21/02/2025
Empieza a leer 'Oposición' de Sara Mesa
Para El Ujier, que siempre
me ayudó con los papeles
Le propuse: hagamos un cuaderno de campo con poemas juguetones,
dibujos a lápiz y anotaciones sencillas sobre lo que observemos cada día.
«¿Como un diario?», preguntó J. No exactamente, porque no hablaremos
de nosotros, ni de nuestra vida, solo de lo que nos rodea a nosotros
y a nuestra vida. «¿Y crees que eso puede separarse?», dijo él.
GEORGE RYE JR.,
El sentido de todo esto
En la voluntad simplificadora que le caracteriza, el MS escapa del
proceso característico del MCE de desglose de las OI en DR
y tareas administrativas e incluye una identificación a priori
de las cargas acompañada de una regla práctica: en el caso
de que alguna medida normativa contenga una carga que no
pueda encuadrarse en la misma, habrá de ser asimilada a alguna
de las categorías existentes.
Manual de Simplificación
Administrativa y Reducción de Cargas para
la Administración General del Estado
Quienes en vez de leer se ponen a escarbar en los textos
con la mentalidad de un inspector se equivocan de cabo
a rabo. Leer no consiste en buscar correspondencias
empíricas. Que haya muchas cosas inventadas no significa
que este relato no esté absolutamente cargado de verdad.
MARY CHAROENSIRUK,
Cómo leer a Gógol
INICIACIÓN
La mesa la pusieron en mitad de la nada, en un lugar de paso, sin ventanas. Sonaba un ronroneo constante, quién sabe de qué aparato o cosa. Dejé el bolso y la carpeta encima de la mesa, el chaquetón en el respaldo de la silla y me senté a esperar tal como me había indicado el ordenanza. Allí en medio, entre sombras, solo se oía el ronroneo, nada más, y sus mínimas variaciones cada pocos segundos, como un cuerpo asfixiado cogiendo a duras penas bocanadas de aire. Frente a mí, la pared color crema; a la izquierda, el recodo que llevaba a los despachos; a la derecha, la puerta doble con ojos de buey por la que yo acababa de entrar. Era una mañana fría de invierno, apenas había amanecido, la luz me hizo pensar en la textura porosa de la cera. Tuve la sensación de haberme colado en un edificio vacío. De estar ocupando ese sitio por error.
Había un ordenador sobre la mesa, con su teclado y su ratón. Un ordenador no muy nuevo, amarilleado por el tiempo, con pegatinas corporativas y una etiqueta con un código de barras. Tras unos minutos de indecisión, pulsé el botón de arranque. La pantalla se tiñó de azul, luego de blanco y al final de un brillante tono verde manzana. En el escritorio, uno a uno, fueron apareciendo distintos iconos. Moví el ratón con cautela, cliqué sobre ellos. No conducían a ningún lado o me pedían contraseñas de acceso que yo no conocía. Apagué el ordenador, saqué los papeles que había llevado y los coloqué ante mí, primero en una pila, todos juntos, después extendidos para que ocuparan más espacio.
El ronroneo había dejado de sonar.
Esperé.
Eran más de las ocho cuando oí a los primeros funcionarios. Llegaban poco a poco, como en tandas: a las ocho y diez, a las ocho y veinte, a las ocho y media, a las nueve, a las nueve y veinte. Saludos, carraspeos, toses, alguna risa, pasos lentos y otros más rápidos, entremezclados. Todos giraban hacia el lado contrario. Yo intuía sus siluetas a través de los ojos de buey de la puerta, manchas borrosas que aparecían y después se hacían pequeñas y desaparecían. Continué en mi sitio escuchando a toda aquella gente que se metía yo no sabía dónde, preguntándome por qué nadie se dirigía hacia los despachos.
