06/09/2023
Empieza a leer 'No voy a pedirle a nadie que me crea' de Juan Pablo Villalobos

 

El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha litera­tura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico.

AUGUSTO MONTERROSO

 

Es tan triste esta ciudad que cuando al­guien se ríe lo hace mal.

NACHO VEGAS

 

A Barcelona hi viuen uns quants mexicans, correctes i discrets, que ja s’ha vist que no donen cap molèstia. No se m’acudirà mai d’esperar que han d’escriure a casa seva o als seus diaris i re­vistes afirmant que el Tibidabo els té fascinats o que els catalans som una gent estupenda.

PERE CALDERS

 

Uno

 

TODO DEPENDE DE QUIÉN CUENTE EL CHISTE

Mi primo me llamó por teléfono y dijo: Te quiero pre­sentar a mis socios. Quedamos de vernos el sábado a las cin­co y media en plaza México, afuera de los cines. Llegué, eran tres, más mi primo. Todos con una pelusilla oscura encima de los labios (teníamos dieciséis, diecisiete años), la cara llena de espinillas que supuraban un líquido viscoso amarillento, cuatro narices enormes (cada quien la suya), hacían la prepa con los jesuitas. Nos estrechamos la mano. Me preguntan de dónde soy, dando por hecho que no soy de Guadalajara, quizá porque al estrecharles la mano levanté el dedo pulgar hacia el cielo. Digo que de Lagos, que viví ahí hasta los doce años. No saben dónde queda eso. Explico que en Los Altos, a tres horas en coche. Mi primo dice que de ahí es la familia de su papá y que su papá y el mío son hermanos. Ah, dicen. Somos güeros de Los Altos, especifica mi primo, como si fuéramos una subespecie de la raza mexicana, Güerus altensis, y sus socios se miran entre sí, unos a otros, con un brillito socarrón en sus miradas de clase media alta tapatía, o clase alta baja, o incluso aristocracia venida a menos.

¿Cuál es el negocio que andan haciendo?, pregunto, antes de que mi primo se ponga a detallar los estragos ge­néticos causados por los soldados franceses durante la In­tervención, el origen decimonónico y bastardo de nuestros ojos azules y nuestro cabello rubio, más bien castaño cla­ro. Un campo de golf, dice mi primo. En Tenacatita, dice otro. Los terrenos son del suegro del hermano de un ami­go, dice otro. Vamos a comer con él en el Club de Indus­triales la próxima semana para presentarle el proyecto, dice el que faltaba por hablar. Me explican que el único problema es el agua, que hace falta muchísima agua para mantener verdes los greens. Pero el cuñado del vecino de un primo mío es el director de Aguas Públicas del estado, dice otro. Eso se arregla con una mordida, dice otro. To­dos asienten, granos para arriba y para abajo, muy con­vencidos. Nomás nos falta un socio capitalista, completa mi primo, nos falta juntar dos millones de dólares. Les pregunto cuánto han juntado. Me dicen que treinta y cin­co mil nuevos pesos. Hago el cálculo dentro de mi cabeza, son como quince mil dólares (esto pasa en 1989). Treinta y siete, corrige otro, acabo de conseguir dos mil más con la hermana de una amiga de mi hermana. Se dan abrazos de felicitaciones por los dos mil nuevos pesos. ¿Vamos a entrar al cine o no?, pregunto, porque mi primo y yo te­níamos la costumbre de ir a la función de seis de los sába­dos. Discutimos la cartelera: hay una película de acción con Bruce Willis y otra con Chuck Norris. El de los dos mil nuevos pesos dice que no hay nadie en su casa, que su familia se fue de fin de semana a Tapalpa y que sabe el lu­gar donde su papá tiene escondida su colección de pelícu­las porno. Que vive cerca. Atrás de la Plaza. En Monraz. ¿Vamos? Algunos granos explotan de la excitación, como eyaculaciones precoces purulentas.

El anfitrión escoge la película. Se llama Psicólogas por de­lante y loquitas por detrás. Sorteamos los turnos para mastur­barnos (cada quien a lo suyo, uno por uno). A mi primo le toca primero y, aunque hay un límite de diez minutos por cabeza, tarda muchísimo. Mientras lo esperamos, calientes, tomando Coca-Cola, sus socios me interrogan, todos sen­tados en la sala de una casa decorada como si fuera una ha­cienda colonial, muy falsa, los sillones incomodísimos, porque nadie recapacitó en que el estilo neomexicano sólo sirve para escenografía de telenovelas. Me preguntan si en Lagos hay coches. Si ya llegó la luz y el teléfono. Si nos lava­mos los dientes. Si mi papá se robó a mi mamá montado a caballo. Les digo que sí, que sí, claro. ¿Y dónde dejaste el sombrero?, me preguntan. Se me olvidó en el cuarto de tu hermana, le digo al que preguntó, que resulta ser el anfi­trión, cuyos padres creen que si pintas una casa de rancho con colores brillantes deslavados todo queda muy elegante. Mi hermana tiene seis años, dice, furioso, y se levanta para pegarme. Me quedo impresionadísimo de que la hermana de una amiga de su hermana, de seis años, pueda invertir dos mil nuevos pesos en el proyecto de un campo de golf. Si la amiga es una amiga de la escuela, de primero de primaria, y también tiene seis años, ¿cuántos años puede tener la her­mana? ¿Ocho, diez? Eso en el caso de que fuera la hermana mayor. ¿Y si fuera la hermana menor? Pero no hay tiempo para especulaciones financieras, porque el hermano de la hermana se me viene encima con todos sus granos y el puño listo para aporrearme. Me levanto de un salto, tiro una san­día de cerámica de una mesita y, contradiciendo la fragili­dad de la artesanía de Tlaquepaque, no se rompe, atravieso corriendo el jardín delantero, salgo de la casa, dando un portazo, cruzo la calle y me voy corriendo rapidísimo por el camellón, rapidísimo, como hacen los héroes en una de esas películas de acción que no vimos, pero con gran dolor en los testículos (no llegó mi turno de masturbarme).

Pasan quince años, estamos en 2004, mi primo me llama de nuevo por teléfono: Te quiero presentar a mis socios, me dice de nuevo. Le digo que estoy muy ocupa­do, que me voy a ir a estudiar un doctorado a Barcelona. Ya sé, me dice, tu papá me contó, por eso te llamo. No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra, le digo. Te lo explico cuando nos veamos, dice. De veras no pue­do, insisto, tengo un montón de pendientes, sólo me voy a quedar en Guadalajara esta semana, tengo que ir al DF a tramitar el visado y volver a Xalapa para terminar de hacer las maletas y recoger a Valentina. Me lo debes, me dice, por los viejos tiempos. Quién sabe a qué se refiere.

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No voy a pedirle a nadie que me crea

 

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