01/05/2025
Empieza a leer 'Ovni 78' de Wu Ming

 

A Veronica Siracusano Raffa
(Sweepsy)

 

Llamamos bello al signo que nos conduce a la interpretación
del enigma.
FRANCO «BIFO» BERARDI,
«Neuro-estetica dell’immaginabile»

¿Quieres venir? Pues te llevamos,
es un viaje que acaba antes de empezar.
Es complicado, lo entenderás más tarde.
Llueve sobre mojado, tomamos curvas muy cerradas,
voces del pasado muy distantes,
ojos como cortes, luces deslumbrantes.
COLLE DER FOMENTO FEAT. KAOS ONE,
Miglia e promesse

 

Preludio
26 de agosto de 1976

Antes, en verano, subían los boy scouts al monte Quarzerone.
Aparecían en Forravalle de repente, como bandadas de aves migratorias.
Llegaban de los alrededores, de la costa y del otro lado de los Apeninos, llegaban a la región de la Lunigiana, esa tierra de nadie que no se parece al resto de la Toscana y ya es en parte Liguria, con sus propias hablas. Según los lingüistas, eran dialectos emilianos, aunque, cuando se les decía a los lunigianeses, estos se encogían de hombros y replicaban: «Hablamos como hablamos».
Unas veces solo eran chicos, otras solo chicas, más raramente iban chicos y chicas. Se apeaban del autobús delante de la barrera del lavadero. En la explanada de tierra los esperaba un hombre de unos cuarenta años, de nariz aguileña, al que en el pueblo llamaban Gheppio, aunque para ellos era Elio Gornara, el subinspector de la guardia forestal, que los llevaba con su todoterreno verde al lugar de acampada.
Gheppio se empeñaba en recibir a los visitantes porque quería asegurarse de que fueran bien equipados e instruirlos en los peligros del monte. La gente iba al Quarzerone como si tal cosa y los boy scouts no eran una excepción, pese a que, según su lema –«Estote parati»–, se supone que siempre iban preparados. Se pensaba que aquel macizo montañoso, que surgía entre los Apeninos y los Alpes Apuanos y era más bajo que ambas cordilleras, era poca cosa y no servía más que para estirar un poco las piernas y respirar aire puro. Pero, con sus numerosas grutas, sus paredes que caían a plomo sobre el río Borro, sus grietas y sus rocas deleznables, el Quarzerone merecía tanto respeto como cualquier montaña de las Dolomitas. Además, si en los Alpes había senderos bien señalizados y mantenidos, los de allí apenas se veían y quien los recorría sin conocerlos se topaba a menudo con zarzas y desprendimientos que le cortaban el paso y, cuando trataba de sortear el obstáculo, se perdía.
–Todos los meses rescatamos a algún excursionista o buscador de setas... Se podría evitar si pusiéramos un poco de atención.
Mientras Gheppio advertía así a los monitores, los jóvenes cargaban en el todoterreno bártulos y cacerolas, las fundas verdes de las tiendas de campaña y los víveres. Hecho el transbordo, el agente forestal se ponía al volante y los chavales echaban a caminar monte arriba, con la mochila a cuestas, cantando, para conjurar el cansancio:
–¡Y marcando el paso andamos, hacia horizontes lejanos vamos!
Montaban las tiendas en Pian del Cielo, a la misma vera del bosque, al pie de los despeñaderos sombríos de Rocca Tesana. Era un prado ideal para acampar, llano y mullido como un colchón, con un arroyo en el que podían lavarse y leña para hacer fuego, y en cuyo centro se elevaba un haya secular que daba mucha sombra.
Pasaban diez días, dos semanas como mucho. Hasta que una mañana, bien temprano, desmontaban las construcciones de palos y cuerdas, tapaban las letrinas, arriaban las banderas y no dejaban tras de sí más que las marcas amarillentas de las tiendas sobre la hierba.
Gheppio iba a comprobar que todo estuviera en orden y luego bajaba equipajes y enseres. Aparcaba al otro lado de la barrera del lavadero y, mientras los muchachos cogían sus cosas, él les reprochaba que se hubieran dejado una estaca o un papel tirado.
Por último encendía con calma la pipa y esperaba al siguiente grupo.

