25/02/2022
Empieza a leer 'Mis días con los Kopp' de Xita Rubert


Habíamos llegado con cierto retraso, pero allí nos esperaban Sonya y Andrew Kopp, plantados en la puerta del hotel. Parecían muertos de frío, ella se rodeaba el vientre con ambos brazos, dándose calor por debajo del abrigo, habiendo supuesto, digo yo, que incluso en el norte la península sería caribeña, y no azul, morada, británica como ella misma, como Sonya Kopp, digo.

El sol se había puesto hacía un rato, yo lo había visto desaparecer desde la ventanilla del avión. No era muy tarde pero sí febrero, la oscuridad y la niebla cómplices, disuasorias, y las farolas no iluminaban los rostros de los Kopp. Solo la calva huevuda de él. La melena pálida, corta de ella. La luz se reflejaba en lo blanco, en nada más.

Aun así, lo vi. Vi el modo en que Sonya registró mi presencia cuando nos bajamos del taxi y nos acercamos a ellos. Me miró sin reconocerme del todo, como si el contorno de mi figura no estuviese bien definido, o mi cuerpo fuese translúcido y fantasmal, o acaso toda yo prescindible para su selecta atención en aquel momento, a aquellas horas, las nubes habiendo bajado del cielo, los focos enfocando solo lo blanco. Andrew atravesó el gris y se abalanzó sobre mí. Me abrazó. Mientras tanto Sonya recibió dos besos de mi padre, un tanto obligada: aquel era un saludo demasiado táctil para ella. Durante aquellos días pareció sentirse forzada a todo, incluso a posar los ojos en ti cuando le hablabas, a soportar la mera presencia de otros seres. Me pregunto qué hubiese hecho por sí misma, a gusto, sin cara de circunstancias o de incomodidad suprema. Qué hacía cuando estaba sola, sin Andrew, o en días luminosos de verano, cuando la vida de uno está a la vista de todos. Nunca la vi sola, o en otra estación aparte del invierno, y eso fue parte del problema.

Estos primeros recuerdos no deben dar una impresión equivocada: yo no sentía hostilidad hacia Sonya. Al contrario, su actitud displicente me hacía admirarla, pues mi padre me había educado –adiestrado– para ser siempre amable: con los desconocidos, con los seres extraños y fantasmagóricos que no me daban buena espina, con los abusones. Además, Sonya hacía bien en no dignarse a abrazar a mi padre, en apenas rozarle las mejillas al besarlo: yo no recordaba cuándo se había duchado por última vez. Se había negado a hacerlo antes de irnos al aeropuerto, alegando, como siempre, que ducharse no era bueno para la capa protectora de la epidermis.

Le dije que la epidermis era la capa protectora, exterior, de la piel. No recibí respuesta. Vi en sus ojos que se compadecía de mí por tener aquella costumbre: ducharme. Desde Madrid, limpia y sucio, habíamos viajado al norte de España –a la ciudad que no nombraré– para encontrarnos con los Kopp.

– Sonya, cariño, esta es Virginia. La hija de Juan. Por fin os conocéis.
– Virginia –repitió Sonya, con la cadencia de Andrew, negándose a integrar mi nombre en su repertorio de palabras españolas–. Qué alegría, hola.

Sonya no me miraba a los ojos porque escrutaba mi pelo, mi camisa ligeramente escotada, los vaqueros de campana que, en la cintura, se me ceñían y me apretaban, las caderas me habían crecido notablemente aunque yo seguía embutiéndolas en ropa que ya no era de mi talla. Tenía diecisiete años, y todas mis amigas del colegio hacían lo mismo, seguir usando la ropa de cuando teníamos quince. Más tarde, aquella misma noche, me quedé pensando en qué significaba su modo indiscriminado de investigar mi atuendo, cuando minutos antes Sonya había ignorado mi presencia felizmente. Me observó, cuando lo hizo, como si toda yo fuese un error, no solo una adolescente vestida de forma inapropiada e incómoda para viajar. Como si pudiese provocar una catástrofe, o mi propia existencia –de la que sin duda tenía noticia previa, aunque fingiese lo contrario– fuese un gran peligro.

