01/02/2025
Empieza a leer 'Moteros tranquilos, toros salvajes' de Peter Biskind
AGRADECIMIENTOS
Hollywood es una ciudad de fabuladores. La gente que habita aquí se gana la vida creando ficciones, fábulas que se niegan sistemáticamente a quedarse limitadas a la pantalla y que se extienden a la vida cotidiana de los hombres y mujeres que se consideran protagonistas de la película de su propia vida. Aunque es posible que este libro cuente más de lo que los lectores quieran saber acerca del Hollywood de los años setenta, no me jacto de haber encontrado «la verdad». Al final del largo y sinuoso camino recorrido, vuelve a sorprenderme la fuerza de ese viejo dicho, aquel que dice que cuanto más sabemos, más sabemos lo que no sabemos. Lo cual es particularmente cierto en el caso de Hollywood, donde, a pesar de los cientos de páginas de notas y contratos que hoy acumulan polvo en los estantes de las bibliotecas universitarias, muy poco de lo que realmente importa queda
consignado por escrito, de tal modo que un empeño de las características de este libro depende casi exclusivamente de la memoria, sobre todo por tratarse de una época que terminó hace veinte o treinta años. No sólo es distante el terreno que queremos pisar; la memoria de aquellos años ha quedado debilitada por el alcohol y las drogas.
En una ciudad donde figurar a cualquier precio en los títulos de crédito es una forma de arte, decir que la memoria es interesada es algo tan obvio como que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Además, una memoria deficiente es un escudo que permite ir a trabajar por la mañana y protege a la gente contra comportamientos incalificables que allí se dan por descontados. En palabras del director Paul Schrader: «En este oficio, hay que tener una memoria selectiva. De lo contrario, es muy doloroso.» Rashomon, de Kurosawa, sigue siendo una de las películas más verdaderas sobre el cine y sobre la gente que hace cine.
En este laberinto de espejos, afortunado es el cronista que no se pierde entre los infinitos reflejos. Por eso, pese a la profusión de detalles –extraños unos, escabrosos otros–, los lectores pueden estar seguros de que este libro no hace más que arañar la superficie. La escurridiza verdad es aún más extraña.
En Hollywood eran muchos, muchísimos, los que esperaban ansiosos que se contara la historia de la década de los setenta. Como ha dicho el productor Harry Gittes: «Quiero que mis hijos sepan lo que hice.» Esos años fueron los mejores de la vida de muchos, años en los que hicieron sus mejores obras, y, por ello, todos fueron más que generosos a la hora de brindarme su tiempo y su apoyo, y se mostraron siempre dispuestos a hacer la llamada telefónica necesaria que allanaba el terreno para poder hacer más entrevistas. No necesito nombrarlos; cuando lean las páginas de mi libro, sabrán a quiénes me refiero. Mi gratitud para con todos ellos es infinita.
Además, quisiera agradecer la generosa ayuda que me brindó todo el personal de la revista Premiere, donde trabajé muy a gusto mientras investigaba y escribía este libro; gracias sobre todo a Susan Lyne, fundadora y jefa de redacción, que me dio toda la libertad que necesitaba, y también a Chris Connelly, que me descubrió la importancia del National Enquirer; a Corie Brown, Nancy Griffin, Cyndi Stivers, Rachel Abramowitz, Terri Minsky, Deborah Pines, Kristen O’Neil, Bruce Bibby, John Clark, Marc Malkin, Sean Smith, y al actual editor, Jim Meigs. Fueron muchos más los que me ayudaron con la investigación y la transcripción, y quiero dar las gracias especialmente a John Housley, Josh Rottenberg y Susanna Sonnenberg.
Michael Giltz comprobó a fondo todos los datos, y Natalie Goldstein reunió las fotografías. Sara Bershtel, Ron Yerxa, John Richardson, Howard Karren y Susan Lyne leyeron el largo manuscrito y me brindaron valiosos consejos en lo que atañe a su estructura y redacción, y en este aspecto quiero también dar las gracias a Lisa Chase y Susie Linfield. Fue George Hodgman quien hizo posible este libro, cuando estaba en Simon & Schuster; Alice Mayhew le dio su bendición, y Bob Bender, junto con su secretaria, Johanna Li, contribuyeron a que finalmente viera la luz. Kris Dahl, mi agente, me guió por el oscuro camino de la escritura y la edición.
