ARTÍCULOS
Empieza a leer 'Mil cosas' de Juan Tallón
A Silvia Sesé
–La vida moderna –empezó de nuevo Amory– ya no cambia cada siglo sino cada año, diez veces más deprisa que antes: la población se duplica, las civilizaciones se unen más íntimamente con otras civilizaciones, la interdependencia económica... y estamos perdiendo el tiempo. Yo creo que tenemos que ir todavía más deprisa –acentuó ligeramente sus últimas palabras hasta tal punto que el chófer inconscientemente incrementó la velocidad del coche.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
A este lado del paraíso
El viejo Mitsubishi Lancer marca treinta y seis grados de temperatura a las diez en punto, justo cuando Travis enfila la calle Doctor Fleming en tercera. Suena The White Stripes a todo volumen. Ya no es exactamente de día, pero no se ha formado todavía la noche. Es la hora hipotética. No se ve el sol en el horizonte, aunque queda su eco, asfixiando a la metrópoli de calor. Dentro del vehículo repiquetean muchos ruidos distintos, roncos, finos, crujientes, fantasmas, que proceden de no se sabe qué piezas y rincones. No funciona desde hace una semana el aire acondicionado y en el habitáculo se respira un calor enlatado. Es un calor dentro de otro calor, más enfermizo cuanto más interior.
Deja de acelerar, pisa el embrague, toca levemente el freno y se sube a la acera con un volantazo. Ni reduce a segunda. El coche da un brinco, como el corcovo de un caballo de rodeo, que despierta nuevos ruidos; parece que vaya a desarmarse, y cuando se estabiliza, Travis frena fuerte, porque más adelante hay un banco y en el banco una mujer de unos sesenta años sentada, con las piernas muy abiertas, mirando al cielo, al lado de una bolsa de plástico roja en la que pone Modas Rossy. Se para a menos de dos metros del banco. La mujer gira despacio la cabeza. Queda a la vista que le sobra un diente. Ni se inmuta por la presencia del Mitsubishi Lancer.
Travis tira del freno de mano con fuerza. Suena como un trueno lejano, solo que cerca, justo a su lado. Su mujer siempre le advierte que un día lo va a arrancar de cuajo, y por ahí empezará a desmontarse pieza a pieza el coche, en un efecto dominó al final del cual no quedará nada en pie, solo la palanca, Travis y el asiento. No saca las llaves del contacto. Esa maniobra implica un tiempo hermosísimo que no puede gastar. Desciende a toda prisa. Una atmósfera abrasante se cierne sobre él con una violencia impensada. No vigila si vienen otros vehículos y cruza los cuatro carriles hasta la acera de enfrente corriendo. Cuando llega, la farmacia Rocamadour ya está cerrada. Mira el reloj. Suda y el sudor parece fiebre. Le resbala una gota desde la frente hasta casi la boca. Deja un surco brillante. Se le derrite la vista solo de mirar las cosas estranguladas por los treinta y seis grados de temperatura.
No puede creer lo que está pasando: no llega a tiempo por un minuto. Un asqueroso, pobre, patético minuto. Pero qué hijos de puta, masculla, cómo puede un negocio así cerrar con semejante puntualidad. ¿Es que somos suizos? No obstante, aprecia movimientos en el interior. Al fondo hay una luz encendida. Distingue dos personas detrás del mostrador, un joven con el pelo recogido en una coleta que se está quitando la bata blanca, y una mujer de mediana edad que ya no la lleva puesta. Deduce que se trata de la farmacéutica. Golpea el cristal para llamar su atención. Los de dentro se vuelven hacia él desde la levedad. Le hacen señales intransigentes de que están cerrados. La mujer estira el brazo y toca la esfera de su reloj, como diciendo que es tarde, y a continuación abre y cierra los brazos, varias veces; no hay nada que hacer, la elocuencia de sus movimientos deja flotando un afrancesado C’est fini. Ve cómo Travis mueve los labios, pero está lejos y las puertas insonorizan bien, así que no entiende nada. Mantiene una calma tan glacial que se confunde con soberbia.
–Solo quiero unos pañales –grita Travis, con las manos apoyadas en los cristales, dejando las marcas.
La farmacéutica, como en un partido de tenis, le devuelve más aspavientos. Cerrados. Hay farmacias de guardia. No parece que haya oído lo de los pañales. O le da igual. Si Travis necesitase una pastilla para seguir con vida, su actitud sería la misma. La farmacia tiene un horario, y no hacen excepciones, porque, si hicieran una, después tendrían que hacer otra, y luego otra, y al final lo raro sería cerrar para ir a dormir.
Travis les hace un corte de manga cuando no lo ven, y se vuelve por donde ha venido. Mira el reloj. Las diez y dos minutos. Si se hubiese saltado un semáforo en rojo, habría llegado a tiempo; si no se hubiese detenido a lavarse las manos antes de abandonar el trabajo, también; o si no hubiese cedido el paso en la rotonda a un par de coches que venían despacio. Pero perdió un minuto en algún momento del día, o en varios, y ahora tiene que buscar una farmacia de guardia para hacerse con pañales y no tiene ni idea de cuáles están abiertas.
