26/05/2020
Empieza a leer 'No estoy aquí' de Anna Ballbona


Quizá nunca hayas tenido un amigo imaginario
quizá nunca hayas pedido nada a tu ángel de la guarda
quizá nunca te hayas sentido hijo de padre desconocido.
DAVID CARABÉN (MISHIMA)


En hombres y mujeres a quienes no queríamos
no pensábamos nunca no proyectaban sombra

Pero al envejecer se ha poblado la sima
y un mundo de adultos hemos reproducido.
PAUL ÉLUARD 
(traducción de María Teresa Gallego Urrutia)

 

[ENTRADA]

Hace tiempo que nadie abre ese viejo baúl, un baúl como los que había antes en las casas. Años atrás guardaban ahí los juguetes. Cuando se decide a ordenar el material del curso, intenta ponerlo en una balda del estudio, pero enseguida se da cuenta de que es mejor desistir porque apenas le quedaría espacio libre. Se acuerda del viejo baúl, un recurso para no perder mucho tiempo en la operación. Aparta dos mantas viejas, un cojín y un flexo sin bombilla calculando si le cabrá el montón entero, sin más complicaciones ni estructura. ¿Por qué conservamos las cosas inservibles? ¿Las queremos a modo de amuletos improbables contra el paso del tiempo, como si su pervivencia garantizase la nuestra? Arregla como puede los montones de objetos para hacer sitio y, hurgando sin ningún cuidado, aparecen dos cuadernos gruesos, metidos allí de cualquier manera desde ni se sabe cuándo. Intenta ponerlos rectos para que no estorben, pero entonces la tapa del más descuajaringado se rasga un poco más, como la armadura de un caballero que se desmonta, y tiene que dejarla encima del mueble para que no se desgaje del todo. Deja el cuaderno indemne a modo de base del hueco que ha logrado hacer y procede a depositar el montón de apuntes. El baúl está recubierto de una plancha que imita la madera para disimular su sencillez. Antes de cerrarlo, da un par de retoques leves a los objetos, como si pasara una varita mágica, para que vuelvan al supuesto orden original. La cerradura, que baila por un lado de la moldura, hace un clac automático cuando baja la tapa, ligeramente abombada. Dentro de unos años, cuando vuelva a abrirlo, se preguntará por qué guardó esos apuntes de letra astrosa que nunca volverá a consultar. Pero ahora se fija en el cuaderno de la tapa medio arrancada. Se le ha olvidado guardarlo. Le echa un vistazo con desgana y reconoce la letra en el acto.

 

Hay muy pocas fotos mías de pequeña. En casa dicen que me habían hecho un carrete entero y que se perdió en la tienda de fotografía, que nunca lo encontraron. Y no se les ocurrió comprar otro. Tenían mucho trabajo. Cuando mirábamos los álbumes familiares, en esas sesiones eternas que solo se sostienen por la fuerza de la costumbre, comprobaba, atónita, que había muchísimas de mi hermano. Unas cuantas correspondían a imágenes en que todos los recién nacidos son iguales e intercambiables. Otras, a la etapa de los primeros pasos. Las más antiguas eran todavía en blanco y negro. Más tarde mi hermano sale en equilibrio precario y cómico, el típico de los niños pequeños, agarrado a mamá  y a papá, a las primas o a los abuelos. Siempre con gente diferente, como si todo el mundo quisiera estar con ese niño tan guapo. «¡Hay que ver lo rubísimo que era!»

Durante mucho tiempo creí que era adoptada y que no se atrevían a decírmelo. Si en la tienda de fotografía habían cambiado un carrete por otro –nunca llegué a saber quién era la otra familia–, tampoco sería tan difícil que hubieran cambiado a un recién nacido por otro o que yo hubiera llegado a casa unos meses después de aparecer en el mundo. Eran hipótesis que justificarían de sobra la ausencia de documentos gráficos de mis primeros meses de vida. No tengo ni una foto en la cuna, ni en brazos de mi madre ni mucho menos de mi padre. Sin embargo, sé que existía y que mi madre me dio la vida y que después me la salvó, se puede decir.

