01/05/2025
Empieza a leer 'Los cuchillos largos' de Irvine Welsh

 

Este libro está dedicado al espíritu vívido
e inmortal de Bradley John Welsh

Siempre añorado, siempre inspirador

 

Un adversario es alguien a quien quieres derrotar. Un enemigo es alguien a quien tienes que destruir. Con los adversarios, los acuerdos son virtuosos: después de todo, el adversario de hoy puede ser el aliado de mañana. Pero, con los enemigos, alcanzar acuerdos supone una conciliación insatisfactoria.
En nuestra época, se está perdiendo la distinción entre unos y otros.

 

PRÓLOGO

 

Está en calzoncillos. Atado a la silla de plástico. Tiene las muñecas y los tobillos blancos por la presión de las ligaduras. La piel de gallina; está temblando. Aparte de los calzoncillos a rayas, solo lleva una cosa más: la capucha de cuero marrón que le hemos puesto en la cabeza. Pero ahora, mientras lo observo desde el otro extremo del enorme almacén vacío, guarda silencio. Me siento en una silla parecida, también en silencio, con el fin de escrutarlo desde lejos.
Uno nunca deja de aprender. En este juego, como en la vida, no existe el conocimiento absoluto. Lo único de lo que dispones es de tus propias experiencias, de lo que observas e infieres a través de los sentidos, algo alimentado, en el mejor de los casos, con un poco de imaginación. Y, por supuesto, de una cualidad escasísima en las personas de su clase: la empatía. En la mayoría de las ocasiones, ese déficit parece serles de utilidad en la torpe persecución de resultados y márgenes de beneficio, a pesar de sus limitaciones como individuos; resulta asombroso cómo ignoran que ellos también forman parte del mismo mundo que no dejan de joder por sistema.
¿Cómo ponerme en el lugar de esta figura temblorosa? A ver, voy a intentarlo: me encuentro en un entorno de lo más terrorífico sobre el que no tengo control alguno. No veo nada a través de la asfixiante capucha que me cubre la cabeza entera, excepto una franja de mi cuerpo y el suelo de madera del almacén. (Es extraño, pero este atuendo confiere al prisionero un aspecto siniestro, como si en realidad fuese él el opresor. No es así: se halla por completo en nuestro poder.)
No sé qué tal estoy yo, pero lo que resulta obvio es que él no está en las mejores condiciones. Para ser sinceros, tampoco yo me encuentro cómodo, por muy encantado que esté de hallarme en mi situación y no en la suya. Me invade una leve náusea. ¿Se hará más intensa si me acerco? Me levanto y camino cruzo la tarima casi de puntillas para no romper el silencio. Supongo que cada paso que doy puede proporcionarme más información acerca de su estado emocional.
Sí... Una vez más, intenta zafarse de las ligaduras. En vano. Sus muñecas y tobillos están como soldados a la dura silla. Tiene los brazos blancos y flácidos debido a la desidia y la decadencia física. Ahora, bajo sus tetas bamboleantes de tío, los tendones se le marcan de forma diabólica en torno a los hombros extrañamente moldeados.
Supongo que bajo su amito oscuro como noche sin luna chispean fuegos artificiales. Cuando respira, el cuero fino se curva hacia dentro, y quizá lo expulse de forma intermitente con la lengua, saboreando de ese modo la piel de animal muerto. A lo mejor baja los ojos en busca de esa vaga fuente de luz bajo la barbilla, sí, una pizca que se derrama por la rendija abierta para dejar que entre el oxígeno. Ahora resulta obvio que está arengándose –qué emocionante–, porque tensa aún más el cuerpo e inspira profundamente para luego rugir: «QUÉ COJONES...».
No es la primera vez que grita desde que se ha despertado, pero, de nuevo, solo oye cómo su voz amortiguada rebota gélidamente en el espacio enorme y cavernoso. Debe de estar preguntándose cómo ha llegado aquí, qué significa esta dramática alteración de su existencia. Está su diligente Samantha, qué manera de decepcionarla. Pero la muy zorra estaba hecha para el desengaño; entrenada, como tantas mujeres de su clase, para absorber el dolor psíquico y llorar en voz queda contra la almohada por la noche, o quizá en brazos de un amante, mientras presentan una imagen estoica y leal al mundo. Sus queridos hijos, James y Matilda; a lo mejor para esos niños ha sido más difícil. Bueno, pronto la situación se volverá aún más espinosa. Ese trabajo escolar del que tenían que hablar, el partido de rugby o la función del colegio que por desgracia se había perdido debido a las exigencias del trabajo; eso es lo que menos le preocupa ahora. Son las mierdas en las que este capullo tendría que haber pensado antes de arruinarle la vida de los demás. Su hermana, Moira, la abogada; ¿qué les pasa? Supongo que será ella quien más sienta su pérdida. Cómo debe de anhelar él en este momento la vida hogareña y aburrida que nunca llegó a tener porque su firme entrega a la corrupción y al enriquecimiento de los ya adinerados consumía todo su tiempo ¿Qué es lo que ha venido a perturbar todo eso?
Mi llamada, que lo incitaba a volver. A regresar a un lugar que había dejado atrás, más allá de las visitas a su hermana, para ver a los niños.
