01/02/2025
Empieza a leer 'Polvazo' de Katharina Volckmer
Para Maurizio.
Con amor A la memoria de Adeline Stuart-Watt
En lugar de suicidarse, la gente va a trabajar.
THOMAS BERNHARD,
Corrección
Si te vas a cagar encima, lo más probable es que ocurra en la misma puerta de casa. Igual que tu gato, cuando vuelves con él del veterinario, de repente se pone violento dentro del transportín – percibiendo ya su libertad inminente y los olores de un territorio por el que ha librado muchas guerras sucias–, también tus tripas claudicarán tan pronto visualices la comodidad de un váter conocido. El tacto suave de un elemento de baño diseñado para responder a nuestras necesidades más íntimas. El delicioso espacio que solo una puerta cerrada con pestillo puede ofrecer. Esa quietud sin la que Jimmie se encontraba a menudo tan desprotegido. Y como el gato, que no se siente obligado a comportarse una vez lejos de las restricciones de un mundo desconocido, también tu cuerpo cederá, sabiendo que al otro lado de la puerta no hay nadie que te importe tanto como para disuadirte de la más vil de las transgresiones higiénicas. Esa pérdida de autocontrol que volvería a cualquiera penosamente infollable. Un acto de sumisión que no excita más que a los perturbados, hombres ricos que hinchan a curry a las trabajadoras sexuales para que tarden menos en cagar. Pero hasta a esos hombres les costaría ponerse cachondos con unos calzoncillos cagados, porque el fracaso no pone cachondo a nadie.
Jimmie observó a los bebés y perros caros en el bus que lo llevaba al trabajo, preguntándose si irían todos equipados con pañales especiales para advertir de inmediato a sus dueños en caso de calamidad. Para protegerlos del miedo primordial al excremento y a las enfermedades que porta, el miedo que sentimos por nuestros cuerpos. El instinto que nos dice que esto es mucho peor que mojar la cama, que ningún trauma de la infancia despertaría jamás comprensión suficiente para justificar esas manchas marrones. Porque esas manchas son para la gente mayor y tronada que vive en residencias, o para la gente que veía a veces Jimmie en esa misma ruta de bus. Cuerpos que habían perdido la batalla contra sus propios fluidos, a un solo paso de la desolación más extrema. Esas manchas son el verdadero color de la muerte. El declive de las funciones fisiológicas, oculto por momentos bajo flores y duelo.
Cuando se hace como es debido –y no en un desmañado estrangulamiento con ayuda de un toallero eléctrico–, si te ahorcan (o si te ahorcas tú mismo, dependiendo de las circunstancias) te cagas encima. Y con ello queda expuesta la verdad tras el sonido último de la caída, disimulada apenas un instante por el crac del pescuezo. Era una de las mejores anécdotas de su madre: la de una vecina de allí del pueblo que no consiguió poner fin a su vida por ese método. Como era demasiado perezosa para subirse a una silla y usar un gancho, había intentado apañárselas dejándose caer al suelo del baño con la vieja correa del perro enroscada al cuello y atada al toallero eléctrico. Jimmie podía sentir la humillación de la mujer. Sabía que su cuerpo también sería demasiado torpe para llevar a cabo ese acto de estrangulación aparentemente imposible. Su peso arrancaría el toallero de cuajo mucho antes de que cualquier pérdida de conciencia lo liberase, las inevitables grietas revelarían la podredumbre en los cimientos de la casa. Su madre tenía razón. Aquellos últimos momentos no tenían nada de sutiles, como no lo tenía tampoco su actual situación, pues no hay belleza alguna en un corazón que ha perdido su camino. Como un animal nocturno al que sacan a rastras de su madriguera y abandonan a merced de las fuerzas que operan a la luz del día, Jimmie había olvidado cómo moverse con soltura.
Por lo que recordaba, no había sentido ganas de morirse aquel día, o al menos no hasta el punto de considerar todas las opciones posibles y sus efectos sobre lo que le quedaba de dignidad. Eso había sido antes de encontrarse cogiendo ese autobús por las mañanas para ir a trabajar, antes de los perros y los bebés con padres ricos que lo hacían sentir pobre. Antes de saber que sus deseos no tenían el más mínimo respeto por sus sentimientos, y que los cinturones de seguridad de los aviones no están ahí para mantenernos a salvo, sino para que sea más fácil identificar nuestros cuerpos en caso de catástrofe.