Fumando apoyado en el borde del lavadero lo encontraron los del grupo Carrara 4 de la asociación de boy scouts católicos, que fueron los últimos que acamparon en el Quarzerone, a finales de agosto de 1976.
–Buenos días –lo saludó el monitor–. ¿Llegamos tarde?
El subinspector masculló un reproche y vació la pipa contra el borde de la pila. No hacían falta presentaciones. Simone Bartocci había llevado ya varias veces a aquel grupo al Quarzerone, por ejemplo, en la acampada del verano de 1973, la última sin chicas. Desde entonces siempre había sido Gheppio quien repartía permisos y consejos.
–Esta noche va a diluviar –anunció–. Os conviene cavar zanjas.
Sacó del morral unos papeles enrollados sujetos con una goma. Simone supo enseguida qué eran: fotocopias de un par de planos del Instituto Geográfico Militar, mapas topográficos en los que el guardia forestal marcaba en rojo los puntos peligrosos y los lugares en los que era mejor no aventurarse. Simone tenía ya al menos cinco de aquellos preciosos mapas. Todos parecían iguales, pero si uno se atrevía a decírselo, Gheppio se ponía serio y aclaraba que los actualizaba todos los años.
Simone le dio las gracias, cogió los planos y se los pasó a la monitora de las chicas.
–Te presento a Gemma, mi ayudante.
–¡Cómo, ayudante! –protestó ella, amagando con darle un bofetón–. Me llamo Gemma Corsini y soy la monitora de las chicas.
Gheppio le estrechó la mano.
–Mucho gusto. Yo soy Elio Gornara. Bienvenida a Forravalle. ¿Conocías ya esta montaña?
La joven negó con la cabeza y el subinspector le entregó un folleto que editaba el ayuntamiento de Forravalle. El texto, escrito por no se sabe quién y que nadie leía, era aburridísimo, pero, entre las muchas pedanterías que contenía, había una noticia interesante sobre las grutas:

Según la fantasía popular, todas las cuevas del Quarzerone están comunicadas por túneles naturales y artificiales. Las más conocidas tienen nombres que evocan leyendas (gruta «del Duende»), usanzas antiguas («de los Solteros»), conventos medievales («de San Palpano») y hechos históricos. Cuentan las crónicas antiguas que, en el curso de una batalla entre la república de Florencia y el ducado de Módena, los modeneses lograron rodear al enemigo por una de estas galerías, conocida aún hoy como la «cueva de los Ducales».

Gheppio se limitó a aconsejarles que no entraran en las cuevas, por muy sugestivos que fueran los nombres.
–Aunque la mayoría no tienen nombre y están sin explorar –añadió.

En efecto, aquella noche llovió. El campamento se cubrió de charcos, pero las tiendas resistieron el azote del viento. No fue la típica tormenta de verano, violenta y pasajera; tampoco al día siguiente dio el agua tregua. Por fin, la mañana del segundo día lució el sol y las ramas del haya que crecía en medio del prado florecieron con los sacos de dormir puestos a secar. Los monitores se alegraron de no tener que cambiar los planes por culpa del tiempo. Según el programa, aquella tarde tocaba jugar al juego de las veinticuatro horas.
Gemma se puso un casco de moto que había trocado en casco intergaláctico. Simone vestía un traje de astronauta, que era un chándal naranja con perifollos de papel de plata. El juego consistía en simular una invasión alienígena y se inspiraba en un rumor que circulaba por la zona, según el cual, cada dos por tres, aterrizaban en el Quarzerone ovnis que venían a visitar unos laboratorios secretísimos que había en las entrañas del monte.
Los terrícolas, divididos en varios regimientos, cada cual con su base, debían rechazar a los alienígenas y luchar por armas, municiones y comida.
Precisamente el robo de las provisiones de la cena por parte de dos asaltantes marcianos marcó el comienzo de las hostilidades.
Jacopo y Margherita coincidieron en el mismo grupo o, más probablemente, procuraron coincidir. Era su último año y ya sabían cómo funcionaba la cosa. Cuando los monitores forman en corro a los chavales y se presentan vestidos de mamarracho, es que van a jugar a algún juego que será tanto más largo y complicado cuanto más cuidado sea el numerito inicial. Para coincidir en el mismo grupo, basta con saber cuántos grupos se formarán. Si, por ejemplo, son cuatro, no hay más que cambiarle el lugar al vecino y colocarse cada tres, siete u once personas. Entonces cuentan: uno, dos, tres, cuatro, y ponen a los «unos» en un grupo, a los «dos» en otro y así sucesivamente. A veces los monitores se dan cuenta y separan a los que han hecho trampa, pero Jacopo y Margherita eran jefes de grupo y se las sabían todas. Habían empezado a salir a final de curso, pero no lo habían dicho, así que nadie sospechó, al verlos juntos, que estaban liados.

 

* * *

Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona

* * *

 

Ovni 78

 

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