08/10/2020
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Recuerdos de infancia

INTRODUCCIÓN

Creo que los recuerdos de infancia de casi todas las personas consisten en una serie de impresiones visuales, muchas de ellas muy nítidas, aunque carentes de cualquier nexo cronológico.

Me parece imposible hacer una «crónica» de la propia infancia: incluso empleando el máximo de buena fe solo se lograría dar una impresión falsa, muchas veces basada en horribles anacronismos. Por tanto, seguiré el método de agrupar los recuerdos por temas, tratando de dar una impresión global en el espacio más que en la sucesión temporal. Hablaré de los sitios en que transcurrió mi infancia, de las personas que la rodearon, de mis sentimientos, cuya evolución no trataré a priori de seguir.

Puedo prometer que no diré nada falso. Pero no querré decirlo todo. Me reservo el derecho de mentir por omisión.

A menos que cambie de idea.
 

En estos días (mediados de junio de 1955) he releído Henry Brulard. No lo leía desde el lejano 1922. Se ve que entonces aún me obsesionaba la «belleza explícita» y el «interés subjetivo»; recuerdo que el libro no me gustó.

Ahora debo dar la razón a quienes casi lo consideran la obra maestra de Stendhal. Hay en él una inmediatez de las sensaciones, una evidente sinceridad, un esfuerzo admirable por despejar las sucesivas capas de recuerdos hasta llegar al fondo. ¡Y qué estilo tan claro! ¡Qué cúmulo de impresiones, tanto más preciosas cuanto más universales!

Querría tratar de hacer lo mismo. Incluso creo que es una obligación. En el ocaso de la vida se impone la necesidad de tratar de recoger el mayor número posible de sensaciones que han atravesado nuestro organismo. Pocos lograrán hacer con ello una obra maestra (Rousseau, Stendhal, Proust), pero todos deberían poder preservar de ese modo algo que sin ese pequeño esfuerzo se perdería para siempre. Llevar un diario o escribir a cierta edad nuestras memorias tendría que ser una obligación «impuesta por el Estado»: al cabo de tres o cuatro generaciones se habría recogido un material precioso, y podrían resolverse muchos problemas psicológicos e históricos que agobian a la humanidad. No hay memoria, por insignificante que haya sido su autor, que no encierre unos valores sociales y expresivos de primer orden.

El interés extraordinario que despiertan las novelas de De Foe reside en que son una suerte de diarios, apócrifos pero geniales. Habéis pensado cómo hubieran sido los auténticos? ¿Imagináis el diario de una alcahueta parisiense de la Régence, o los recuerdos del criado de Byron en su época veneciana?

[Trataré de apegarme lo más posible al método de Henry Brulard, incluso dibujando los «pequeños planos» de las escenas principales.]

Pero no puedo estar de acuerdo con Stendhal a propósito de la «calidad» del recuerdo. Él interpreta su infancia como una época en la que fue víctima de la tiranía y las arbitrariedades. Para mí, la infancia es un paraíso perdido: todos eran buenos conmigo, yo era el rey de la casa. Hasta las personas que después me fueron hostiles, estaban entonces aux petits soins. [La situación económica era boyante: ...porque en esa época mi familia se estaba comiendo alegremente... sino al dinero...]

[Querría dividir esas Memorias en tres partes. La primera, «Infancia», llegará hasta mis años de instituto. La segunda, «Juventud», hasta 1925. La tercera, «Madurez», hasta el presente, cuando considero que comienza la vejez.]

 

LOS RECUERDOS

Uno de los recuerdos más antiguos que puedo situar en el tiempo, porque se refiere a un hecho verificable históricamente, se remonta al 30 de julio de 1900, es decir a un momento en que yo tenía poco más de tres años y medio.

