08/02/2023
Empieza a leer 'Más liviano que el aire' de Federico Jeanmaire

 

En el océano del vacío

hay nombres, nombres, nombres.

En el océano de lo perdido,

hay nombres.

¿Quién responde

a este chorro de alma

que los llama? Un oleaje

de nombres, nombres, nombres.

¿Qué los separa de la grande muerte

en brazos ya de lo que fueron?

JUAN GELMAN, «Océanos»

 

 

 

Jueves 29 de noviembre

 

Siéntese sobre la tapa del inodoro. Si quiere. No vaya a creer que lo estoy obligando. Se me ocurre, nomás, que puede estar más cómodo sentado sobre la tapa del inodoro. Yo también me traje una silla y la puse cerca de la puerta.

Le voy a contar algo.

No refunfuñe. Le va a hacer mal ponerse así y, además, no va a ganar nada. Hasta le puede llegar a subir la presión. Se lo juro. A mí me ha pasado.

Algo. Le voy a contar algo que tengo muchas ganas de contarle.

Por favor. Sea bueno. Cállese de una vez, cálmese, deje de golpear la puerta como un tonto y escuche quieti­to que no le va a venir nada mal escucharme.

Le conviene, yo sé lo que le digo.

Siempre se aprende de los viejos. Claro que a ustedes, me refiero a los jóvenes, les parece que no, que nada se puede aprender de una vieja tan vieja como yo. Noventa y tres años, tengo. Para noventa y cuatro. Mucho, ¿no?

Da la impresión, no se lo voy a negar, pero la verdad es que se pasa rapidísimo; una casi ni alcanza a darse cuenta de que está viva y ya tiene que morirse. Aunque usted no me crea, está en todo su derecho. Sin embargo, le repito que el tiempo vuela, que pasa volando como dice la gente. Y una ni se entera. A una le parece que todo ocurrió ayer o un rato antes de ayer. Pero no lo quiero entretener con estas cuestiones: si usted me deja, yo le cuento lo que quiero contarle sobre mi madre y listo, ya está, le prometo que no lo molesto más.

Sí, sobre mi madre.

Así me gusta, que sea un poco más dócil, que entien­da, que se deje contar. Usted es joven y aunque sea mentira, estoy segura de que todavía cree que tiene toda la vida por delante. Un montón de tiempo por delante. Y eso es mentira, por supuesto. Una mentira tan grande como el tiempo. Pero usted todavía no lo sabe y, cuando lo sepa, créame que ya va a ser demasiado tarde. Como me pasó a mí. De todos modos, le agradezco que ahora tenga ganas de escuchar. Y de aprender, también.

Ah. Entonces no tiene ganas. Ni de una cosa ni de la otra. Y, bueno, puede ser que no tenga ganas. Aunque, claro, yo le voy a contar igual lo que quiero contarle. Mejor es que lo sepa desde ahora. Usted se me queda bien calladito, yo le cuento y, después, ya me dirá si le interesó lo que le conté o no le interesó un comino. De cualquier manera, la verdad es que estoy un poco sorda, qué se le va a hacer, problemas de la edad. Así que.

El asunto es que mi madre se llamaba Delia. Pero le decían Delita. Y aunque no llegué a conocerla, permítame que yo también la llame Delita. Para mí es Delita, siempre será Delita, vio cómo son esas cosas.

¿Tampoco le importa saber cómo se llamaba o cómo le decían a mi madre?

Tendría que importarle, es el asunto del que quiero hablarle y, si usted no registra el nombre de la protagonista, se le va a hacer muy difícil seguirme. Además se trata de mi madre, no sea maleducado, tenga un poco más de respeto.

No, no, no. Así no vamos a llegar a ningún lado: usted no me deja que le cuente y entonces todo se alarga. A mí no me importa, le digo la verdad, estoy muy sola. Todo el santo día, sola. Todos los días de toda la vida, sola. Sin embargo, a usted me parece que sí debería importarle. Usted todavía supone, se le nota, que tiene la vida entera por de­lante, que tiene muchas cosas por hacer, que tiene futuro, un porvenir. Para mí, creo que ya se lo dije antes, discúlpeme si me repito, usted no tiene nada, ninguna de esas cosas. Pero no por usted mismo, no se piense que le tengo ojeriza o que tengo una cuestión personal en contra suya. No. Nada de eso. Se lo digo a usted porque usted es el que ahora mismo está acá, encerrado en el baño, si fuera otro cualquiera el que estuviera en su lugar, también le diría lo mismo.

