09/11/2021
Empieza a leer 'Maigret duda' de Georges Simenon


I

— Hola, Janvier.
— Buenos días, jefe.
— Buenos días, Lucas. Buenos días, Lapointe.

Al llegar a este último, Maigret no pudo reprimir una sonrisa. Y no sólo porque el joven Lapointe lucía un flamante traje nuevo, muy ceñido, de un gris pálido entremezclado de finos hilos rojos. Todo el mundo sonreía esa mañana. En la calle, en el autobús, en las tiendas.

La víspera había hecho un domingo gris y ventoso, con ráfagas de lluvia fría que recordaban el invierno, y de pronto, aunque sólo estaban a 4 de marzo, acababan de despertarse en primavera.

De acuerdo que el sol seguía siendo algo desabrido, y el azul del cielo frágil. Pero había animación en el aire, y en los ojos de la gente, una especie de complicidad en la alegría de vivir y de recuperar el sabroso olor del París matinal.

Maigret había venido a cuerpo y recorrido buena parte del camino a pie. En cuanto llegó a su despacho fue a entreabrir la ventana, y también el Sena había cambiado de color, las líneas rojas de las chimeneas de los remolcadores eran más vibrantes, y las chalanas parecían repintadas, como nuevas.

Fue a abrir la puerta del despacho de los inspectores.

— ¿Vienen, chicos?

Era lo que llamaban el «pequeño informe», por oposición al verdadero informe que, a las nueve, reunía a los comisarios de las distintas divisiones en el despacho del jefe superior. Maigret cambiaba impresiones con sus colaboradores más íntimos.

— ¿Pasaste un buen día ayer? —preguntó a Janvier.
— Fui a ver a mi suegra, a Vaucresson, con los niños. Lapointe, incómodo con su traje nuevo demasiado fresco para la estación, se mantenía aparte.

Maigret fue a sentarse a su mesa, y cargó una pipa mientras empezaba a abrir el correo.

— Esto es para ti, Lucas. Es sobre el caso Lebourg.

Y le iba alargando otros documentos a Lapointe.

— Para llevarlo al Ministerio Fiscal…

No se podía decir que estuvieran brotando ya hojas, pero sí que había un atisbo de verde pálido en los árboles del quai.

No llevaban entre manos ningún caso importante, de esos que llenan los pasillos de la Policía Judicial de periodistas y fotógrafos y que provocan imperiosas llamadas telefónicas de las altas instancias. Sólo cosas corrientes, casos de trámite.

— ¡Un loco o una loca! —exclamó cogiendo un sobre que, en letras mayúsculas, llevaba escrito su nombre y la dirección del quai des Orfèvres.

El sobre era blanco y de buena calidad. Llevaba matasellos de la estafeta de la rue de Miromesnil. Lo que llamó enseguida la atención del comisario al sacar la hoja fue el papel, de vitela, grueso y crujiente, y de formato poco habitual. Debían de haber cortado la parte superior para eliminar el membrete grabado, y la tarea se había realizado esmeradamente, con ayuda de una regla y un cortaplumas bien afilado. El texto, como la dirección, estaba en mayúsculas.

— Quizá no sea un loco —refunfuñó.

Señor jefe de división:
No le conozco personalmente, pero lo que he leído sobre sus investigaciones y su actitud de cara a los delincuentes me inspira confianza. Le sorprenderá esta carta. No la tire demasiado deprisa a la papelera. No se trata de una broma ni es obra de un maníaco.
Sabe usted mejor que yo que la realidad no siempre es verosímil. Pronto va a cometerse un crimen, probablemente dentro de pocos días. Quizá por obra de alguien que conozco, quizá por obra mía.
No le escribo para impedir el drama. Es en cierto modo ineluctable. Pero me gustaría que, cuando el acontecimiento se produzca, lo sepa usted.
Si me toma en serio, tenga la amabilidad de publicar en los anuncios por palabras de Le Figaro o Le Monde el siguiente aviso: «KR. A la espera de segunda carta».
No sé si la escribiré. Estoy muy trastornado. Ciertas decisiones son difíciles de adoptar.
Quizá nos veamos un día, pero entonces estaremos a ambos lados de la barrera.
Atentamente suyo.

Ya no sonreía. Con las cejas fruncidas, dejaba errar su mirada sobre la hoja de papel, y luego miró a sus colaboradores.

— No, no creo que se trate de un loco —repitió—. Escuchad.

