01/05/2025
Empieza a leer 'Los idólatras y todos los que aman' de Adriana Murad Konings
A Oliver y a nuestros animales
I
Nunca había perdido los nervios, por la
excelente razón de que no los tenía.
HENRY JAMES
1
Elizabeth Jameson apoyó los nudillos sobre la puerta de la casa de Rita y llamó con fuerza. Rita estaba repasando en voz alta un párrafo del último capítulo que había escrito, daba vueltas sobre sí misma y notaba los crujidos de la madera bajo sus pies. Elizabeth insistió un par de veces, después una tercera y una cuarta, y lo hubiera hecho una quinta. El perro de Rita, a sus pies, tensó las orejas y se incorporó. Quería ser el primero en recibir a la visita, pero Rita lo agarró por el collarín naranja y lo llevó a la cocina. Un momento, Kurt, estate quieto, le dijo. Rita se había pasado el día esperando que Elizabeth, su casera y vecina, apareciera por la puerta. Pero en ese momento, el resonar de los nudillos contra la madera la pilló desprevenida. Arrastró los pies hasta la puerta y preguntó quién era, pero solo escuchó un sollozo agudo. Elizabeth nunca había sido una mujer elegante ni un remanso de paz; a veces intentaba aparentar calma, pero Rita sabía que ansiaba cosas con pasión. Si le preguntaba, en voz suficientemente alta porque su casera no siempre oía bien, Elizabeth podía hablar de lo que le gustaba durante horas. Por ejemplo: de las tartas que horneaba semanalmente, de su familia o de las flores de su jardín. A veces, después de tomar una ginebra con tónica, se acomodaba en el sillón y con su gato Douglas sobre el regazo le enseñaba a Rita las fotos de su hijo, Florian. Le señalaba con el dedo: Florian de niño, aprendiendo a caminar, sujetándose con su mano regordeta a la falda plisada de su madre; y también de adolescente, con cuerpo alargado y ondas en el pelo, que crecía imparable hasta cubrirle las orejas. Elizabeth repetía, míralo, míralo, es como una escultura griega, siempre lo ha sido. Cuando eran varios los vasos de ginebra, Elizabeth lamentaba que su hijo le echase la culpa de todo: un mal corte de pelo en el verano de sus diecisiete años, una caída mientras montaba a caballo que le había dejado con una cojera incurable, supuestamente ocasionada por los gritos de ánimo de su madre desde la grada, y la muerte del señor Jameson. El accidente del padre, al parecer, también había sido su culpa. No quiero que pienses mal de Florian, decía siempre Elizabeth, es tu tutor, escribes la tesis doctoral con él, lo sé, pero tú eres una profesional y no vas a decir nada, ¿verdad, cariño? Como muchas mujeres inglesas de su edad, Elizabeth Jameson era capaz de disimular cierto clasismo y cierto deseo de ser otra con una sonrisa amable y, por supuesto, con sus tartas, que a menudo ofrecía a Rita. También disimulaba su soledad, que se disipaba con el amor que sentía por su gato, Douglas. Pero cuando Rita abrió la puerta, Elizabeth no pudo encubrir nada de eso, ni mucho menos el terror en sus ojos.