¿Un peligro para quién? Sonya, a veces pienso que escribo solo para ti, en lugar de sobre ti o acerca de lo que sucedió durante mis días con vosotros, los Kopp. Incluso vuestro apellido he alterado, no para que nadie os encuentre, sino para deshacerme yo misma, y en vano, de imágenes contradictorias y sentimientos encontrados. Recordaré –alteraré– siempre lo que sucedió. En parte para castigarme a mí misma, y en parte porque no tengo interés en la verdad: querer la verdad sería asumir la derrota, recordar que luché, perdí y fingí no darme cuenta. Ni la verdad ni el recuerdo. Solo me gustaría encontrarte. Y, como haría tu hijo el escultor, recubrirte en yeso. El resto se moverá y avanzará como personajes en lugar de esculturas, pero yo te preferiré a ti: blanca, inmóvil y hostil.

Hasta entonces, yo solo había advertido la hostilidad de Sonya –hostilidad disfrazada de madura seriedad, de senil impasibilidad– en algunos hombres. Hombres para los que una palabra mía, un movimiento o una decisión tendrían consecuencias irreversibles, agonías y sufrimientos que yo, adolescente y escurridiza, no llegaría a ver pese a haberlos «provocado». Como si cada hombre no fuese responsable de dónde coloca sus esperanzas, a qué ser frívolo e infantil entrega su corazón, qué proyecciones e imágenes alberga, oculta, y luego, cuando el suceso o la amante imaginada resulta no existir, tuviera derecho a culpar –a castigar– a alguien más allá de sí mismo. Como si los sueños, y los niños, tuviesen la culpa de abrazarte un segundo y echar a correr.

Tal vez el mismo Andrew Kopp era uno de esos hombres. Con apenas diecisiete años, como digo, ya me había visto con la necesidad de categorizar a los hombres adultos en subtipos genéticos, especie más digna de investigar que de tocar; manipularlos, sí se podía, porque es posible hacerlo desde lejos, con la mente, con la mirada que finge ser inocente, finge no saber, finge ser blanca. Casi todos los amigos de mi padre, para hablar claro, eran «de esos hombres». Desde sus ojos diminutos, hundidos entre pliegues y párpados, escondidos tras unas gafas más microscópicas aún, Andrew me miraba verdaderamente maravillado, como si fuese yo el espécimen, o hubiese esperado toparse con la criatura de diez años que había visto por última vez en Madrid, o como si el desarrollo físico de la especie humana –de la mujer humana– fuese algo insólito: milagroso y, como todo milagro, insoportable. Algo comentó sobre mi «sorprendente apariencia», aunque no recuerdo qué, debí de sentir una vergüenza tal que bloqueé el significado. Sonya le dio palmadas nerviosas en la espalda, riendo, y le pidió que soltase «a la pobre niña».

– ¡Te digo que ya no es una niña! ¡Mírala!

La insistencia de Andrew era un poco ridícula y papá, como yo, se reía ante lo ridículo. Es más, yo sentía alegría. Efusiva bienvenida en medio del callejón desierto, frío: los contrastes inesperados también nos hacían reír, a nosotros. Y aunque sea cierto que mi padre tenía varios amigos pervertidos –sobre todo los académicos «humanistas» y los médicos en misiones «humanitarias»–, Andrew no era exactamente uno de ellos, y sería injusto sugerirlo. Andrew era una mezcla de varias cosas, y como tal su comportamiento era raro e imprevisible, pero también inofensivo. Era de ascendencia austríaca, nacido y criado por algún motivo –su padre era diplomático, creo recordar, pero tal vez es un recuerdo inventado– en Egipto. Era un señor extravagante y, afincado desde hacía años en Inglaterra, más inglés que los propios ingleses. Mejor dicho, Andrew tenía todas las cualidades de los británicos pero sin los modos victorianos que los convierten en seres convencionales, reprimidos. Sonya era inglesa, por supuesto, aunque no confirmó ninguno de estos prejuicios. Era, también por supuesto, judía.

