01/05/2025
Empieza a leer 'Reconocer al extraño' de Isabella Hammad
Gaza no incita a reflexionar fríamente; más bien incita a explotar y a darse de bruces con la verdad.
MAHMOUD DARWISH
La presente conferencia fue pronunciada en la Universidad de Columbia el 28 de septiembre de 2023, dentro del ciclo anual de conferencias en memoria de Edward W. Said que organiza la Society of Fellows y el Heyman Center for the Humanities.
Mientras meditaba qué decir en esta conferencia, me puse a pensar en Edward Said y en el estilo tardío como punto de partida. Entonces volví a leer Beginnings, uno de sus primeros libros. Y entonces llegué a la conclusión de que prefería empezar por la mitad, y más concretamente que quería hablar del nudo de los relatos, de sus giros y puntos de inflexión, que relacionaré con los cambios del relato sobre la lucha palestina en su contexto global.
En la vida es difícil señalar con seguridad dónde se encuentra un punto de inflexión. Como dijo Said acerca de los comienzos – ya sea de los textos, las épocas o las ideas–, el punto de inflexión es también una construcción humana, algo que identificamos en retrospectiva. Recordamos nuestra vida, o repasamos el curso de la historia, y según el carácter del relato particular que estemos contando, decimos: ah, fijaos, así se desarrollaron las cosas, y ese fue el instante fundamental en que cambió todo. Podemos ver estos momentos con toda claridad al mirar atrás; podemos confirmar el significado de acontecimientos pasados con relativa confianza. En Las tempestálidas (2020), la novela del búlgaro Gueorgui Gospodínov, el narrador señala que la historia solo es historia a posteriori. Hablando del principio de la Segunda Guerra Mundial, dice: «Es probable que en 1939 tampoco existiera “el 39”; como mucho, habría mañanas en las que uno despertaba con dolor de cabeza y una rara inquietud». Pero si bien no siempre podemos conocer el significado del momento en el momento, también es verdad que nuestro momento, este en el que vivimos ahora, se vive como de «crisis» crónica: las crisis políticas, económicas y climáticas nos asedian, junto con otras crisis existenciales planteadas por el desarrollo exponencial de la inteligencia artificial y la pesadilla recurrente de la guerra nuclear. La crisis, en tiempo narrativo, debería sugerir la proximidad del fin, aunque en tiempo real el fin sea un horizonte borroso. El flujo de la historia sobrepasa siempre los marcos narrativos que le imponemos. Las generaciones siguen naciendo, y no experimentamos ni el apocalipsis total ni un final feliz con un significado colectivo que vaya más allá de la conclusión de cada vida individual. Sin embargo, este sentido narrativo persiste en nosotros, destellando como un fantasma entre las revisiones del posmodernismo: esperamos una resolución, o al menos esperamos que, en retrospectiva, lo que sentimos como una crisis fuera un punto de inflexión.
La novela – concretamente la europea– fue el terreno en que Said se formó como lector y académico, y una de sus pasiones intelectuales duraderas. La novela fue la lente principal a través de la que veía el mundo, y se encuentra en el núcleo de muchas de las ideas y argumentos que nos legó. Puede que Said haya sido retratado en el discurso popular estadounidense como una figura política radical, pero primero y ante todo fue un estudioso de la literatura. La relación entre las tradiciones europeas de representación, literaria y de otros tipos, y las operaciones del poder imperial fue, en concreto, una relación que nos enseñó mucho a detectar. A pesar de todo, su tema, el tema que amaba, era la novela. No perdía de vista las complejidades de su herencia. Prefería leer el llamado canon de manera «contrapuntística» – un útil término saidiano– en vez de repudiar textos escritos en épocas anteriores por sentimientos retrospectivos de repugnancia, basados en lo que entendía como implicación en sistemas de opresión y dominio. Naturalmente, con el tiempo, él mismo veía cada vez menos esta tradición literaria como un privilegio exclusivo de Occidente, sino más bien como algo compartido por todos, de manera compleja; una tradición permeada por culturas de Oriente y el Sur, y que también habían heredado ellas. En lo que a menudo parecen tiempos cínicos, he encontrado en el compromiso de Said con la ficción la herencia de una especie particular de humanismo estimulante e incluso consolador: un humanismo que puede evolucionar y expandirse más allá de su origen exclusivista, burgués, europeo y en gran parte masculino, y que se arriesga a cruzar fronteras entre culturas y disciplinas; un humanismo al que el ejercicio de la crítica le es muy preciado.
En mi experiencia, quien escribe novelas ha de mantener una conciencia dividida, en diferentes momentos y a diferentes niveles. Por un lado, tenemos que admitir que las novelas son un tipo de entretenimiento, que se encuentra en algún lugar entre el cine y la poesía. Son historias verbales que por lo general tienen un principio, un nudo y un desenlace. Son una forma que surgió en la época de la reproductibilidad técnica y se vende como mercancía, una actividad que hoy tiene mucho más que ver con las marcas registradas y la mercadotecnia que en tiempos anteriores; este hecho resulta particularmente turbador y problemático para el tipo exacto de personas que podrían acabar dedicando su tiempo a leer y escribir novelas. Y, por otro lado, hay una relación entre las novelas y lo que, a falta de una expresión mejor, podríamos llamar nuestra vida espiritual. Hay personas que leen para consolarse o para evadirse; otras para aprender cosas sobre el mundo; otras porque es una ocasión excepcional para estar a solas y concentrado, para no estar trabajando ni consumiendo pasivamente el contenido de una pantalla, sino meditando sobre experiencias ajenas, empleando algunas herramientas de la vida onírica y escuchando atentamente las voces de los demás, de formas que piden su participación imaginativa y que también podrían arrojar luz sobre nuestra propia experiencia de estar vivos en este planeta. Las novelas reflejan la perpetuación del impulso humano de utilizar y experimentar la forma narrativa como medio de dar sentido al mundo. Esto podría parecer obvio. Como persona que procura pasar la mayor parte de su tiempo leyendo y escribiendo novelas, a veces veo que las dos realidades coexisten sin problemas. Pero a menudo me inquieta e incluso me angustia el misterio de qué es lo que los textos producen en el mundo, más allá de proporcionar mero escapismo o torpes intentos de orientación moral, que tampoco creo que sean empleos adecuados del género. Said nos dice que «los textos son mundanos, son hasta cierto punto acontecimientos, e, incluso cuando parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana y, por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan». Puede que esto sea cierto, pero como escritora no me ayuda a reflexionar sobre lo que hago cuando me siento ante el escritorio. Frank Kermode decía que «las ficciones sirven para descubrir cosas, y cambian conforme cambian las necesidades de dar sentido», fórmula que me parece útil para meditar sobre cómo la novela, metamorfoseándose, se esfuerza por ser novedosa, y sobre cómo se relaciona esto con nuestra necesidad de encontrar y crear significados. Pero lo más útil de todo, para mí, es lo que dijo Sylvia Wynter de que la novela es una forma revolucionaria porque «básicamente es un interrogante». Tal vez la persona que escribe no necesite entender del todo lo que su texto producirá en el mundo. Tal vez pueda relajarse un poco. Tal vez baste con formular una pregunta y esperar, tal vez, entrever a posteriori el significado de esa pregunta.
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Traducción de Antonio-Prometeo Moya
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