Por último, quiero también dar las gracias a Elizabeth Hess, mi esposa, y a Kate, mi hija, por su paciencia y su apoyo.
Para Betsy y Kate
INTRODUCCIÓN: GOLPEANDO EN LA PUERTA DEL CIELO
Algunos de mis amigos decían que los setenta fueron
la última Edad de Oro. Y yo les decía: «¿Cómo
podéis afirmar eso?» Me contestaban: «Bueno, teníamos
a todos esos grandes directores haciendo una
película tras otra: Altman, Coppola, Spielberg, Lucas...»
MARTIN SCORSESE
9 de febrero de 1971, las seis y un minuto de la mañana. Unos coches desperdigados, los faros apenas visibles en la oscuridad que precede al amanecer, acababan de lanzarse a las autopistas mientras los primeros trabajadores de la periferia se tomaban, con cara de sueño, un café en vasos de Styrofoam y escuchaban las primeras noticias del día. Se esperaba una máxima de veintiún grados centígrados. El juicio de los Manson, ya visto para sentencia, aún despertaba el interés de la ciudad de Los Ángeles. De repente, la tierra empezó a temblar con violencia, un temblor que no se parecía en nada al de los terremotos anteriores, que, en comparación, habían sido un balanceo casi relajante. Éste fue un abrupto levantarse del suelo que enseguida volvía a caer, aterrador en su intensidad y duración; además amenazaba con prolongarse eternamente. A muchos, ese temblor de 6,5 de intensidad les recordaba el Big One, el «grande». Las chicas de Manson dirían más tarde que el mismo Charlie lo había provocado, como castigo para los pecadores que lo atormentaban.
En Burbank, Martin Scorsese se vio obligado a saltar de la cama. Acababa de presentársele una gran oportunidad, un trabajo de montaje en Warner Bros., y había llegado de Nueva York pocas semanas antes. Marty se alojaba en el Toluca, un motel situado frente a los estudios. Estaba soñando con libros raros cuando oyó un ruido sordo; se imaginó que estaba en el metro. «Salté de la cama, miré por la ventana», recuerda. «Todo temblaba. Unos relámpagos parecían acuchillar el cielo..., pero eran los cables eléctricos de los postes de teléfono. Era espeluznante. Tengo que salir de aquí, pensé. Cuando terminé de ponerme las botas de vaquero, cogí el dinero y la llave de la habitación. Cuando llegué a la puerta, ya había terminado. Me fui al Copper Penny y, mientras tomaba un café, hubo una réplica importante. Me levanté dispuesto a salir corriendo pero un tipo me miró y me dijo: “¿Pero adónde vas a ir?” Yo le dije: “Tienes razón. No tengo salida.”»
Para Scorsese, en efecto, no había otro lugar a donde ir. Había venido a Hollywood en pos de su sueño, y si el viaje iba a ser más accidentado de lo que había imaginado, tenía que aguantar mecha o volverse a Nueva York, a hacer películas para la industria, vivir en su antiguo barrio y comer cannoli, sin poder olvidar jamás que no había tenido el estómago que hace falta para triunfar en el mundo del cine.
Sesenta y cinco personas murieron en ese temblor antes de que el polvo se asentara. Ninguno de los personajes que pueblan este libro estaban entre las víctimas. Sus heridas serían autoinfligidas.