Les leyó el texto, lentamente, recalcando ciertas palabras. Ya había recibido cartas de esta clase, pero la mayoría de las veces el lenguaje era menos cuidado y, además, algunas frases estaban subrayadas. A menudo estaban escritas con tinta roja, o verde, y muchas tenían faltas de ortografía.

En ésta, la mano no tembló. Los trazos eran firmes, sin florituras, sin un solo tachón.

Miró el papel al trasluz y leyó la filigrana: «Vitela de Le Morvan».

Cada año recibía centenares de cartas anónimas. Con raras excepciones, estaban escritas en papel barato que se puede comprar en las tiendas de barrio, y a veces las palabras estaban recortadas de los periódicos.

— No hay una amenaza concreta —murmuró—. Sí una sorda angustia… Le Figaro y Le Monde, dos diarios que lee sobre todo la burguesía intelectual.

Los miró otra vez a los tres.

— ¿Te ocupas tú, Lapointe? Lo primero que tienes que hacer es ponerte en contacto con el fabricante del papel, que debe de estar en Le Morvan.

— Entendido, jefe.

Y así fue como empezó un caso que le dio a Maigret más preocupaciones que muchos crímenes que aparecen con gran sensacionalismo en primera plana de los periódicos.

— Y encarga el anuncio.
— ¿En Le Figaro?
— En los dos periódicos.

Un timbre estaba ya anunciando el informe, el de verdad, y Maigret, con una carpeta en la mano, se dirigió hacia el despacho del director. También aquí la ventana abierta dejaba entrar los ruidos de la ciudad. Uno de los comisarios lucía una ramita de mimosa en el ojal, y sintió la necesidad de explicar:

— Las venden por la calle para una obra benéfica.

Maigret no habló de la carta. La pipa estaba buena. Observaba cómodamente las caras de sus colegas, que iban exponiendo alternativamente sus insignificantes casos, y calculaba mentalmente cuántas veces había asistido a la misma ceremonia. Miles.

Pero eran muchas más las que había envidiado al jefe de división del que dependiera entonces, el poder entrar así cada mañana en el sancta sanctorum. ¿No debía de ser maravilloso ser jefe de la Brigada Criminal? Entonces no se atrevía a soñarlo, como tampoco Lapointe y Janvier ahora, ni siquiera su buen Lucas.

Y, sin embargo, consiguió el cargo, y hacía tantos años de eso que no se daba ya cuenta, sólo alguna mañana como ésta, en que el sabor del aire resultaba gustoso y, en vez de echar pestes contra los autobuses, la gente sonreía.

 

Le sorprendió, al volver a entrar en su despacho media hora después, encontrar a Lapointe de pie delante de la ventana. Su traje a la última moda lo hacía parecer más delgado, más alto, mucho más joven. Veinte años atrás, a un inspector no se le hubiera permitido vestirse así.

— Ha sido casi demasiado fácil, jefe.
— ¿Has encontrado al fabricante del papel?
— Géron e Hijos, propietarios desde hace tres o cuatro generaciones de los Molinos de Le Morvan, en Autun. No es una fábrica, se trata de producción artesana. El papel se hace según el formato, ya sea para ediciones de lujo, poesía sobre todo, al parecer, ya sea para papel de cartas. Los Géron no tendrán más de una docena de obreros. Por lo que me han dicho, quedan aún unos cuantos molinos de ese tipo en la región.
— ¿Sabes quién es su representante en París?
— No tienen representante, trabajan directamente con editores de arte y con dos papelerías, una en el faubourg Saint-Honoré y la otra en la avenue de l’Ópera.
— ¿No es arriba de todo del faubourg Saint-Honoré, a la izquierda?
— Creo que sí, por el número. La papelería Roman…

Maigret la conocía porque se paraba muchas veces a mirar el escaparate. Había tarjetones de invitación, tarjetas de visita, y podían leerse apellidos que no suelen ya oírse:

El conde y la condesa de Vaudry tienen el honor de…

La baronesa de Grand-Lussac tiene la satisfacción de anunciarles…

Príncipes, duques, auténticos o no, que quién sabe si aún existían, se invitaban a cenas, a partidas de caza, a jugar al bridge, a la boda de su hija o al nacimiento de un niño, y todo ello en un papel suntuoso.

En el otro escaparate, podían admirarse vades de sobremesa con escudos de armas, y cuadernos con tapas de piel para pequeñas agendas.