Tras una mínima conversación en el vestíbulo del hotel, tanto los Kopp como nosotros nos retiramos. El encuentro con Sonya me había incomodado, y no podía expulsar de mí su melena corta, sus ojos igual de pálidos. Una vez instalados en la habitación, le pregunté a mi padre sobre los Kopp, esperando que me hablase de ella. Pero me habló de Andrew, y yo no quise insistir.

– Nos conocimos cuando yo trabajaba en Viena, tú aún no habías nacido, y yo ni siquiera había conocido a tu madre. El caso es que entonces Andrew también daba clases en la universidad. Te hablo de finales de los ochenta o principios de los noventa. Andrew no soportaba a sus compañeros de departamento y, como te puedes imaginar, yo tampoco acababa de encajar en el mío. No nos conocimos por los pasillos de la universidad, sino en una cafetería fuera del campus a la que íbamos a trabajar, porque evitábamos nuestras respectivas oficinas. La cafetería estaba llena de colegiales comiendo schnitzel, y luego estábamos él y yo. Todavía recuerdo cómo se oían los golpes de mazo contra los filetes, desde la cocina, pam, pam, pam. Y cuánto preferíamos la compañía de chicos de trece, catorce, quince años, tan distintos a los estudiantes pretenciosos de nuestras clases, y a nuestros colegas dinosaurios. Como dice el poema de Guillén: «En el cielo, las estrellas / A mi entorno, los colegas.» Aquella cafetería era nuestro refugio de los colegas, y llegamos a pasarlo estupendamente, juntos. Y no te niego que las jovencitas austríacas fuesen algo digno de mirar durante horas, inspiración sensual...

Me miró sin vergüenza, sus ojos abiertos, su boca amiga dudando entre reír o no. Fui yo la primera en reír. A mí me gustaba aquel modo de encapsular ideas en versos, en lugar de en razonadas y largas explicaciones. De meter la pata, a veces. De no decir siempre lo correcto, lo moral, sino lo inmediato: lo sentido sin censura. Yo compartía su alegría impúdica con él. Con él siempre me divertía, y por eso lo había acompañado a la entrega de no sé qué distinción académica que le daban a Andrew Kopp en España. A menudo me preguntaba si lo acompañaría a tal o cual ceremonia, obra de teatro, entrega de algo, aunque el evento fuese de dudoso interés. Siempre se encontraba allí con amigos, pero, tras someternos al baile social de saludos inesperados y miradas afectuosas, terminábamos él y yo solos, sentados en alguna esquina, evitando los grupos que se formaban y regeneraban a medida que avanzaba la velada. Sé que a veces me utilizaba para no acabar en un círculo de «colegas»; que incluso le gustaba que me confundieran con su jovencísima pareja, cuando mi cuerpo empezó a desplegarse; pero tengo la certeza de que nada de lo inusual o extraño importa, tengo yo el poder de excusarlo, divertirme por doble partida al recordarlo. Pese a todo lo que vino luego –cuando la enfermedad agravó lo extraño, lo inusual de mi vida con él–, siempre supe que mi padre me quería como quiere un océano, no un mar, oleadas sin orilla; que a él le gustaba yo tanto como a mí él; que sus modos torpes, y más tarde enfermos, no borraban, no invalidaban lo puro de nuestra amistad. A un amigo se le perdona que no te enseñe a nadar, si él es barco. Barco hundido, que ríe incluso con la boca llena de agua.

Vimos la televisión hasta tarde. Jugamos a cambiar de canal para repasar todos los telediarios nocturnos y puntuar del uno al diez el vestuario de las presentadoras. Todavía recuerdo sus puntuaciones, sus comentarios entre feministas y groseros, el elogio y la ofensa eran, en su boca, una misma frase. No sé quién se durmió primero, seguramente yo.



Mis días con los Kopp

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