Estaba con mi madre y su doncella (probablemente, Teresa, la turinesa) en el tocador. Era una habitación más larga que ancha que recibía luz por dos balconcitos opuestos, situados en los lados estrechos y que daban, uno al jardincillo angosto que separaba nuestra casa del oratorio de Santa Zita, y el otro a un pequeño patio interior. La mesa de tocador –que tenía forma de haricot, con el plano superior de cristal, bajo el cual se veía una tela rosada, y con las patas ocultas por una especie de falda de encaje blanco– estaba colocada delante del balcón que daba al jardincillo, y sobre ella había, además de los cepillos y otras chucherías, un gran espejo con marco también de espejo decorado con estrellas y otros adornos de cristal que me gustaban mucho.


Era de mañana, alrededor de las once, creo, y veo la intensa luz de verano entrando por la ventana, con los batientes abiertos pero las persianas cerradas.

Mi madre se estaba peinando, ayudada por la doncella, y yo no sé qué hacía, sentado en el suelo en el centro de la habitación. No sé si también estaba con nosotros mi niñera Elvira, que era de Siena, pero creo que no.

De pronto oímos unos pasos presurosos en la escalerita interior por la que se accedía desde el entresuelo donde estaba el apartamento de mi padre, justo debajo de nosotros, y entra sin llamar y dice algo con tono excitado. Recuerdo perfectamente la intensidad de lo que dijo, pero no las palabras ni su significado. 

En cambio, aún «veo» el efecto que producen: mi madre dejó caer el cepillo de plata de mango largo que tenía en la mano. Teresa dijo Bon Signour! y el desaliento invadió la habitación.

Mi padre había venido a anunciar el asesinato del rey Humberto, ocurrido en Monza la noche anterior, el 29 de julio de 1900. Repito que «veo» todas las listas de luz y sombra del balcón, que «oigo» la voz excitada de mi padre, el ruido del cepillo al caer sobre el cristal de la mesa, la exclamación en piamontés de la buena Teresa; «vuelvo a sentir» la zozobra que nos embargó a todos. Pero para mí todo eso está separado de la noticia de la muerte del rey. El significado por decirlo así histórico me fue explicado más tarde, y a él se debe la persistencia de la escena en mi memoria.


Otro recuerdo que puedo identificar bien es el del terremoto de Mesina (28 de diciembre de 1908). El temblor se sintió muy bien en Palermo, pero no lo recuerdo; creo que no interrumpió mi sueño. Sin embargo, «veo» claramente la gran péndola inglesa de mi abuelo, que entonces, incoherentemente, estaba en el salón de invierno: la «veo» parada en la hora fatal de las cinco y veinte, y oigo a uno de mis tíos (creo que era Ferdinando, que tenía locura por la relojería) que me explica que se había parado por el terremoto de la noche anterior. Además, recuerdo que al anochecer, hacia las siete y media, estaba en el comedor de mis abuelos (muchas veces asistía a su cena, porque la mía era más tarde) cuando uno de mis tíos, probablemente el mismo Ferdinando, entró con un periódico de la tarde que decía «Graves daños y numerosas víctimas por el terremoto de esta mañana en Mesina».

[Hablo del «comedor de mis abuelos», pero debería decir de mi abuela, porque mi abuelo había muerto hacía trece meses.]

Visualmente, este recuerdo es bastante menos vivo que el primero, pero en cuanto a «lo que había ocurrido» es bastante más preciso.

Unos días después llegaba de Mesina mi primo Filippo, que había perdido a su padre y a su madre en el terremoto. Fue a vivir con mis primos Piccolo [junto con un primo suyo llamado Adamo], y recuerdo que fui a verlo a casa de ellos un lluvioso y triste día de invierno. Recuerdo que tenía una cámara fotográfica (¡ya entonces!), que había tenido el cuidado de llevarse consigo cuando escapó de su casa en ruinas de la via della Rovere; lo recuerdo en una mesa delante de una ventana, dibujando perfiles de naves de guerra, discutiendo con Casimiro sobre el calibre de los cañones y la posición de las torretas; actitud de distancia ante la horrible desgracia que acababa de sufrir, y que ya entonces fue criticada en la familia, aunque benévolamente se la atribuyera al shock (entonces se decía «impresión») producido por el desastre, y observable, según decían, en todos los mesineses que habían sobrevivido. Posteriormente, se la atribuyó, con más razón, a su carácter frío, que solo se exaltaba ante cuestiones técnicas, como precisamente la fotografía y las torretas de los primeros dreadnoughts.