Desde la entrada se oía el aullido ronco de Kurt, que, con sus uñas gruesas, arañaba la puerta de la cocina. Rita ignoró las súplicas del animal, un border collie que sabía cómo conseguir lo que quería, y susurró deprisa, como si no tuviera importancia, que ella pagaría los desperfectos de la puerta, no se preocupe, no se preocupe, yo me encargo. Elizabeth no quería quedarse en la calle, siempre le había dado vergüenza que la miraran en momentos de debilidad, sin maquillaje o despeinada, y accedió con prisa a casa de Rita. ¿Qué ocurre?, preguntó la joven, atenta a los ojos de Elizabeth y, por fin, dándose cuenta de lo que esta llevaba en brazos: una mata inmóvil de pelo blanco, reluciente, como un peluche nuevo. Mi pobre Douglas, sollozaba Elizabeth, mi pobrecito. Lo había adoptado quince años atrás, después de enviudar y de que Florian empezara a salir con la que acabó siendo su mujer. Se decía que Elizabeth siempre había querido al gato más que a su marido muerto y casi tanto como a su hijo. Mi pobre Douglas, cómo es posible, repetía. De haber acercado la nariz e inhalado el perfume que desprendía el pelo blanco, Rita hubiera percibido el aroma afrutado que tan bien conocía, el olor de su propio jabón. Podía suceder en cualquier momento, Elizabeth podría acusarla allí mismo, en su casa, o llevarla a la calle, donde sabía que siempre había un vecino vigilando, y podría señalarla bajo la luz fría de otoño. Tu perro es un mal bicho, diría. Pero Elizabeth siguió llorando y lamentándose por el gato hasta que Rita dejó de entenderla, pues se apoderaron de la mujer unos fuertes hipidos y una respiración tan agitada que apenas podía vocalizar. Su cuerpo tembloroso iba a colapsar de un momento a otro. Rita nunca la había visto así. Tal vez, en alguna ocasión, tras tomar demasiada ginebra, la conversación se volvía difícil y Elizabeth subía un poco el tono de voz, pero no había llegado a ver a su casera en bata. No de cerca, desde luego, y no a pleno día, aunque sí desde la distancia, por la ventana, cuando Elizabeth preparaba la cena al atardecer. Salvo por la fuerza con la que sus manos sujetaban el cuerpo del animal muerto, parecía que Elizabeth fuese a desplomarse en cualquier momento. Rita quería ayudar, pero su calma parecía desesperar todavía más a su casera, que sostenía el cadáver no con tristeza, sino como si se tratara de un ser diabólico que se pudiera escapar al menor descuido. La joven trató de centrarse: fijó la mirada en las arrugas de Elizabeth, acentuadas por el miedo, y en su boca balbuceante. No quería mirar al animal. Lo había reconocido al instante, pero no podía dejar que la culpa le hiciera confesar. No serviría de nada. Lo importante era evitar que la mujer se desplomase, pues no podía hacerse cargo de dos cadáveres. Aunque sabía que a su compañera, Jules, la incomodaban las visitas, una urgencia era una urgencia, y más si se trataba de la dueña de la casa.
Kurt dejó de aullar, tampoco arañaba la madera. La sombra de su hocico se movía de un lado a otro de la puerta, persiguiendo los olores que venían de la calle y que sin duda reconocía. El verano en el que comenzó la tesis, Rita leyó en un folleto del servicio de salud de la universidad que la soledad causaba graves estragos en los estudiantes, especialmente en aquellos que se dedicaban solo a investigar, que no tenían contacto con compañeros y que, a menudo, se convertían en ermitaños. Además de buscar una compañera de casa, Rita decidió que lo mejor que podía hacer para no convertirse en una anacoreta era tener un animal. Había visto el cariño que Douglas daba a Elizabeth, pero pensó que ella prefería un perro, uno que pudiera llevar consigo a la calle y a todos los sitios a los que no quería ir sola. Buscó por internet perros en adopción y dio con una familia alemana que respondió rápido a su mensaje y que vivía tan cerca que ese mismo día pudo ir andando a conocer al animal. A Kurt. La dueña, de voz ronca y pelo corto, tenía un trabajo corporativo y poco tiempo para sí misma. Confesó a Rita que comprar a Kurt fue un error, que necesitaba demasiado cariño, demasiados paseos, y que era un perro para alguien con más tiempo que ella, alguien sin familia, sin hijos y sin pareja, pues al animal le gustaba dormir en la cama. No vas a tener hijos, ¿no?, le preguntó a Rita, perdona la indiscreción. Rita negó con la cabeza, de ninguna manera, y le tendió un sobre con cien libras a la mujer. Después de comprobar lo que había dentro, la mujer se puso a llorar y a decir que quería mucho a Kurt y que era una pena que a veces las cosas no salieran bien. Rita, temiendo que la mujer se arrepintiese, dijo que tenía prisa y se marchó a paso rápido llevando a Kurt de la correa.