Mi hermano me lleva cinco años. Entre los dos, mi madre sufrió un aborto espontáneo que por poco la manda al otro barrio. Por eso me preguntaba yo, con unos gramillos de impudicia: «¿Y si resulta que, en vez de la historia oficial, mis padres no pudieron tener el segundo hijo que deseaban y fueron a buscarlo quién sabe dónde?» Si me ponía a dilucidar de dónde me habrían sacado, de dónde había salido yo, me hacía un lío con las investigaciones, que acababan enredadas en un ovillo de fantasía e imposibles. Intentaba averiguar mi configuración en el mundo entre la fantasía y los imposibles.

Llegué a darle tantas vueltas a la posibilidad de la adopción que un día le solté a mi madre que si me habían adoptado me lo podía contar, que no pasaba nada. Yo lo entendería, y siempre los querría y se lo agradecería. La respuesta fue un no tajante y ofendido, con cara de «a qué viene eso», y me dio la espalda. Y me condenó a seguir escrutando los álbumes familiares empecinadamente, con una lupa casi científica, en busca del menor detalle revelador. Examinaba las caras, las posturas y los gestos congelados de padres, abuelos y tíos, y los de unas cuantas personas a las que no había llegado a conocer. Con la distorsión que añade el contexto –una boda, una celebración corriente o una visita imprevista–, con las arrugas que infligen el paso del tiempo, las modas y los años, todas las caras me parecían de un cuento mítico, más que del tronco familiar. Claro que eso que se llama tronco familiar es una idea vaporosa, aleatoria y estrambótica. Y, al fin y al cabo, ¿quién no se pone una máscara al intuir el clic de una instantánea? ¿Cuánta felicidad o cuánto sufrimiento puede llegar a mostrar una cara?

Una de las primeras fotografías que se conservan de mí es de un encuentro familiar. Debo de tener pocos meses. ¿Tres o cuatro? Estoy en brazos de una prima. Soy una recién nacida con un cabezón enorme, cuadrado, con unas mejillas hiperbólicas y un pasador en el pelo, en el lado derecho de la cabeza, con el que seguramente mi madre intentaba arreglarme un poco. Los familiares llevan manga corta. Mi abuelo también; sonríe, pero ya está condenado a la silla de ruedas porque le falta una pierna. Se la tuvieron que amputar por culpa del azúcar galopante. Ajena al foco de la fotografía, pasa una tía soltera medio encorvada, con la cara aplastada, como si de un bofetón le hubieran prensado los ojos, la nariz y la boca. Todo a la vez. Otros hacen muecas raras porque los deslumbra el sol y no saben cómo ponerse. Esa instantánea condensaba un matiz grotesco del medio que me acogía. Lo iría conociendo poco a poco.

En casa decían que me parecía al «muñeco de Netol». Se trataba de un mayordomo que anunciaba un producto de limpieza que había tenido un gran éxito años antes de nacer yo. La palabra «muñeco», aplicada a una silueta publicitaria, añadía una burla innecesaria. No supe cómo era el tal Netol hasta los veintitrés años. Un día, al salir de un bar nuevo de menús que quería probar, cerca del trabajo, vi las mejillas desaforadas de Netol. Una placa al lado de la caja registradora. Netol tiene la cara en forma de pera aplastada cuyas mejillas se ensanchan burlescamente y terminan formando la raya de una boca satisfecha con el producto que quiere vender. La intención de la placa era dar al local un toque de decoración vintage. Un adorno de quincalla que no me hizo ni pizca de gracia. También pensé que en mi casa no se andaban con contemplaciones. Y entonces me acordé de una de las frases predilectas de mi padre:

–Ah, sí; ahora se tienen muchos miramientos con los hijos; los crían entre algodones. Antes no era así, ni mucho menos.

Y lo decía quejándose del avance inexorable de los tiempos y del exceso de finolis. Mi padre manejaba el huerto y cuatro palabras, las justas, y no le costaba nada otorgarles significados arbitrarios. Se equivocaba a menudo.

 

* * * 

Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.

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No estoy aquí

 

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