Para nuestro propósito, el terremoto de 1971 es un dato secundario e innecesario, un hecho que no hizo más que rizar el rizo, como siempre había acostumbrado a hacer Hollywood. El terremoto real, la convulsión cultural que hizo que se desmoronase la industria del cine, había comenzado una década antes, cuando empezaron a desplazarse las placas tectónicas bajo los platós de las productoras, haciendo pedazos las verdades de la guerra fría –el miedo universal a la Unión Soviética, la paranoia de la Amenaza Roja, la amenaza de la bomba– y liberando a una nueva generación de cineastas paralizados por el hielo del conformismo de los años cincuenta. Después, sin orden ni concierto, se produjo una serie de sacudidas premonitorias –el movimiento por los derechos civiles, los Beatles, la píldora, Vietnam, las drogas– que se combinaron para hacer temblar a los desesperados estudios y lanzar sobre ellos la oleada demográfica del llamado baby boom.
Puesto que las películas son un producto caro, cuya producción requiere, además, mucho tiempo, Hollywood es siempre el último en saber, el más lento en responder, y, en aquellos años, estaba al menos un lustro por detrás de las demás artes populares. Tuvo que transcurrir un tiempo antes de que el olor acre del cannabis y los gases lacrimógenos alcanzara las piscinas de Beverly Hills y los gritos de los manifestantes llegaran a las puertas de los estudios. Sin embargo, cuando el flower power golpeó a finales de los sesenta, golpeó con fuerza. Mientras los Estados Unidos ardían, los Ángeles del Infierno invadían Sunset Boulevard con sus motos y las chicas bailaban en topless en la calle al compás de The Doors, que atronaban en los clubs del Strip. «Parecía que la tierra estaba en llamas y que, al mismo tiempo, de ella brotaran tulipanes», recuerda Peter Guber, entonces en prácticas en Columbia Pictures y más tarde director de Sony Pictures Entertainment. Fue una larga fiesta: todo lo viejo era malo, todo lo nuevo era bueno. Nada era sagrado, todo estaba disponible. Fue, de hecho, una revolución cultural al estilo americano.
A finales de los sesenta y principios de los setenta, si uno era joven, ambicioso y talentoso, no había en la tierra ningún lugar mejor que Hollywood. El rumor que se extendió sobre el mundillo del cine empezó a atraer a las escuelas de cine a los mejores y más brillantes hijos del baby boom, el impresionante aumento de la natalidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Todo el mundo quería entrar en ese ambiente. Norman Mailer quería hacer cine más que escribir novelas; Andy Warhol quería hacer cine más que reproducir latas de sopa Campbell. Las estrellas del rock, como Bob Dylan, Mick Jagger y los Beatles, no veían el momento de ponerse delante –y en el caso de Dylan, detrás– de la cámara. En palabras de Steven Spielberg: «En los setenta se levantó por primera vez una especie de restricción a la edad; a la gente joven se la dejó pasar, con toda su ingenuidad y su sabiduría y con todos los privilegios de la juventud. Fue una avalancha de grandes y nuevas ideas, y por eso fue una década crucial.»
En 1967, dos películas, Bonnie y Clyde y El graduado, hicieron temblar la industria. Otras las siguieron en rápida sucesión: 2001: una odisea del espacio y La semilla del diablo en 1968; Grupo salvaje, Cowboy de medianoche y Easy Rider (En busca de mi destino) en 1969; M.A.S.H y Mi vida es mi vida en 1970; Contra el imperio de la droga (The French Connection), Conocimiento carnal, La última película y Los vividores en 1971, y El padrino en 1972. Antes de que nadie se diera cuenta, surgió un movimiento –inmediatamente bautizado «Nuevo Hollywood» por la prensa– liderado por una nueva generación de directores. Si alguna vez hubo una década de los directores, fue, sin duda alguna, ésta; directores, que, en cuanto grupo, disfrutaron de más poder, prestigio y riqueza que nunca. Los grandes directores de la era de los estudios, como John Ford y Howard Hawks, se consideraban a sí mismos meros asalariados, pagados –algunos incluso muy bien pagados– para fabricar entretenimiento, narradores de historias que rehuían el estilo afectado para que no interfiriese en el negocio. Por el contrario, los directores del Nuevo Hollywood no tuvieron el menor reparo –y, en muchos casos, con todo el derecho– en ponerse el manto del artista, ni evitaron desarrollar un estilo personal que distinguiera su obra de la de otros directores.
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Traducción de Daniel Najmías
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