Aunque la puerta de la cocina volvía a repiquetear ligeramente con los movimientos del perro, Elizabeth ignoró el ruido y aceptó la silla que le ofreció Rita. ¿Estás bien?, preguntó la joven, ¿qué sucede? Elizabeth, ya sentada, seguía agarrando el cadáver con fuerza. Rita no sabía si en ese momento podía deshacerse del apellido de su vecina y llamarla por su nombre, más familiar, pero solo utilizado cuando tomaban juntas el té o cuando bebían ginebra. En cualquier otro momento, delante de Jules o en la calle, su casera era la señora Jameson. Elizabeth, por favor, suplicó finalmente. Le pidió que apoyara el animal en algún sitio, que le contara todo lo que había pasado. Alargó las palabras y habló con tono lastimero y lo suficientemente alto como para que la mujer la oyera. Elizabeth se quedó pensativa durante unos segundos. Le temblaban los párpados y trataba de recobrar el aliento. Apoyó a Douglas sobre la mesa y lo hizo con tanta delicadeza y dolor que Rita solo pudo sugerir de forma tímida que tal vez ese no era el mejor lugar, pues era la mesa de comer. Lo dijo para que su casera no pensara que ella colocaba todo tipo de cadáveres allí, pero Elizabeth la ignoró. Mi Douglas, ya había llegado su hora, dijo. Rita quería adelantarse y darle el pésame, estas cosas ocurren, son accidentes, le quería decir, algunas personas incluso prefieren no tener mascotas por evitar la tristeza de sus inevitables muertes. No lo entiendes, dijo Elizabeth, elevando el tono de voz. Su temblor cesó unos segundos e incluso Kurt dejó de aporrear la puerta de la cocina. Tras la pausa, con semblante serio, Elizabeth continuó: Anoche, sobre las tres de la madrugada, después de que se le acelerase la respiración y luego se volviese lenta, lentísima, el corazón de Douglas dejó de latir. Rita lanzó una mirada a la puerta de la cocina, a Kurt, una mirada que podría haber parecido inculpatoria pero que, para Elizabeth, se confundiría con la sorpresa que la muerte causaba de forma natural en una conversación. Llevaba días sin comer, dijo Elizabeth e hizo amago de apoyar la mano sobre el pelaje blanco del gato. No llegó a acariciarlo, sino que dejó los dedos flotando sobre el animal, como si ya hubiera pasado a otra dimensión y lo único que quedara fuera su visión fantasmal. Le pedí a Mark que me ayudara a excavar en el suelo una tumba acogedora, lo suficientemente ancha para mi Douglas. Mark era un viejo amigo de la familia y a veces ayudaba a Elizabeth con las tareas arduas que ella no podía hacer. No sabía a quién llamar a esas horas y lo llamé a él, que volvía del bar y, como había bebido, no le importó cavar un hueco en la tierra, aunque en realidad solo tuvo que hacerlo más ancho, pues yo tenía uno hecho, uno pequeño donde pensaba plantar un rosal.
Pensaba plantar un rosal, repitió, pero ya no. Mark excavó en el único hueco del jardín sin flores, en la parte frontal de la casa, separada de la calle por una valla baja de madera. Después de ensanchar el hoyo, Mark se marchó; tenía sueño y me dijo que el duelo era algo que yo tenía que pasar sola, explicó Elizabeth, y ni siquiera quiso ver el cadáver. ¿Pasar el duelo sola?, repitió Rita, que no creía que eso fuera una buena idea. Elizabeth contó cómo había colocado el cuerpo del gato en el hueco y, con sus propias manos, lo había cubierto de tierra. Se deshacía entre mis dedos, caía como copos sobre mi pobre Douglas. En un momento, sintió un movimiento húmedo sobre la palma de la mano y, con horror, sostuvo entre los dedos una lombriz. La lancé lo más lejos posible, dijo, no estaba preparada para que Douglas fuera devorado tan rápido, tal vez debí haberlo disecado. Mientras Elizabeth parecía encontrarse a sí misma en la historia, sin dejar de mirar el cuerpo del gato sobre la mesa, Rita se fijó en las uñas de su casera, prístinas, cubiertas por el leve brillo de un esmalte sutilmente rosado, sin un solo resto del barro que supuestamente había sostenido horas atrás. Rita la imaginó sumergiendo las manos en agua tibia y jabón y asegurándose, entre lágrimas, de que no quedara ni un rastro de suciedad. Cuando amaneció, continuó Elizabeth, fui al supermercado, conduje un par de horas sin rumbo, no quería volver y entrar en una casa en la que ya no estaba Douglas. Rita se arrodilló junto a ella, cuánto lo siento, dijo, y sujetó las manos de su casera. Acarició los dedos, uno a uno. No podía ser, realmente se había deshecho de toda la tierra, era una auténtica maniática. Rita entornó los ojos y avistó una pequeña sombra marrón bajo la uña del dedo meñique. Elizabeth, cuánto lo siento, dijo y la abrazó.
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