22/09/2022
Empieza a leer 'Maigret tiene miedo' de Georges Simenon

 

 

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EL TRENECITO BAJO LA LLUVIA

 

De repente, entre dos apeaderos cuyo nombre ni siquiera conocía y de los cuales en la oscuridad no había visto casi nada, salvo la cortina de lluvia cayendo delante de una farola y unas siluetas empujando carretillas, Maigret se preguntó qué estaba haciendo allí.

¿Se habría amodorrado en el compartimento por culpa de la sofocante calefacción? En cualquier caso, no había perdido del todo el conocimiento porque sabía que estaba en un tren; oía el ruido monótono; estaba seguro de que, de vez en cuando, había seguido viendo en la oscura vastedad de los campos las ventanas iluminadas de alguna granja aislada. Todo eso, y el olor a hollín que se mezclaba con el de su ropa mojada, seguía siendo real, como también un murmullo ininterrumpido de voces en un compartimento contiguo, aunque en cierto modo eso perdía actualidad, ya no se situaba muy bien en el espacio, ni sobre todo en el tiempo.

Habría podido estar en otra parte, en cualquier trenecito que atravesase el campo, y él mismo habría podido ser un Maigret de quince años volviendo el sábado del instituto en un ómnibus exactamente igual a éste, de vagones antiguos cuyos tabiques crujían a cada esfuerzo de la locomotora. Con las mismas voces en la noche, a cada parada, los mismos hombres trajinando en torno al vagón de correos y el mismo silbato del jefe de estación.

Entreabrió los ojos, aspiró la pipa que se había apagado, y su mirada se posó en un hombre sentado en el otro extremo del compartimento. En otro tiempo, el mismo hombre habría podido estar en el tren que lo devolvía a casa de su padre. Habría podido ser el conde, o el propietario del castillo, el personaje importante del pueblo o de cualquier pequeña población.

Llevaba un traje de golf de tweed claro y una gabardina de esas que sólo se ven en algunas tiendas muy caras. Se tocaba con un sombrero de caza verde, con una minúscula pluma de faisán metida debajo de la cinta. Pese al calor, no se había quitado los guantes de color rojizo, pues esa gente jamás se quita los guantes en un tren ni en un coche. Y, a pesar de la lluvia, no había ni una mancha de barro en sus zapatos bien lustrados.

Debía de tener sesenta y cinco años. Ya era un señor mayor. ¿No es curioso que los hombres de esa edad se preocupen tanto de los detalles de su apariencia? ¿Y que todavía jueguen a distinguirse del común de los mortales?

Su tez era del particular rosa de los de su especie, con un bigotito de un blanco plateado en el cual se perfilaba el círculo amarillo que dejaba el puro.

Su mirada, sin embargo, no tenía todo el aplomo que hubiera debido. Desde su rincón, el hombre observaba a Maigret, que a su vez le echaba alguna que otra ojeada y, en dos o tres ocasiones, pareció estar a punto de dirigirle la palabra. El tren volvió a ponerse en marcha, sucio y mojado, en un mundo oscuro sembrado de luces muy dispersas, y a veces, en un paso a nivel, se atisbaba a alguien en bicicleta esperando que acabase de pasar el convoy.

¿Estaba triste Maigret? Era algo más vago que eso. Se sentía raro. Y en primer lugar, esos tres días había bebido demasiado, porque no hubo más remedio, pero a desgana.

Había asistido al congreso internacional de policía, que ese año se había celebrado en Burdeos. Era el mes de abril.

Cuando abandonó París, donde el invierno había sido largo y monótono, parecía que la primavera estaba a punto de llegar. Pero en Burdeos había llovido durante los tres días, y un viento frío pegaba la ropa al cuerpo.

Casualmente, el puñado de amigos con los que en general coincidía en esos congresos, como Mr. Pyke, no habían acudido. Todos los países parecían haberse confabulado para enviar sólo a jóvenes, hombres de entre treinta y cuarenta años a los que no había visto nunca. Todos se habían mostrado muy amables con él, muy atentos, como se acostumbra con un hombre mayor al que se respeta pero al que se considera un poco desfasado.

