08/03/2023
Empieza a leer 'Oriente' de Manuel Gutiérrez Aragón

NOTA DEL AUTOR

Reuní estos ocho relatos pensando que eran diferentes y diversos entre sí. Resultó que no, que casi todos tenían en común el tema – si no el argumento– del relato en sí mismo, el de la propia forma narrativa como inquietud del autor. Bien es verdad que esa preocupación estaba es­condida tras el hecho de que sucedían dentro de la ópera, el cuento, las salas de espectáculo... Incluso de las palabras como componentes de cualquier manera de contar.

Un narrador no debería hablar más de lo que sea ne­cesario para contar lo que cuenta. Por eso esta nota solo quiere expresar la sorpresa del autor, no su justificación.

 

 

EL MATEMÁTICO

Cada vez que vuelvo de nadar en este mar del recuer­do, experimento una sensación de alivio al llegar a la orilla y pisar de nuevo la arena.

Las olas están rompiendo con fuerza, una vez más, en la playa resplandeciente y mortal. La resaca brama y hace brillar la masa de agua gigante y vagabunda. Los audaces bañistas emergen, emergemos, con algas y arena negra pe­gadas al cuerpo.

Margaret Armstrong, mi amiga y veterana periodista, permanece tendida al sol. No se mueve cuando llego a su lado, salpicando a mi alrededor.

–¿Ha sido un buen baño? ¿Sí? Ahí tienes la toalla, oh, tritón de las profundidades – ríe.

Éramos pocos en el arenal. No había chiringuitos, ni socorristas.

–Es una playa peligrosa, ya te he avisado.

Cuando poco antes me preguntó si veníamos a esta playa porque era solitaria o porque era hermosa, me enco­gí de hombros. ¿Quería yo hablar de aquello? Lo ocurrido aquí hace años lo he contado por escrito, he hecho litera­tura con ello, pero no es lo mismo hacerlo de viva voz.

Mientras me secaba, miraba las montañas que se divi­saban más allá de los prados y de los bosques, al otro lado de la autopista del Norte, por la que circulan ruidosos ca­miones y autobuses de turistas. Sentía cómo el viento que descendía de la cordillera luchaba con el que soplaba del mar. Estaba dominando la brisa marina, que me hacía es­tremecer. Había sal en el aire y el color de las montañas cambiaba muy deprisa.

–Yo me bañaba aquí, de estudiante. Veníamos algunos compañeros de sexto curso. Luego ya no, dejé de venir.

Maggie apartó el montón de periódicos y revistas que tenía a su lado. Se tendió frente al sol y se protegió los ojos, entrecerrándolos.

Dejé que lo ocurrido fluyera sin esfuerzo.

–Tenía un compañero que se llamaba Raimundo y que vivía en los valles altos. Si abres los ojos, verás algunas casas en las laderas.

Los abrió y miró en dirección equivocada.

–No, no, más arriba. ¿Las ves ahora?

Continué:

–Los habitantes de esas montañas tienen fama de ser hábiles con las cuentas y los números. También de ahorra­tivos y callados. Raimundo era uno de ellos, uno de esos chicos que son genios de las matemáticas. Su padre esta­ba en buena posición económica, tenía dinero y una gran explotación de vacas lecheras. Leche, leche, leche. Cuan­do llegaba la época de la siega, que coincidía con las de los exámenes de fin de curso, el padre millonario exigía a Raimundo que manejara la segadora. Chuf, chuf, chuf, todas las manos eran pocas para segar, empacar, almace­nar. Qué injusto, ¿no?, haber estado mes tras mes encara­mado al cielo de la matemática para luego bajar a la tierra, a la boñiga, al trabajo manual. Raimundo olía a leche y es­tiércol y las chicas de clase murmuraban, pese al dinero de su padre y su brillante inteligencia. Esclavo de la casa, criado sin sueldo, mozo de cuadra; aguantando siempre el carácter duro de su padre, al que yo había visto una vez pagar en un comercio sacando un fajo de billetes sujetos con una goma. Un hombre autoritario y soberbio, con mirada de zorro. Una mirada que también tenía Raimun­do, de ojos blanquecinos, como de ciego. Ojos de las pro­fundidades o de la claridad matemática.

Veníamos a esta playa y sorteábamos los sumideros y las crestas de espuma. Ejercíamos cierta violencia, como si el mar pudiera darse cuenta de nuestra fuerza y de nuestro desafío. Raimundo tenía la piel tostada en brazos y cuello, el resto de la piel era lechosa, de aspecto crudo y desvaído. Los demás amigos y compañeros teníamos un color uni­forme en el cuerpo. Unos y otros braceábamos un rato y salíamos resoplando de frío, triunfantes de la resaca y las rompientes.

Se acercaba el final del curso y Raimundo dejó de acudir al instituto: en la explotación ganadera se le necesi­taba para manejar la segadora. Era el tiempo de la hierba y los tréboles. Las chicas se ponían coloradas tontamente, y los chicos se cambiaban de sitio la raya del pelo. Hubo uno que se hizo la raya al medio y hoy es el día que toda­vía no se ha podido recuperar de aquello. No ha tenido olvido ni perdón. Era época, digo, de prueba y desconcier­to. De preparación de exámenes y de las primeras verbe­nas, en la noche caliente.

* * *


Oriente

 

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