Se lo juro.

Así me parece mucho mejor. Que se lo tome con paciencia. La paciencia es la madre de todas las virtudes. ¿De qué sirve ponerse ansioso, desesperarse? No sirve de nada. Y eso también se lo juro: yo sé de paciencia y también sé de desesperación.

Está bien, no me voy más por las ramas. Voy al grano.

Al asunto de mi madre, de Delita quiero decir.

Yo no la conocí. Por eso me cuesta tanto llamarla mamá. Me sale Delita. Así la llamaban todos los que me contaron algo sobre ella cuando me puse más grande. Pobrecita, murió muy joven, apenas tenía veintitrés, a principios de 1916, en marzo, hace una eternidad. Murió justo dos años después de que yo naciera. Por eso es que le digo que no la conocí.

Es cierto. Reconozco que tiene razón. En realidad, la conocí. Pero la realidad es un problema, no se vaya a creer que se trata de una cuestión tan fácil como usted lo acaba de argumentar. La realidad, vaya asunto. Algo muy complicado. Aunque, si me apura, hasta me animaría a afirmarle que la historia de mi madre tiene mucho que ver con la realidad. Creo. No sé. Se me ocurre. Con lo difícil que resulta hablar de la realidad sin caer en la zoncera.

Está bien. Ya empiezo.

Sin embargo, si se fija bien, el culpable de que todavía no haya podido comenzar a contarle lo que quiero contarle es usted.

Se la pasa interrumpiéndome.

Ve lo que le digo. Otra vez me interrumpe. Parecía que se había tranquilizado y nada. Ahora me sale con esto. Le duró un rato, apenas, la paciencia.

Por supuesto.

Eso está mejor.

Tomarse las cosas con paciencia resulta mucho más inteligente de su parte. Incluso, me gustaría avisarle que aunque hace unos minutos usted me haya asegurado que no quería escucharme, que no quería aprender, ya está aprendiendo. Al menos ya está aprendiendo la paciencia y, si aprende a ser paciente, todos los demás aprendizajes de la vida le van a resultar más fáciles. Uno se pone más receptivo, más humano. Menos egoísta.

Me lo va a terminar agradeciendo. Y, quizá, hasta yo misma aprenda algo con usted. Sería raro, estoy demasiado vieja como para todavía tener algo que aprender de un muchacho. Pero, quién le dice, en una de esas.

No, no. Así, no. Así la cosa no va ni para adelante ni para atrás. No le va a servir a usted ni me va a servir a mí. Usted pasa de la paciencia a la impaciencia en un par de segundos. Es una persona sumamente inestable, me da la sensación.

Mejor voy a prepararme un té.

Sí, un té.

Y a usted, mientras tanto, creo que le convendría reflexionar.

Estoy acá nomás, a unos pocos pasos, la cocina está pegada al baño, no sé si se fijó cuando entró. Se lo digo porque como entró tan nervioso, tan entusiasmado por el dinero que me iba a robar, capaz que ni siquiera se dio cuenta de que la cocina está acá al lado.

Si quiere aprovechar para desahogarse, hágalo con toda confianza, yo lo escucho igual desde allá. Aunque, la verdad, le repito que estoy un poco sorda. Pero eso sí, le pido encarecidamente que cuando vuelva hasta acá, después de tomarme el té, usted ya haya entendido todo lo que tiene que entender acerca de la extraña situación en la que, por su culpa, estamos los dos inmersos y, entonces, me deje contarle lo que tengo que contarle sin tantas interrupciones odiosas.

Recapacite.

Por favor.

Y no se ilusione: si grita o si golpea la puerta, por más fuerte que lo haga, nadie más que yo lo va a oír. Se lo aseguro: este es el último piso del edificio y abajo no vive nadie desde hace un montón de años.

* * *

Más liviano que el aire

 

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