26/07/2023
Empieza a leer 'Primer amor, últimos ritos' de Ian McEwan

FABRICACIÓN CASERA

 

Parece que lo estoy viendo, nuestro cuarto de baño, demasiado estrecho, demasiada luz, y Connie, con una toalla sobre los hombros, llorando sentada al borde de la bañera mientras yo lleno el lavabo de agua caliente y silbo –de excelente humor– «Teddy Bear» de Elvis Presley; lo recuerdo, nunca me fue difícil recordar, pelusa de la colcha acanalada arremolinándose sobre la superficie del agua, pero sólo últimamente me he dado plena cuenta de que si éste fue el final de un determinado episodio, suponiendo que los episodios de la vida real tengan algún final, Raymond llenó, por así decirlo, el comienzo y la mitad; y si en los asuntos humanos no hay episodios, habría que insistir en que esta historia es sobre Raymond y no sobre la virginidad, el coito, el incesto y la masturbación. Empezaré, pues, por deciros que, debido a razones que no se aclararán hasta mucho más adelante –habréis de ser pacientes– tiene gracia que fuera precisamente Raymond quien quisiera alertarme sobre mi virginidad. Raymond se me acercó un día en el parque de Finsbury y, conduciéndome hasta unos arbustos, se puso a doblar y reenderezar misteriosamente un dedo delante de mis narices, sin dejar de mirarme fijamente. Yo le miré, inexpresivo, tras lo cual doblé y estiré a mi vez el dedo y supe que estaba haciendo lo adecuado, porque Raymond sonrió abiertamente.

–¿Te das cuenta? –dijo–. ¡Te das cuenta!

Asentí, contagiado por su regocijo y en la esperanza de que me dejara solo para poder doblar y estirar el dedo y llegar por mis propios medios a desentrañar en lo posible su asombrosa alegoría digital. Raymond me asió por las solapas con inusitada intensidad.

–Bueno, ¿qué me cuentas? –bufó.

Tratando de ganar tiempo, volví a doblar y estirar lentamente el índice, frío, seguro, de hecho tan frío y tan seguro que Raymond contuvo el aliento y se puso rígido siguiendo el movimiento. Me miré el dedo estirado.

–Depende –dije, mientras me preguntaba si habría de descubrir en el curso del día de qué estábamos hablando.

Raymond tenía por entonces quince años, uno más que yo, y aunque yo me consideraba intelectualmente superior –lo que me obligaba a simular que comprendía el significado de su dedo–, quien sabía cosas era Raymond, y Raymond era quien dirigía mi educación. Raymond me iniciaba en los secretos de la vida adulta, que él comprendía intuitivamente aunque nunca del todo. El mundo que me mostraba, con todos sus fascinantes detalles, secretos y pecados, ese mundo donde venía a ejercer la función de maestro fijo de ceremonias, nunca llegó a sentarle muy bien. Conocía ese mundo bastante bien, pero el mundo –por así decirlo– no lo conocía a él. Por ello, si Raymond conseguía cigarrillos, el que aprendía a tragarse el humo, hacer anillos y proteger la cerilla del viento con las manos como una estrella de cine era yo, mientras él se ahogaba y titubeaba; más adelante, cuando Raymond se hizo con un poco de marihuana, fui yo quien terminó por colocarse hasta la euforia, mientras Raymond confesaba –cosa que yo nunca hubiera hecho– no sentir nada. Igualmente, aunque era Raymond quien, gracias a su voz profunda e indicios de barba, nos abría las puertas de las películas de terror, después se pasaba la película tapándose las orejas y con los ojos cerrados. Algo realmente notable, dado que en un mes nos vimos veintidós películas de terror. Cuando Raymond robó una botella de whisky en un supermercado con el fin de introducirme en los secretos del alcohol, mi risita de borracho duró las mismas dos horas que sus ataques convulsivos de vómitos. Mis primeros pantalones largos habían pertenecido a Raymond, que me los había regalado cuando cumplí trece años. Instalados en Raymond se detenían, como toda su ropa, cuatro pulgadas por encima de los tobillos, se abultaban por las caderas, hacían bolsas por la ingle; y ahora, cual parábola de nuestra amistad, me quedaban como hechos a la medida, tan bien, tan cómodos de llevar que no me puse otros en un año. Todo ello sin olvidar las emociones del robo de tienda. La idea, tal como me la expuso Raymond, era bien simple. Entrabas en la librería de Foyle, te llenabas los bolsillos de libros y se los llevabas a un comerciante de Mile End Road que te pagaba gustosamente la mitad de su precio de costo. Para la primera ocasión tomé prestado el abrigo de mi padre, que arrastraba majestuosamente por la acera al caminar. Me reuní con Raymond frente a la tienda. Iba en mangas de camisa porque se había dejado la chaqueta en el metro, pero estaba seguro de que podía arreglárselas sin chaqueta, así que entramos en la tienda. Mientras yo embutía en mis numerosos bolsillos una selección de delgados volúmenes de prestigiosos versos, Raymond ocultaba en su persona los siete volúmenes de la Edición Variorum de las Obras de Edmund Spenser. Tratándose de cualquier otro, la misma audacia del acto podía haber ofrecido alguna posibilidad de éxito, pero la audacia de Raymond era de precaria calidad, más parecida, de hecho, a una indiferencia completa por las realidades de la situación. El subdirector se puso detrás de Raymond mientras éste recogía los libros de su estante. Ambos estaban de pie junto a la puerta cuando me deslicé por su lado con mi carga, sonriendo con complicidad a Raymond, que aferraba aún los libros, y dando las gracias al subdirector, que me sostenía automáticamente la puerta. Por fortuna, el frustrado robo de Raymond era tan imposible, y sus excusas tan idiotas y transparentes, que el director terminó por dejarlo ir, tomándole generosamente, supongo, por retrasado mental.