Aquel día, mientras intentaba encajar la llave en la cerradura, olvidando como siempre con cuál se abría la puerta principal, había sentido que los músculos se le aflojaban. Fue como si su cuerpo hubiese decidido adueñarse del relato, contar esa historia para la que su mente no encontraría jamás las palabras adecuadas. Reaccionar antes de que él mismo pudiese comprender lo que había sucedido realmente en la funeraria. Jimmie nunca había tenido la impresión de controlar demasiado y, como para confirmarlo, sintió en ese momento el tipo equivocado de calorcillo entre los cachetes. La confirmación de que la vida es algo más que una broma cruel, porque una broma cruel al menos tendría su gracia.
Pero no tuvo ninguna gracia notar su propia mierda escurriéndose pierna abajo, a punto de asomar y aterrizar en el felpudo de su madre, ni cuando temió haber perdido la cartera y los cabellos de difunto que había guardado dentro. Eso fue antes de que Elin lo informara de que – a falta de pantalones– la tira del sujetador es más útil como almacenaje que la manga del vestido. Que todos los elásticos son criaturas traicioneras, y los bolsillos, parte esencial de la revolución femenina. Ni tampoco fue para echarse a llorar, porque aquellas no eran las sensaciones de un problema real: una pierna con la que estaba a punto de parecer que llevara un uniforme nazi desaliñado debajo de aquel vestido viejo y enorme de su madre, preguntándose qué elementos de su absurda dieta habrían encontrado el camino de vuelta a la libertad.
Todo aquello formaba ahora parte del pasado, tan lejano como su juventud, o como la última vez que había visto sonreír a su madre. Inalcanzable, igual que la noción de placer cuando uno va camino del trabajo. Como había hecho ya tantos días a estas alturas, Jimmie se fue preparando para convertirse en la persona que sus colegas de trabajo esperaban ver, y mientras observaba con la mirada perdida al resto de gente del autobús, todos intentando existir en un espacio que preferirían no compartir, intentando eludir los recuerdos que sus cuerpos habían generado, comprendió al fin que no era nada. Un vacío. Una oscuridad impenetrable en la que lo único que alcanzaba a distinguir eran las reacciones furiosas de su cuerpo frente a su patética existencia. Nada más que el silencio de sus propias ambiciones.
UN DÍA
–Gracias por la espera. Le atiende Jimmie. ¿En qué puedo ayudarle?
–¿Sabe eso que dicen de los tiburones, que pueden oler una gota de sangre a kilómetros de distancia? Yo tengo un problema en la piel que hace que me rasque mucho. ¿Puede garantizarme usted que estaré a salvo en las aguas de Mykonos?
–¿Se da cuenta de que Mykonos está en Grecia, señor?
–¿Pretende decirme que no hay tiburones en el Mediterráneo?
El pintalabios se había empezado a cuartear en las comisuras de los labios de Jimmie. Ese pintalabios rojo barato que quería que viera su amante. Lo había robado de una de las innumerables cajitas que tenía su madre en el dormitorio, la noche antes, cuando se la encontró durmiendo al llegar del trabajo. Su madre, la Signora. La viuda más viuda de todas las viudas. La dama italiana del apellido impronunciable: Bevilacqua. Dormida casi la vida entera, temerosa de los colores más allá de su dormitorio, eternamente enamorada de su propia tristeza: una vida oculta bajo el polvo e indeseadas muestras de compasión. Una tragedia con su hijo como único público. Un drama desperdiciado en un país nuevo que nunca sería más que su sueño inacabado.
–¿Qué pasa con los tiburones entonces?
–¿Sabe que su sangre tiene el mismo color que mi pintalabios?
–¿Perdón?
–Estoy intentando imaginármelo. Usted, y su piel rasguñada, el mar azul y profundo, el villano de temibles colmillos. ¿Tenía en mente un gran tiburón blanco?
–¿Está usted mal de la cabeza?
–Es solo que soy una persona muy visual y, dado que nos han formado para tomarnos muy en serio las preocupaciones de nuestros clientes, quiero ver lo mismo que está usted viendo. ¿Qué zona acostumbra a rascarse? ¿No cree que es probable que el tiburón ataque ahí primero?
–Puto friki.
Cuando la voz desapareció, Jimmie imaginó una nube de sangre derramándose de un miembro cercenado de mediana edad, con cachitos de carne y unas bermudas de esas de dibujitos multicolores flotando alrededor. Gritos submarinos amortiguados por la violencia del mar. De pronto, envidió la libertad del tiburón para satisfacer sus impulsos, y decidió seguir el ejemplo del animal y silenciar el teléfono, pese a que aún no había pasado ni una hora de su turno. Pese a que las normas del call center no permitían que se levantara del sitio para mirarse un minuto en el espejo, ni para llorar amorrado a los pantalones bajados en uno de esos váteres con la tapa suelta. Pero a Jimmie le dio igual, porque quería que ese día fuese un día distinto. Un día suave. Como un sutil tono de rosa. Un día sin dolor.
* * *
Traducción de Inga Pellisa
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