No necesitaría pañales desesperadamente si la última vez que compró hubiese cogido cuatro paquetes en lugar de tres. Decisiones insignificantes se agrandan cuando se pierden de vista, por el efecto de la mala suerte, y al cabo del tiempo acaban por ocasionar molestias enormes. Las cosas pequeñas no son nada, y de golpe se vuelven notables. Es la historia de casi todas las vidas. Cuando te das cuenta de que a menudo un pequeño cambio no se conforma con ser eso, modesto y solitario, es tarde y ya solo te queda hacerte a un lado para que no te pase por encima una tromba de vicisitudes. Piensa en esto mientras entra en el coche y busca en Google la farmacia de guardia más próxima.
La mujer del banco sigue en la misma posición. No se sabe a dónde mira. Sus ojos todo lo atraviesan, dan con su mirada la vuelta al mundo y regresan al lugar original. Pero qué pinta ahí, se dice Travis, con el calor que hace. Ojalá le importase una higa lo que tiene delante de las narices, pero nunca lo consigue. Se baja del coche.
–Disculpe, señora. ¿Se encuentra bien? Hace mucho calor. Se va a derretir. ¿No estaría mejor en casa?
–Le viene a la cabeza la cifra de veintitrés muertos que ha dejado ya la ola de calor.
La mujer se vuelve.
–¿Dónde estoy?
–¿Dónde está? ¿Cómo que dónde está?
Travis duda, pero le dice el nombre de la ciudad.
–La calle, hombre, la calle.
–Ah, magnífico. Calle Doctor Fleming. Pero ¿entonces está bien, no necesita ayuda? ¿Le traigo una botella de agua?
Con un solo gesto la mujer le pide que se vaya, que no la importune, que no le gustan los desconocidos, aunque tengan muy buenos modales y se preocupen por los demás, o eso se figura Travis. En el fondo, no desea ser un incordio para una mujer que está a su aire, tal vez encantada de morirse en la calle, como un helado de cucurucho. Entra en el coche de nuevo. Si hace una semana hubiese ido a arreglar el aire, ahora lo encendería, lo pondría al máximo, y ya solo por eso pensaría mejor, no sentiría que la vida le está pasando por encima desde hace semanas, que llega tarde y mal a todo. Pero se dijo ya lo arreglaré, siempre puedo bajar la ventanilla, no es para tanto, dejó el problema crecer, irrumpió la ola de calor que está arrasando el país y ahora es un problemón.
El coche no enciende. Lo intenta de nuevo, y nada.
Cierra los ojos, le habla a Dios, al que le pide que el coche arranque, por favor, que arranque, solo eso, no le pide que se acaben las guerras o el hambre, o que el Madrid baje a segunda, solo que arranque. Respira profundamente. Sería demasiado, después de encontrarse la farmacia Rocamadour cerrada por llegar un minuto tarde, que su viejo Mitsubishi de toda la vida lo dejase tirado precisamente ahora. Tampoco a la tercera enciende. Me cago en la putísima madre que te parió, no me hagas esto, amigo.
Al cuarto intento, el motor se estremece y se pone en marcha. Travis respira aliviado y se recuerda que hay que mantener la calma, no desesperarse. En dos días estará de vacaciones y podrá hacer un paquete con todos los problemas y lanzarlo al mar. Todo será felicidad. Pero llegar hasta esa orilla no resultará sencillo. Mañana es día de cierre en la revista y van a pasar muchas cosas. Siempre alberga algún tipo de mal presentimiento en los días de cierre.
Tiene el embrague pisado cuando suena el teléfono. Responde sin ganas, y porque no hacerlo le provoca siempre ansiedad. ¿Y si es importante, de máxima gravedad? Es su naturaleza, predispuesta a abarcarlo todo, a no bajar la guardia, a no fingir que las cosas no están pasando y que siempre tienen que ver con él. Ojalá supiese vivir como si nada, pero vive como si todo. Al otro lado de la línea escucha la voz del que parece un señor mayor. Pregunta por el anuncio del piso de alquiler. Hay mala cobertura.
–¿Qué piso de alquiler? Me parece que se equivoca.
Pero no le hace caso. El hombre insiste. No está bien del oído.
–¡Que yo no alquilo ningún piso! –repite Travis.
–Sí, el piso, dígame, cuántas habitaciones tiene.
No hay manera de que se entiendan. Por qué da hoy con todos los chiflados, se dice, mirando a la mujer de la bolsa de plástico roja, que sigue dispuesta a morir al calor. Al final, para quitárselo de encima, Travis le dice que tiene tres habitaciones y dos baños, uno de ellos con jacuzzi. Y en la planta de arriba, porque se trata de un dúplex, hay un pequeño observatorio astronómico.
–¿Es luminoso?
A Travis le da la risa.
–Sí, es muy luminoso. Nunca habrá visto usted un piso con tanta luz. Entra el sol a raudales. Y además cuenta con unas magníficas vistas al mar.
La cobertura va y viene.
–Pero ¿el piso no está en Andorra?
–Sí, claro, ¿por qué lo pregunta? –dice Travis, aguantando una carcajada. Después solo oye los pitidos de la llamada interrumpida.
* * *
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