04/09/2023
Empieza a leer '¡Mira los arlequines' de Vladimir Nabokov

 

Primera parte

 

I

Conocí a la primera de mis tres o cuatro sucesivas mujeres en circunstancias bastante extrañas, cuyo acaecer hacía pensar en una burda intriga plagada de detalles absurdos y urdida por un conspirador no solo ignorante del fin perseguido, sino también empeñado en torpes maniobras que parecían excluir toda posibilidad de éxito. Fueron precisamente esos errores, sin embargo, los que acabaron tejiendo una red que, con ayuda de otras meteduras de pata mías, me envolvió y me hizo cumplir el destino final de la trama.

En algún momento del semestre académico de Pascua, durante el último año que pasé en Cambridge (1922), fui consultado «en mi condición de ruso» acerca de algunos pormenores para la caracterización de los personajes de El inspector, de Gógol, que el Grupo Glowworm –dirigido por Ivor Black, un buen actor aficionado– deseaba representar en inglés. Él y yo teníamos el mismo tutor en el Trinity College y Black me sacó de quicio con su tediosa imitación de las remilgadas maneras de aquel viejo (actuación que se prolongó durante casi todo nuestro almuerzo en el Pitt). La breve conversación sobre el motivo de nuestro encuentro fue aún menos agradable. Ivor Black quería que el alcalde de Gógol apareciera en batín, pues «cuanto ocurría en la obra ¿acaso no era solamente una pesadilla del viejo pillo, y el título en ruso, Revizor, no provenía del francés “rêve”, “sueño”?». Le dije que la idea me parecía insensata.

Si es que hubo ensayos, no participé de ellos. En realidad, ahora que lo pienso, nunca llegué a saber si el proyecto vio alguna vez la luz.

Poco tiempo después me encontré por segunda vez con Ivor Black en una reunión, durante la cual nos invitó a mí y a otros cinco individuos a pasar el verano en una villa de la Costa Azul que, según explicó, acababa de heredar de una anciana tía. En esa ocasión, Ivor estaba muy borracho y pareció muy sorprendido cuando, alrededor de una semana después, en vísperas de su partida, le recordé la eufórica invitación que, según comprobé, yo era el único que había aceptado. Ambos éramos huérfanos, teníamos muy pocos amigos y, le observé, nos convenía apoyarnos mutuamente.

Una enfermedad me retuvo en Inglaterra durante el mes siguiente y fue solo a principios de julio cuando mandé a Ivor una cortés tarjeta postal para anunciarle que llegaría a Cannes o a Niza durante la semana siguiente. Estoy casi seguro de que mencioné la tarde del sábado como fecha más probable.

Mis intentos de telefonear desde la estación fueron vanos: la línea permanecía ocupada y no soy de los que persisten en la lucha contra las defectuosas abstracciones del espacio. Pero ya se me había envenenado la tarde, y la tarde es mi momento preferido. Al iniciar mi viaje me había convencido a mí mismo de que me sentía muy bien; para entonces me sentía espantosamente mal. A pesar del verano, el día era sombrío, húmedo. Las palmeras solamente son atractivas en los espejismos. Por algún motivo, como en un mal sueño, era imposible conseguir un taxi. Al fin me metí en un pequeño autobús maloliente, pintado de azul. El artefacto subió por un camino tortuoso, con tantas curvas como «paradas solicitadas», y me depositó en mi destino al cabo de veinte minutos: casi el lapso que me habría tomado llegar a ese sitio caminando desde la costa por un atajo que después llegaría a conocer de memoria, piedra por piedra, arbusto a arbusto, en el curso de aquel mágico verano. ¡Mágico no era un buen término en aquel lúgubre trayecto! La razón principal que me había hecho ir a ese sitio era la esperanza de calmar con la «brillante salazón» (¿Bennett? ¿Barbellion?) una enfermedad de los nervios que casi rayaba en la locura. Del lado izquierdo de mi cabeza, el dolor era como un frenético juego de bolos. Frente a mí, por encima del hombro de su madre y el respaldo del asiento, un niño me clavaba su mirada inexpresiva. Yo estaba sentado junto a una mujer toda vestida de negro y llena de verrugas, sofocando las náuseas que me provocaban los tumbos del autobús entre el mar verde y las rocas grises. Cuando al fin llegamos a la aldea de Carnavaux (troncos de plátanos moteados, casuchas pintorescas, una oficina de correos, una iglesia), todos mis sentidos convergían en una imagen dorada: la botella de whisky que traía para Ivor en mi bolsa de mano y que me juré probar antes de que él pudiera echarle siquiera una mirada. El conductor ignoró la pregunta que le hice, pero un sacerdote minúsculo, semejante a una tortuga y de pies tremendos, que bajaba antes que yo, señaló sin mirarme una avenida transversal. Villa Iris, me dijo, quedaba a tres minutos de marcha. Cuando me disponía a remontar esa calle acarreando mis dos maletas y en dirección a una zona súbitamente iluminada por el sol, mi presunto huésped apareció en la acera opuesta. Recuerdo –¡medio siglo después!– que durante un segundo me pregunté si habría puesto en mis maletas la ropa adecuada. Ivor vestía pantalones de golf, pero, cosa incongruente, no llevaba calcetines y la franja de piel que exhibía era penosamente rosada. Se dirigía –o fingió que se dirigía– hacia la oficina de correos, para enviarme un telegrama y sugerirme que postergara mi visita hasta agosto, fecha en que un empleo que tenía en Cannice ya no amenazaría con entorpecer nuestras diversiones. Esperaba, además, que Sebastian –fuera quien fuese– llegara para la estación de la vendimia o la fiesta de la lavanda. Murmurando todo eso en voz baja, tomó la más pequeña de mis maletas –la que contenía los objetos de tocador, los medicamentos y una colección casi completa de sonetos que pensaba enviar a una revista de émigrés rusos en París–. Después alzó mi bolsa de mano, que yo había depositado en el suelo para llenar la pipa. La profusión con que registro tantos detalles triviales quizá se explique porque ocurrieron en vísperas de un acontecimiento muy importante.

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Traducción de Enrique Pezzoni

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¡Mira los arlequines!

 

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