— Harías bien en irlos a ver.
— ¿A los Roman?
— Me da la impresión de que es más bien el barrio…

La tienda de la avenida de la Ópera era distinguida, pero vendía también estilográficas y artículos corrientes de papelería.

— Voy volando, jefe.

¡Dichoso él! Maigret lo miró salir como cuando, en la escuela, el maestro mandaba a alguno de sus compañeros a hacer un recado. Él no tenía más que fastidiosas tareas ordinarias, papelotes, siempre papelotes, un informe, sin el menor interés, para un juez de instrucción que lo archivaría sin leerlo porque el caso estaba muerto y enterrado. El humo de su pipa empezaba a teñir de azul la atmósfera y una ligerísima brisa llegaba desde el Sena, estremeciendo los papeles. A las once, un flamante Lapointe, pletórico de vida, ya estaba de vuelta en el despacho.

— Sigue siendo demasiado fácil.
— ¿Qué quieres decir?
— Cualquiera diría que eligieron ese papel expresamente. Y entre paréntesis, la papelería Roman ya no la lleva el señor Roman, que murió hace diez años, sino una tal señora Laubier, que rondará los cincuenta, y que se resistía a dejarme marchar. Hace cinco años que no pasa pedidos de papel de esa clase, por falta de demanda. No sólo tiene un precio exorbitante, sino que no va bien para escribir a máquina. Le quedaban tres clientes. Uno murió el año pasado, un conde que tenía un palacio en Normandía y unas caballerizas con caballos de carreras. Su viuda vive en Cannes y no ha vuelto nunca a encargar papel de cartas. Tenía también una embajada, pero cuando sustituyeron al embajador, el nuevo encargó otro tipo de papel…
— ¿Nos queda un cliente?
— Nos queda un cliente, y por eso digo que es demasiado fácil. Se trata del señor Émile Parendon, abogado, de la avenue de Marigny, que viene usando ese papel hace más de quince años, y no quiere ningún otro… ¿Ha oído usted hablar de él?
— No, no me suena de nada. ¿Es que ha pedido papel de ése últimamente?
— La última vez, fue en octubre pasado…
— ¿Con membrete?
— Sí, muy discreto. Y, como siempre, mil hojas y mil sobres.

Maigret descolgó su teléfono.

— Póngame con el abogado Bouvier, por favor… El padre…

Un abogado al que conocía desde hacía más de veinte años y cuyo hijo ejercía también como letrado.

— ¿Oiga? ¿Bouvier? Aquí Maigret. ¿No le molesto?
— Usted nunca, por favor.
— Necesitaría una información.
— Confidencial, supongo.
— Quedará efectivamente entre nosotros. ¿Conoce usted a un colega suyo que se llama Parendon?

Bouvier pareció sorprendido.

— ¿Qué demonios puede querer saber la Policía Judicial de Parendon?
— No lo sé. Probablemente nada.
— Es lo más verosímil. He visto a Parendon cinco o seis veces en toda mi vida, como máximo. No pone prácticamente los pies en el Palacio de Justicia, y sólo para casos civiles.
— ¿Qué edad le echaría?
— Ninguna. Podría contestarle tanto cuarenta como cincuenta. —Debió de volverse hacia su secretaria—: Encanto, búsqueme en el anuario del Colegio de Abogados la fecha de nacimiento de Parendon, Émile. Aunque la verdad es que no hay más que uno. —Y luego, a Maigret—: Seguramente habrá usted oído hablar de su padre, que aún vive o debe de haber muerto hace poco: el profesor Parendon, cirujano de Laennec, miembro de la Academia de Medicina, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, y de qué sé yo cuántas cosas más. ¡Un personaje! Cuando nos veamos, le contaré un montón de cosas sobre él. Vino muy joven, desde el fondo de su mundo rural. Bajito y macizo, parecía un torete, y no sólo lo parecía…
— ¿Y su hijo?
— Es más bien un jurista. Se ha especializado en derecho internacional, y en particular en derecho marítimo. Aseguran que no hay quien le gane en ese ámbito. Vienen a pedirle consejo desde todos los rincones del mundo, y a menudo se solicita su arbitrio en casos delicados en los que están en juego grandes intereses.
— ¿Qué tipo de hombre es?
— Insignificante, ni siquiera sé si lo reconocería por la calle.
— ¿Está casado?
— Gracias, cariño… Ya veo… Somos de la misma edad, cuarenta y seis años… ¿Que si está casado? Iba a contestarle que no lo recordaba, pero ya me acuerdo. Pues claro que sí, sí que está casado. ¡Y fenomenalmente casado! Se casó con una de las hijas de Gassin de Beaulieu. Seguro que lo conoce. Fue uno de los más feroces magistrados en la época de la Liberación. Y luego lo nombraron primer presidente del Tribunal de Casación. Debe de haberse retirado, al jubilarse, a su mansión de la Vendée. Es una familia muy rica.
— ¿No sabe nada más?
— Qué otra cosa querría que supiera, además… Nunca me ha tocado defender a personas de tal categoría en la sala de lo penal o en la criminal.
— ¿Salen mucho?
— ¿Los Parendon? En todo caso, no con la gente que yo frecuento.
— Gracias, amigo mío.
— A la recíproca, ¿no?

