20/10/2023
Empieza a leer 'Maigret y la vieja dama' de Georges Simenon

 

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«LA SEÑORA» DE LA BICOQUE

 

Bajó del París-El Havre en una pequeña estación tétrica, Bréauté-Beuzeville. Había tenido que levantarse a las cinco y, al no encontrar taxi, había tenido que tomar el primer metro para la estación de Saint-Lazare. Ahora, esperaba el enlace.

—¿El tren para Étretat, por favor?

Eran más de las ocho de la mañana y hacía rato ya que era de día; pero aquí, a causa de la llovizna y la humedad, uno tenía la impresión de que aún estaba amaneciendo.

No había ni un café ni un restaurante en la estación, sólo una especie de bar enfrente, al otro lado de la carretera, donde paraban los carros de los tratantes de ganado.

—¿Étretat? Tiene tiempo. Su tren está allí.

Le señalaron, lejos del andén, unos vagones sin locomotora, unos vagones antiguos, de un color verde que ya no se usaba, y detrás de las ventanillas había unos viajeros inmóviles, que parecían estar esperando desde el día anterior. Aquello no era serio. Parecía un juguete, un dibujo infantil.

Una familia—¡parisinos, por supuesto!—corría a toda velocidad, sabe Dios por qué, saltaba los raíles, se precipitaba hacia el tren sin máquina, los tres niños con sus salabres a cuestas.

Eso fue lo que disparó el clic. Por un momento, Maigret no tuvo edad y, estando a más de veinte kilómetros del mar, le pareció notar su olor y percibir su murmullo rítmico; levantó la cabeza y miró con cierto respeto las nubes grises que debían de venir de la costa.

Porque el mar, para él que había nacido y había pasado su infancia lejos, tierra adentro, seguía siendo esto: unos salabres, un tren de juguete, hombres con pantalón de franela, sombrillas en la playa, marisqueros y vendedores de souvenirs, tabernas donde se bebe vino blanco y se degustan ostras, y pensiones de familia que tienen todas el mismo olor, un olor que no se encuentra en ninguna otra parte, pensiones de familia donde, al cabo de unos días, la señora Maigret se sentía tan desdichada por estar mano sobre mano que no le habría importado ofrecerse a lavar los platos.

Maigret sabía que no era cierto, evidentemente, pero cada vez que se acercaba al mar, se apoderaba de él la impresión de un mundo artificial, poco serio, donde nada grave podía acontecer.

 

* * *

Traducción de Núria Petit

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Maigret y la vieja dama

 

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