28/07/2020
Empieza a leer 'Proletkult' de Wu Ming

 

A Severino Cesari,
hacia las estrellas

 

Otra cosa vi, en esta corte milagrosa, digna de contar: un espejo grande puesto sobre un pozo, no muy hondo, y cualquiera que quiere bajar a él, oye todo cuanto se habla en nuestra tierra y si se mira en el espejo, ve todas las ciudades y gentes, como si las hubiera presentes ante los ojos. Porque yo vi en él a los míos, mi tierra, mi casa, mas si ellos me veían a mí no, no lo afirmo por cosa cierta.

LUCIANO DE SAMÓSATA,
Historia verdadera, siglo II d. C.

 

PRÓLOGO

Tiflis, Georgia, Imperio ruso, 26 de junio de 1907

El vendedor de fruta se contoneaba delante de la caravana sosteniendo sobre la cabeza una bandeja con melocotones y cerezas. Los platos de la balanza que llevaba al hombro tintineaban como címbalos, sacudidos por los pasos de una danza grotesca. Cantaba con voz de contralto mezclando idiomas. A Leonid le costó reconocer las palabras rusas, mal pronunciadas.

Koba le había explicado que los vendedores ambulantes de Tiflis no solo vendían fruta. Además de improvisar canciones sobre los sucesos del día, muchos trabajaban para la policía. Observaban y daban parte. Chivaban y delataban por unas monedas.

Hoy podrás contar una historia de lo más interesante, pensó Leonid.

Siguió fingiéndose interesado en el periódico que tenía ante los ojos. Pasó una página, echó un vistazo a los arabescos de un titular en georgiano y alzó la cabeza. Abo seguía delante de la verja del parque; botella en mano, tenía la misma postura de hacía un minuto. También los polis que vigilaban la plaza estaban en su sitio: dos en la puerta del ayuntamiento, cuatro delante del cuartel. Más tranquilo, Leonid vio pasar dos camellos cargados de alfombras, observó las vestiduras de un pope armenio, miró al frutero que tenía detrás: el baile proseguía sin público.

Iba a repetir la misma serie de acciones –pasar una página, mirar de reojo– cuando Abo soltó la botella de vino. El recipiente de vidrio se hizo añicos contra los adoquines. Los gendarmes y los soldados que había en la puerta del cuartel se volvieron, pero enseguida siguieron hablando con dos muchachas, que estaban allí precisamente para entretenerlos.

Kamo, con su bonito uniforme de capitán, empezó a ir y venir por la plaza instando a los transeúntes a que se apartaran y apremiando a los reacios con los brazos abiertos. La venda que llevaba en el ojo le daba un aire torvo y marcial.

Gritó unas órdenes en ruso, como un verdadero oficial, lo que de inmediato imitó el vendedor ambulante, en lo que pareció una pantomima con gritos: 

– ¡Paso! ¡Abrid paso!

Leonid se dirigió a la calle por la que vendrían los coches. «Tres minutos y se acabó», había dicho Kamo.

Oyó los cascos de los caballos y el aire se llenó de polvo. 

Metió la mano en el bolso que llevaba en bandolera. Palpó la manzana, tiró del pedúnculo y esperó.

«La clave del éxito está en la potencia de fuego», había dicho Krasin.

Apareció la primera pareja de cosacos; iban al trote corto y encabezaban el convoy. Envueltos en túnicas negras, decorado el pecho con vistosas cartucheras, llevaban los fusiles apoyados en la silla. Los seguía muy de cerca un bruto leonado que tiraba de un carruaje postal. Con la marcha ligera, los muelles del coche chirriaban. En el pescante iban dos soldados y en el asiento trasero dos pasajeros trajeados con un valioso equipaje de sacos. Seguía a este coche otro parecido en el que iba el resto de la escolta. A ambos lados cabalgaban dos cosacos y otros dos cerraban la marcha. La columna debía traspasar los raíles de tranvía que cruzaban la plaza y doblar por la calle Sololakskaya. Cuando el primer caballo los pasó con las patas delanteras, Leonid empuñó la granada y la lanzó.

Otros doce brazos hicieron lo mismo.

La explosión derribó a Leonid en medio de una nube de humo, gritos y disparos. Una tempestad de cascotes y cristales se abatió sobre la plaza. Leonid se levantó. Estaba cubierto por una sustancia viscosa que no sabía de dónde venía. Se palpó para comprobar que no fuera sangre. Era pegajosa, como jarabe, y olía a fruta. El vendedor ambulante yacía boca abajo, con la cabeza apoyada en la bandeja como en un cojín. Leonid se guareció tras una esquina.

Un amasijo de madera y caballos ocupaba el centro de la explosión. Una pata se agitaba en el aire, única señal de vida en el extraño monumento ecuestre. Los hombres del convoy debían de estar muertos o sepultados bajo los restos. Los guardias tenían en el pecho más plomo que aire. Según el plan, Leonid debía huir por las callejuelas del bazar, cambiarse de ropa en un baño turco y acudir a la estación. Pero los camaradas que debían apoderarse del botín no aparecían. Se preguntó qué hacer.

Le respondió un relincho. El animal que tiraba de la diligencia blindada sacudió el hocico y se puso en pie. Un disparo de M91 le hizo arrancarse como si estuviera en un hipódromo. La diligencia, aunque desvencijada y sin una rueda, lo siguió a una velocidad sorprendente, como si fuera un trineo que se deslizara por una placa de hielo.

Leonid se lanzó en su seguimiento, pero el camarada Besha optó por una solución más drástica. Siguiendo la consigna, él no había lanzado su bomba con los demás, la había reservado por si algo salía mal.