Maigret volvió a leer la carta que Lapointe le había dejado en su escritorio. La releyó una segunda vez, y una terce-ra, y cada vez su frente se iba ensombreciendo más y más.

— ¿Comprendéis lo que significa todo esto?
— Sí, jefe. Follones. Disculpe el término, pero…
— Seguramente te quedas corto. Un ilustre cirujano, un primer presidente, un especialista en derecho marítimo que vive en la avenue de Marigny y usa el papel más caro que hay.

El tipo de parroquia que Maigret más temía. Tenía ya la sensación de caminar sobre ortigas.

— ¿Cree que ha sido él quien ha escrito esta…?
— Él o alguien de su entorno doméstico, alguien, en cualquier caso, que tiene acceso a su papel de cartas.
— Es curioso, ¿no?

Maigret, que miraba por la ventana, no contestó. Las personas que escriben anónimos no suelen, por lo general, usar su propio papel de cartas, sobre todo si es de tan rara calidad.

— ¡Da igual! Tengo que ir a verle.

Buscó el número en el anuario, y llamó por la línea directa. Contestó una voz de mujer.

— Aquí la secretaria del abogado Parendon.
— Buenos días, señorita, soy el comisario Maigret, de la Policía Judicial. ¿Sería posible, si no está ocupado, hablar un momento con el señor letrado?
— Un segundo, por favor, voy a ver…

Fue lo más sencillo del mundo. Una voz de hombre dijo, casi inmediatamente:

— Aquí Parendon.

El tono era más o menos interrogativo.

— Querría preguntarle, señor letrado…
— ¿Quién está al aparato? Mi secretaria no ha entendido bien su nombre.
— El comisario Maigret.
— Ahora me explico su sorpresa. Sí que lo debe de haber entendido, pero no se podía creer que realmente era usted. Encantado de atenderle, señor Maigret. A menudo he pensado en usted, alguna vez incluso he estado a punto de escribirle para pedirle su opinión respecto a ciertas cuestiones, pero sabiéndole tan ocupado como sé que está, no me he atrevido…

La voz de Parendon era la de un hombre tímido, y sin embargo era Maigret quien se sentía más violento de los dos. Se sentía ridículo, ahora, yéndole con esa carta, que no tenía ningún sentido.

— Soy yo quien siente molestarle, ya ve usted. Y para colmo, por una nimiedad. Preferiría hablar con usted en persona, pues tengo que mostrarle un documento…
— ¿Cuándo quiere quedar?
— ¿Tiene un rato libre esta tarde, a cualquier hora?
— ¿Le iría bien a las tres y media? Le confieso que tengo por costumbre echarme una breve siesta y que me siento bajo de tono si no lo hago.
— De acuerdo, a las tres y media. Ahí estaré. Y gracias por su amable colaboración.
— Soy yo quien estará encantado de su visita.

Cuando colgó, miró a Lapointe como si saliera de un sueño.

— ¿No parecía sorprendido?
— Ni lo más mínimo. No me ha hecho ninguna pregunta. Está encantadísimo, al parecer, de conocerme. Un único detalle me intriga: asegura que estuvo a punto de escribirme varias veces para pedirme mi opinión. Ahora bien, él no ejerce en el ámbito penal, sino en el civil. Su especialidad es el derecho marítimo, del que no sé ni jota. ¿Pedirme una opinión sobre qué?

Maigret aquel día hizo trampas. Llamó a su mujer diciéndole que tenía trabajo y no iría a comer a casa. Le apetecía celebrar aquel sol primaveral almorzando en la brasserie Dauphine, donde hasta se tomó un pastís en el mostrador. Si le esperaban follones, como decía Lapointe, por lo menos empezaban de modo agradable.

 

* * *

Traducción de Caridad Martínez.

* * *

Maigret duda

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