le cayera la figurita a un niño y los niños se peleaban entre ellos. Un año en que no le tocó la figura, Margot, la hermana pequeña de Victor, tiró el plato con su trozo de roscón por la ventana. Ahora ya solo había adolescentes y viejos, salvo el hijo de Valentina, de diez años. Se había deslizado debajo del mantel, Nana cortaba los trozos y Marzio repartía los platos.
– ¿Cómo te ha ido la revisión rutinaria?
– Bueno, pues tengo una mancha en el hígado.
Unos meses más tarde, sentado al borde de la cama de matrimonio en la habitación oscura, Serge había dicho: ¿dónde quieres que te entierren, mamá?
– En cualquier parte. Me trae sin cuidado.
– ¿Quieres estar con papá?
– Eso sí que no. ¡Con los judíos no!
– ¿Dónde querrías estar?
– En Bagneux, no.
– ¿Quieres que te incineren?
– Sí, que me incineren. No se hable más.
La incineramos y la metimos en el panteón de los Popper, en Bagneux. ¿Dónde si no? No le gustaban ni el mar ni el campo. Ningún lugar en el que su polvo se hubiera confundido con la tierra.
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Traducción de Jaime Zulaika.
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