La segunda explosión embistió a Leonid con mucha más fuerza que la primera.

Algo lo golpeó en la frente. El aturdimiento lo obligó a apoyarse en la pared. Se vio rodeado por lo que parecía un enjambre de grandes mariposas verdes, rojas y azules. Quiso ahuyentarlas con el brazo y atrapó una. Era de papel. Era un ejemplar nunca visto. Era un billete de quinientos rublos. Recogió unos cuantos, se los guardó en el bolsillo y se mezcló con un grupo de personas que huían. En los oídos le retumbaba un eco que parecía producido por otras explosiones. No sabía a qué se debían aquellos truenos, pero se convenció de que el enemigo había emplazado artillería en el tejado de los edificios.

El cerebro le bailaba en el cráneo como baila un dedo de agua en una botella y con cada movimiento la vista se le nublaba. Por suerte las piernas lo dirigían sin vacilar. Brincaban cuerpos, sorteaban obstáculos, pedían a los brazos que les abriera camino, a derecha e izquierda, caer y levantarse, salir del laberinto de la ciudad vieja antes de que se hundiera bajo el peso del cielo.

Llegó al puente y se detuvo ante la multitud que lo bloqueaba. Apoyó las manos en las rodillas y escupió arena y trozos de diente. Se quedó mirando la saliva que se filtraba por entre las piedras como si en ella quisiera leer el futuro.

Tras él, mientras, iba llegando y apiñándose más gente, que chocaba con él y lo esquivaba, hasta que la corriente humana lo arrastró; en la otra corriente, la del río, nadaban un par de cisnes.

Las voces lo confundían; algunos hablaban de un atentado anarquista; otros, de cañones, avalanchas, terremotos y guerra.

En la otra orilla, la masa de gente se dispersó por la maraña de calles. Los gritos se desvanecieron como si el agua separase dos mundos.

La calma repentina desorientó al fugitivo. Se sentó en un banco de madera que había adosado a la pared de una casa. Tenía la garganta seca y quiso bajar al río a refrescarse, pero el cuerpo no lo obedeció. Se quedó quieto, con los brazos en el regazo, mirando a un gato que se lamía.

Que se lamía.

Que se lamía.

Cuando terminó de limpiarse, el animal se lanzó a perseguir una lagartija. Leonid reaccionó. Llevaba allí mucho tiempo y los toques de un reloj lo confirmaron. Tenía que darse prisa.

Observó puertas y edificios hasta que reconoció una sombrerería, o, mejor dicho, un sombrero que había en la tienda: un enorme papaja de lana blanco que colgaba de la pared. Había pasado por aquel cruce. Y como solo conocía de Tiflis lo que Koba le había enseñado con vistas a la acción, supuso que iba bien, camino de la estación, donde lo esperaba el tren a Bakú. La memoria no lo ayudaba, pero tenía la impresión de que la meta no estaba cerca. Temía derrumbarse antes de llegar y decidió alternar carrera y paso ligero. Dar cincuenta zancadas corriendo y treinta andando, ocupar la mente solo en contar, reducir el cuerpo a piernas y pulmones.

Llegó a la plaza de la estación con treinta y dos series de aquella marcha, sudado, sucio y dolorido como después de la batalla de Chemulpo.

El silbido del tren no le dejó recobrar el aliento. Entró corriendo en la estación, cruzó el vestíbulo y llegó a la vía al mismo tiempo que la locomotora. El chirriar de los frenos le perforó los oídos ya heridos, pero aun así creyó oír una voz que lo llamaba. Miró a un lado y otro, frenético, sin saber de dónde venía aquella voz. Lo cogieron por la muñeca y lo guiaron.

– Vamos –le ordenó un hombre, elegante y pulcro como un figurín. Era Koba, pero con un timbre distinto.

Leonid lo siguió al interior del vagón. Se quedaron en el pasillo, sin entrar en ningún compartimento.

– Al menos podías haberte lavado la cara –le dijo el georgiano–. ¿No tenías que cambiarte en un baño turco?

– Los japoneses... –murmuró Leonid, pero no pudo seguir. Estaba confundido. Los sucesos de aquella última hora se le habían desvanecido y afloraban nítidamente recuerdos lejanos.

El tren partió.

Koba siguió hablando, pero Leonid no entendió lo que decía, porque lo distraían visiones absurdas. Sabía perfectamente que la guerra con Japón había acabado hacía tiempo, pero no podía evitar ver a los soldados del Sol Naciente bombardeando la ciudad de Tiflis desde la cumbre del monte Mtasminda. Empezó a frotarse las sienes, quería ahuyentar el dolor de cabeza y las alucinaciones.

– Abo me ha contado lo del contratiempo –dijo Koba–. Pero parece que Kamo ha podido escapar de los cosacos.

– ¡Los cosacos! –asintió Leonid, que, en medio de una migraña cada vez más fuerte, empezó a recordar detalles de lo que acababa de vivir: los coches del banco, el vendedor ambulante, los sacos de billetes, el caballo moribundo.

– Prepárate –le ordenó el compañero.

El tren empezó a reducir. Por la ventanilla vio Leonid que el convoy, que describía una amplia curva, enfilaba un túnel.

– Ahora –dijo Koba y Leonid lo siguió.

El georgiano abrió de un tirón la portezuela del vagón, se asomó y saltó.

Leonid saltó también y sus huesos maltrechos no agradecieron el aterrizaje.

Era un prado yermo, entre la orilla de un río y los primeros árboles de un bosque. Cerraban el horizonte unas montañas majestuosas y deshabitadas.

 

* * * 

Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.

* * *

 

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