Y para terminar, quizás con lo más significativo, Raymond me introdujo en los dudosos placeres de la masturbación. Yo tenía por entonces doce años, aurora de mi día sexual. Estábamos explorando el sótano de un refugio, curioseando por ver si los inquilinos habían dejado alguna cosa, cuando Raymond, tras bajarse los pantalones como para mear, comenzó a frotarse la polla con deslumbrante vigor, invitándome al mismo tiempo a imitarle. Así lo hice, y no tardó en penetrarme un placer cálido e indeterminado que creció hasta convertirse en una sensación flotante y disolvente, como si me fueran a desaparecer las tripas de un momento a otro. Nuestras manos, mientras tanto, bombeaban con furia. Cuando me disponía a felicitar a Raymond por su descubrimiento de tan simple, barata y, aun así, placentera forma de pasar el tiempo, todo ello sin dejar de preguntarme si no podría dedicar mi vida entera a tan gloriosa sensación –y supongo, visto desde ahora, que en muchos sentidos la he dedicado–, cuando me disponía a expresar toda suerte de cosas, me sentí de pronto izado por la piel de la nuca; mis brazos, mis piernas, mis vísceras se tendieron, se retorcieron, se estiraron, y todo ello produjo dos grumos de esperma que saltaron a la chaqueta de domingo de Raymond –era domingo– y serpentearon hasta introducirse en el bolsillo del pecho.

–¡Oye! –dijo, interrumpiendo sus movimientos–. ¿Por qué haces eso?

Recuperándome como estaba de tan devastadora experiencia, no dije nada, nada podía decir.

–Te he enseñado cómo hacerlo –me arengó Raymond, frotando delicadamente el brillante trazo sobre su chaqueta oscura–, y no se te ocurre más que escupirme.

De esta forma, a los catorce años había conocido, bajo la batuta de Raymond, una serie de placeres que asociaba, con razón, al mundo adulto. Fumaba unos diez pitillos al día, bebía whisky cuando lo había, tenía un gusto de conocedor por la violencia y la obscenidad, había fumado la embriagadora resina de la cannabis sativa y era consciente de mi precocidad sexual, aunque, por extraño que parezca, no le había encontrado aplicación práctica, por faltarle aún a mi imaginación el alimento del deseo y de las fantasías secretas. Todos estos entretenimientos eran financiados por el comerciante de Mile End Road. Raymond fue el Mefistófeles de mis gustos adquiridos, un torpe Virgilio ante Dante, mostrándome el camino de un Paraíso que él jamás habría de pisar. No podía fumar porque le daba tos, el whisky le ponía enfermo, las películas le asustaban o le aburrían, la cannabis no le hacía efecto, y mientras yo hacía estalactitas en el techo del refugio, a él no le sucedía absolutamente nada.

–A lo mejor –decía desolado una tarde, al salir del refugio–, a lo mejor soy un poco viejo para estas cosas.

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Traducción de Antonio Escohotado

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Primer amor, últimos días

 

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