[En relación con el terremoto de Mesina] también recuerdo el dolor de mi madre cuando unos días más tarde llegó la noticia del hallazgo de los cadáveres de su hermana Lina y de su cuñado. Veo a mi madre sollozando sentada en una gran butaca del salón verde, en la que nadie se sentaba jamás [sin embargo, es la misma en la que «veo» sentada a mi bisabuela], cubierta con una manteleta corta de astracán moiré. [También recuerdo] los grandes carros militares [que] pasaban por las calles recogiendo ropas y mantas para los refugiados; uno de ellos también pasó por la via Lampedusa, y desde un balcón de casa me hicieron dar dos mantas de lana a un soldado que estaba de pie en el carro, casi a la altura del balcón. Era un soldado de artillería, con la gorra azul de orla naranja; todavía veo su cara rubicunda y oigo que me dice, con acento emiliano, «Gracias, chaval». Recuerdo también que se decía que los refugiados, que estaban alojados en todas partes, incluso en los palcos de los teatros, se comportaban entre sí «de un modo muy indecente», y que mi padre decía sonriendo que «quieren reemplazar las bajas», alusión que yo comprendía perfectamente.

De mi tía Lina, muerta en el terremoto (y cuyo fin inauguró la serie de muertes trágicas entre las hermanas de mi madre, ejemplos de los tres tipos de muerte violenta: accidente, homicidio y suicidio), no conservo ningún recuerdo preciso. Venía muy poco a Palermo; en cambio, recuerdo al marido, sus ojos muy vivos, detrás de las gafas, y la barbita entrecana, desordenada.

Otro día ha quedado bien grabado en mi memoria: no puedo precisar la fecha exacta, sin duda muy anterior al terremoto de Mesina; creo incluso que fue poco después de la muerte del rey Humberto. Éramos huéspedes de los Florio, en su villa de Favignana, era pleno verano. Recuerdo que Erica, la niñera, vino a despertarme temprano, me pasó una esponja de agua fría por la cara, y luego me vistió con mucho esmero. Me llevó abajo, salí al jardín por una puertecilla lateral, y después me hicieron subir hasta la galería principal por la que se entraba en la villa; la galería daba al mar, y se accedía a ella por una escalinata de seis o siete peldaños. Recuerdo el sol deslumbrante de aquella mañana de julio o agosto. En la galería, protegidas del sol por grandes toldos de tela naranja que el viento marino henchía y agitaba como velas (oigo los chasquidos) estaban sentadas en sillas de mimbre mi madre, la señora Florio (Franca, la «divina beldad») y otras personas. En el centro del grupo había una señora muy anciana, bastante encorvada y de nariz aguileña, envuelta en velos de viuda que el viento agitaba con furia. Me llevaron ante ella, dijo unas palabras que no entendí, se encorvó aún más y me dio un beso en la frente (por tanto, debía de ser muy pequeño, ya que aun sentada una señora tenía que encorvarse para besarme [en la frente]). Después me sacaron de allí, me llevaron de nuevo a mi habitación, me quitaron las ropas de gala, me pusieron otras más sencillas y me llevaron a la playa donde ya estaban los niños de los Florio y otros; después del baño, nos quedamos bajo el sol ardiente dedicados a nuestro juego predilecto, que consistía en buscar en la arena unos trocitos de coral muy rojo, bastante comunes por allí.

Por la tarde me revelaron que la vieja señora era Eugenia, ex emperatriz de los franceses, cuyo yacht estaba fondeado frente a Favignana, y que la noche anterior había cenado en casa de los Florio (sin que yo me enterase, naturalmente) y durante la mañana había hecho una visita de despedida (a una hora tan temprana como las siete, infligiendo así, con indiferencia imperial, un verdadero suplicio a mi madre y a la señora Florio) y que le habían querido presentar a los retoños. Antes de besarme habría dicho: Quel joli petit!


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Traducción de Ricardo Pochtar.

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En la Tierra somos fugazmente grandiosos

 

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