¿Era una impresión? ¿O acaso la lluvia incesante lo había puesto de mal humor? ¿Y todo el vino que habían tenido que beber en las bodegas que la Cámara de Comercio los había invitado a visitar?

—¿Te lo estás pasando bien?—le había preguntado su mujer por teléfono.

Él había respondido con un gruñido.

—Trata de descansar un poco. Cuando te fuiste, me pareció que estabas fatigado. De todas formas, te distraerás. No cojas frío.

¿Tal vez se había sentido viejo de repente? Ni siquiera las conversaciones, que versaban casi todas sobre nuevos procedimientos científicos, le habían interesado.

El banquete había tenido lugar la noche anterior. Esa mañana había habido una última recepción, esta vez en el ayuntamiento, y un lunch abundantemente regado. Le había prometido a Chabot que aprovecharía no tener que estar en París hasta el lunes por la mañana para pasar a verlo en Fontenay-le-Comte.

También Chabot se iba haciendo viejo. Habían sido amigos en otro tiempo, cuando Maigret estudió dos años Medicina en la Universidad de Nantes. Chabot estudiaba Derecho. Vivían en la misma pensión. Dos o tres veces, el domingo, había acompañado a su amigo a casa de su madre en Fontenay.

Y, desde entonces, en todos esos años tal vez se habían visto diez veces en total.

—¿Cuándo vendrás a visitarme a la Vendée?

La señora Maigret había apoyado la idea.

—¿Por qué no pasas por casa de tu amigo Chabot al volver de Burdeos?

Tendría que haber llegado a Fontenay hacía dos horas. Se había equivocado de tren. En Niort, donde se había demorado un buen rato tomando unos vinos en la sala de espera, estuvo dudando si telefonear para que Chabot fuera a recogerlo en coche.

No lo había hecho, en realidad, porque si Julien iba a buscarlo, insistiría para que Maigret se quedase a dormir en su casa, y al comisario le horrorizaba dormir en casas ajenas.

Iría al hotel. Sólo cuando estuviera allí lo llamaría. Había sido un error dar ese rodeo, en vez de pasar esos dos días de fiesta en casa, en el boulevard Richard-Lenoir. ¿Quién sabe? Tal vez en París ya no llovía y había llegado por fin la primavera.

—O sea que le han hecho venir…

Se sobresaltó. Sin darse cuenta, había debido de seguir mirando vagamente a su compañero de viaje y éste acababa de decidirse a dirigirle la palabra. Se diría que también él se sentía incómodo y por eso se había creído obligado a poner cierta ironía en su voz.

—¿Cómo dice?

—Digo que ya me imaginaba que recurrirían a alguien como usted.

Y luego, en vista de que Maigret parecía seguir sin entenderlo, preguntó:

—Usted es el comisario Maigret, ¿no es cierto?

El viajero volvía a convertirse en un hombre de mundo, se incorporaba en el asiento y se presentaba:

—Vernoux de Courçon.

—Encantado.

—Le he reconocido enseguida, porque he visto muchas veces su foto en los periódicos. —Por la manera como lo decía, parecía excusarse por formar parte de la gente que lee los periódicos—. Debe de sucederle a menudo.

—¿El qué?

—Que la gente lo reconozca.

Maigret no sabía qué contestar. Aún no había aterrizado del todo en la realidad. En cuanto al hombre, se le veían unas gotitas de sudor en la frente, como si se hubiese metido en una situación de la que no sabía cómo salir airoso.

—¿Es mi amigo Julien quien le ha telefoneado?

—¿Se refiere a Julien Chabot?

—Sí, al juez de instrucción. Lo que me asombra es que no me haya dicho nada cuando lo he visto esta mañana.

—Sigo sin comprender.

Vernoux de Courçon lo miró más atentamente, frunciendo el entrecejo.

—¿Quiere decir que viene a Fontenay-le-Comte por casualidad?

—Sí.

—¿No va a casa de Julien Chabot?

—Sí, pero…

De pronto Maigret se ruborizó, furioso consigo mismo, porque acababa de contestar dócilmente, como lo hacía antaño con la gente de la clase de su interlocutor, «la gente del castillo».

 

 

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Traducción de Núria Petit.

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Maigret tiene miedo

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