10/11/2023
Empieza a leer 'Los valientes están solos' de Roberto Saviano

 

A la sangre derramada que nunca se seca

 

1. FUEGO

 

Corleone, 1943

 

Una explosión sacude la tierra y no quedan más que escombros y cuerpos destrozados. Parecía que ya hubiera pasado todo, que el diablo hubiera guardado su potente tambor, que los silbidos, las explosiones y los destrozos de la guerra hubieran abandonado el camino del cielo; que al menos de arriba no llovía más metal. En el transcurso del verano cesaron también los bombardeos. ¿Qué ha sido entonces? ¿Por qué los crucifijos cuelgan de pronto torcidos de los clavos de la pared? En la calle Rua del Piano ha ocurrido una desgracia. La casa de Giovanni y de su familia ha desaparecido. Algunas personas miran con horror los escombros y las llamas, y tratan de ver lo que hay detrás de la nube de humo. De pie, entre los escombros, está el joven Salvatore, que ha sobrevivido. También Gaetano, su hermano, ha sobrevivido y se retuerce en el suelo, cubierto de sangre. Los demás varones de la familia han muerto. Hasta ahora, las desgracias parecían lejos de Corleone. Aquí se trabaja, se reza y se tiene familia.

 

 

Tan plácido es el sueño de esta tierra que los forasteros que vienen por un motivo o por otro la pisan con cuidado por miedo a que de pronto despierte, los terrones rebullan y, en medio de la brisa suave y cálida que sopla por los campos, una voz burlona salga de lo profundo y resuene sobre sus cabezas: «¿De verdad creíais, pobres ilusos, que esta tierra dormía?».

 

Aquí la tierra despierta mucho antes que el sol. Empieza a respirar cuando aún es de noche. Se despereza, desentumece sus miembros. Parece incluso que bostece, que su aliento caliente se eleve perezosamente por encima de los campos de frutales. Y, con la tierra, despiertan también los hombres.

 

Esta mañana, con el sol aún tibio, Giovanni montó a sus tres hijos varones en el carro. La mula echó a andar, cansina, calle Rua del Piano adelante y, con el rumor de los cascos, los tres muchachos volvieron a dormirse, mientras Giovanni, mirando al frente y llevando las riendas, pensaba en el día que le esperaba. Según el carro dejaba atrás las casas bajas y grises, el campo iba extendiéndose a un lado y a otro, más allá de la barrera invisible que forman las iglesias que rodean Corleone: San Miguel Arcángel, San Bernardo, San Nicolás, San Leoluca, Virgen de las Gracias, Santa María Magdalena, María Santísima Anunciada, San Juan Evangelista y de nuevo San Miguel Arcángel. Si las uniéramos, formarían una muralla. Sin contar las que hay dentro del pueblo. Si a veces falta espacio para las personas, en las camas desvencijadas de estas casuchas en las que a menudo viven familias enteras, con perros, cerdos y gallinas, nunca falta para los santos: cuelgan de los cabezales de las camas, de las paredes, se reflejan en los armarios y en los cristales de los aparadores.

 

Giovanni tiene tres hectáreas de tierra repartidas entre los términos de Marabino, Frattina, San Cristoforo y Mazzadiana. Es poco, pero le basta. Todas estas tierras pertenecieron antaño a varias familias señoriales que presumían de poder ir a Palermo sin salir de sus propiedades. Y era verdad. No sorprende que hoy, en un campo lleno de ovejas, algarrobos, olivos y algún que otro viñedo –todo propiedad de un solo amo, y de otro antes que él, y así sucesivamente–, en una tierra de míseros braceros y arrendatarios, de capataces, de perros que se comen a otros perros para no morir de hambre, no sorprende que poseer tres hectáreas de tierra y comer una vez al día se considere una fortuna. Giovanni es, a su manera, un hombre afortunado. Entre los pliegues de su rostro, curtido por el sol tras cuarenta y seis años cociéndose a fuego vivo, se esconde algún adarme de gratitud. Algo ha conseguido, después de pasarse la vida trabajando en el campo y con los brazos doloridos por la noche. No recuerda día en el que no se haya partido el lomo y, a veces, se lo partía a otros: los carabineros de Corleone lo tienen fichado como «sujeto capaz de causar daño a personas y patrimonios ajenos».

 

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Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona

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Los valientes están solos

 

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