Me levanté y recorrí el pasillo lateral con sigilo, como si estuviera contraviniendo una norma. Tres cubículos acristalados, de una sola plaza cada uno, continuaban a oscuras. Al fondo había un aseo, o lo que parecía ser un aseo, quizá un pequeño almacén, o quizá nada, solo una puerta ciega o de emergencia. En los carteles junto a cada despacho no se indicaban nombres, solo cargos. JEFE DE NEGOCIADO. JEFE DE NEGOCIADO. JEFE DE NEGOCIADO. Tres jefes de negociado. Todavía no había aparecido ninguno. Sin sacar nada en claro, volví a mi mesa.
A las diez y media la puerta de ojos de buey se abrió. Un hombre alto, más bien flaco, con maletín, abrigo largo y aspecto de estar sumamente concentrado en sus asuntos, pasó por delante de mi mesa. Buenos días, dijo. Buenos días, respondí. Aquel ser espectral giró por el pasillo y fue hacia los despachos. Una luz se encendió. ¿Jefe de negociado uno? ¿Jefe de negociado dos? ¿Jefe de negociado tres? El silencio se adensó tras su paso. Imposible saberlo.
De manera que estaba ahí sentada tonteando con el móvil cuando al fin se presentó un funcionario. Hola, me dijo. Hola, le dije. ¿Tienes línea de teléfono?, preguntó. No, respondí. Vale, ahora te la instalo. Se fue. Volvió a la media hora con un aparato. Lo conectó, probó la línea, iba bien. Este es tu número, me dijo. Para llamadas internas solo se marcan los cuatro últimos dígitos. Para llamadas externas, tienes que marcar primero un cero. Aquí es centralita, aquí admisión, aquí asistencia técnica. Se notaba que había repetido lo mismo muchas veces, porque lo decía sin entonación, con un maquinal timbre metálico. Parecía joven, aunque algo muy viejo se escondía tras su voz. Era pelirrojo, sus ojos carecían de brillo, toda la ropa le quedaba espantosamente grande. Le pregunté si conocía a la asesora jurídica. Me miró fastidiado, chasqueó la lengua. Ni idea, me dijo, cómo voy a conocerla, yo solo soy asistente de microinformática. Entonces, ¿no eres funcionario?, pregunté. No, soy de una empresa externa, contestó. Yo le dije que tampoco era funcionaria, que había entrado en ese puesto con una interinidad por vacante, y que era mi primer día. Pues bienvenida, respondió con frialdad, ¿necesitas algo más? Dije que no y se fue.
Tenía ordenador y tenía teléfono. Tenía una mesa grande, una cajonera, una silla de oficina, un enchufe con regleta. Ventana no tenía y, lo más inquietante, instrucciones tampoco. Me rugieron las tripas. Eran las doce y cuarto y aún estaba sin desayunar. El ordenanza me había dicho que esperase, pero ¿cuánto de estricta era esa orden? ¿No podía saltármela un ratito para ir a comer algo?
El ordenanza había sido preciso, incluso contundente. Debía esperar a la asesora jurídica. No ir a buscarla. No preguntar por ella. No importunarla. Era una mujer muy ocupada que se reunía a diario con personas de todo tipo y rango. Sacaba adelante mucho trabajo, mucho más del que podía abarcar una sola persona, de ahí mi existencia ahora en ese sitio, en ese pasillo, en esa mesa. Ella, la asesora jurídica, estaba informada de que mi incorporación se había hecho efectiva. Esa fue la expresión que usó el ordenanza, que levantó las cejas para subrayarla. No dijo ella sabe que ya estás aquí, sino está informada de que tu incorporación se ha hecho efectiva, y esa manera de hablar resultaba postiza, porque después añadía palabras como cariño o miarma, ya bajando las cejas. La asesora jurídica sabía perfectamente que me había incorporado, repitió, y me recibiría en cuanto encontrara un huequecito.
Pero, tras casi cinco horas de espera, un pensamiento me rondaba. ¿Y si el ordenanza estaba equivocado? Quizá el procedimiento era el contrario. Quizá la recién llegada – esto es, yo– era quien debía comparecer, dar la cara, no esperar a que la superior –esto es, la asesora jurídica– viniese a buscarla. Me incorporé, crucé la puerta y fui hacia el mostrador del ordenanza, vacío en aquel momento. Me quedé allí de pie, vacilante, y observé la amplia sala contigua, con sus mesas atiborradas de papeles, ordenadores, teléfonos y todo tipo de pequeños objetos sobre ellas. Los funcionarios parecían atornillados a sus sillas, rígidos y absortos cada uno en lo suyo. Dos de las mesas estaban libres, tanto de funcionarios como de papeles. ¿No me podían haber colocado en alguna, en vez de enviarme a la otra punta? ¿O eran mesas con dueños cuyos dueños, por la razón que fuera, habían tenido que ausentarse?
Una de las funcionarias se apiadó de mí, se acercó al mostrador y me preguntó qué necesitaba. Yo le expliqué que acababa de incorporarme y que estaba buscando a la asesora jurídica. Ah, eres la nueva, dijo. Sonrió. Era una mujer muy agradable, con gafas rosa de concha, maternal, redondita, un pelín tetona. Qué joven eres, añadió sin dejar de sonreír, como si se lo comentara a otra persona, y yo le di las gracias tontamente. Mirándome por encima de las gafas, me explicó que la asesora jurídica se había marchado a otra consejería hacía un par de horas y que a esas alturas –consultó su reloj de muñeca– ya no creía que volviera. Que no me preocupara, añadió, que mañana fijo que me recibía, que de momento lo que debía hacer era acomodarme e ir enterándome pasito a pasito del trabajo. Con el rabillo del ojo vi al ordenanza que se acercaba arrastrando un carro con un montón de expedientes apilados unos sobre otros. Como era cojo y no precisamente atlético, el pobre resoplaba por el esfuerzo, con la cara tan roja como un filete crudo. Chiquilla, dijo parándose a mi lado, aquí estamos todos muy liados, deberías tener una mijita de paciencia. Sudaba a mares colocando los expedientes sobre el mostrador. La funcionaria tetona me hizo un gesto cómplice que no supe cómo interpretar. Abrumada, me retiré de nuevo a mi guarida.
A la una y media volví a asomarme al pasillo. El despacho con luz era el del medio, es decir, el segundo, una luz verde, lechosa, como de acuario, que se proyectaba en la pared de enfrente. El hombre que estaba dentro no se había movido desde que llegó, tampoco había hecho el más mínimo ruido. Contagiada por su silencio, me di la vuelta de puntillas y salí en busca de un aseo. El ordenanza levantó una ceja al verme de nuevo. Con el brazo flojo, desganado, me indicó el camino. La luz en el aseo también era verde y lechosa. Me miré en el espejo. Qué rara estaba, pensé, mi cara pálida y hambrienta, interrogante. Como si me hubieran recortado de otro sitio y pegado ahí, sin más formalidades.
Al volver llamé a mi madre para contarle que todo iba estupendamente. Ella me preguntó por qué la llamaba desde el móvil, ¿acaso no me habían puesto un teléfono de mesa? Sí, me lo habían puesto, expliqué en voz baja, pero me daba apuro usarlo para asuntos personales. Mi madre dijo que no sería la primera ni la última e insistió: ¿seguro que tenía teléfono? Colgué y volví a llamarla para demostrárselo. Se rió de buena gana y me pidió que le describiera todo al detalle: cómo era mi lugar de trabajo, dónde estaba sentada, qué se veía por la ventana, cómo me habían acogido los compañeros, ¿había hablado ya con mi jefa?, y, sobre todo, ¿por qué susurraba todo el rato? No quiero molestar, dije, y ella dio por hecho que estaba rodeada de gente, que era una más entre otros. Ea, pues no te entretengas, me dijo ilusionada, ponte a lo tuyo y ya me contarás con más calma. Colgué con una indefinible sensación de fraude.
* * *
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