Ahora está de nuevo inmóvil. Retrocedo, aún en silencio, desde la esquina de este amplio espacio y me desplomo en la silla. Debe de estar muerto de frío: la carne le late en el aire gélido y húmedo. Por experiencia propia sé que, aunque estés chapoteando en un mar de terror abyecto, sigues fijándote en esos horrores menores. Me gustaría comentárselo, pero no quiero caer en un típico vicio de los torturadores: alardear del tormento que van a infligir. Este no juego no va de eso. Por encima de todo, alimentaría la mentira de que esto tiene que ver con él. Él no es, y nunca será, el narrador de esta historia. Este no es el capítulo final. No es más que el último en el que participará este personaje en particular.
Por lo general, son los hombres como él quienes cuentan la historia.
En los negocios.
En la política.
En los medios de comunicación.
Pero esta vez no: repito, no es él quien escribe esta historia. Y esta renuncia, de manera inconsciente, forma parte de su legado.
Y seguramente ella sea la última persona en la que está pensando. Como seguramente no pensó en mí mi enemigo, a quien por desgracia solo conseguimos mutilar: cuando uno se hace mayor, las atrocidades de la infancia se vuelven más vívidas que las de la adolescencia y la edad adulta, debilitadas por las hormonas. Pero, para ese tipo de hombres, nosotros solo seremos velados daños colaterales en el almacén de almas que han ido destrozando a su paso para saciar con egoísmo sus necesidades básicas inmediatas.
No es él quien escribe esta historia.
Y entonces entra ella, magnífica con sus pantalones a cuadros, sus zapatillas de deporte y un abrigo corto; se lo quita y deja al descubierto un top, lo cual indica que es hora de ponerse manos a la obra. Tiene los brazos delgados y torneados por el gimnasio. El pelo recogido bajo una gorra inglesa. En la mano, la bolsa de herramientas que anuncia que esto no acabará bien para él. Ah, hemos aprendido de la última vez. Incluso al otro lado de la capucha que lo sofoca debe de haber advertido el ruido del burlete de plástico de la puerta.
Sonríe y me toca el hombro. Me levanto de la vieja silla. Caminamos despacio hacia él. Una de las tablas cruje. Su cuerpo se tensa de nuevo y se retrepa en el asiento. Ahora oye pasos, alguien se acerca. ¿Estará pensando: A lo mejor hay más de uno?
«¿Quién anda ahí? ¿Quién es?» Ahora su voz es más queda, más vacilante.
Lo rodeamos despacio. Estamos tan cerca que debe de sentir el resplandor de nuestra presencia. No es calor; es solo el aura de otros seres humanos en la proximidad. Huele algo, sus senos nasales dejan escapar un leve gemido bajo la capucha en un intento por averiguar qué es. A lo mejor libros viejos. ¿Acaso está en una biblioteca? Es el perfume de ella. Único y poco frecuente: se llama Escritores Muertos. Por lo visto se inspira en novelistas como Hemingway y Poe. Las notas de té negro, vainilla y heliotropo le confieren el olor de una vieja sala atestada de libros antiguos. No muchas mujeres tendrían huevos para llevar una fragancia así.
Pero no muchas mujeres, ni hombres, tienen sus huevos. Si él los tuvo alguna vez, pronto dejará de ser el caso.
«¿Qué quieres? Mira, tengo dinero...» Su voz amortiguada acaba en súplica.
Nuestra respuesta es un silencio tan espeso que debe de sentir cómo se le coagula en los pulmones. Cómo lo ahoga.
Él se lo ha buscado. De nuevo.
Samantha.
Los niños.
Lo único que había hecho era tenderles trampas con fines autocomplacientes. Para poner a prueba su lealtad hacia él. Y casi había arreglado su última metedura de pata, casi había convencido a Samantha de que fuese con él a Londres, de que lo intentasen de nuevo, en un escenario mayor sobre el que volvía a tener influencia.
Ajá, lo sabemos todo sobre él. No somos de dejar las cosas al azar. Cuanto más investigas, más seguro es algo. Conocer sus vanidades y sus flaquezas. Ayudarlos a apechugar con sus responsabilidades. Cuando ya está todo dicho y hecho, eso es lo que en realidad desean: un drama lleno de caídas y humillaciones. Es el capítulo más fascinante de la biografía de un narcisista. El desenlace que en el fondo anhelan, a pesar de los absurdos con los que deciden engañarse.
Cómo debe de odiarse ahora. Debe de detestar la debilidad que lo ha traído hasta aquí. ¿Cuánto autodesprecio puede generarle un castigo a manos de una fuerza que le es incomprensible?
Pronto quedará libre de todo esto. Ha llegado la hora.
Ella gira la cabeza con brusquedad hacia mí, y una inesperada y luminosa ferocidad le ilumina los ojos. Se mueve con rapidez felina, y sus manos implacables aferran los calzoncillos para bajarlos de un tirón. Él se debate, indefenso y violentado, cuando el pene y los huevos le quedan colgando al aire, desprotegidos. A juzgar por las sacudidas y convulsiones del flujo y reflujo de ese cuerpo, concluyo que está asustado pero quizá también esperanzado. Pese a que todo invita a pensar en un ataque de lo más siniestro, también podría tratarse de una broma de club de rugby, inocua aunque potencialmente humillante, de esas tan apreciadas por los individuos más siniestros de su círculo.
Conozco esa sensación.
¿Podrían esos balbuceos acabar en una risotada de complicidad? Los Evan. Los Alasdair. Los Murdo. Los Roddy. Serán cabrones...
Lo aceptaría sin pensarlo dos veces.
Pero algo lo paraliza de nuevo. A lo mejor es el perfume de ella: dice otra cosa.
«Para», suplica, y el tono agudo de su voz se quiebra, cosa que sin duda le recuerda a sus días escolares. A lo mejor iba de camino a casa, vestido de uniforme, y se topaba con un grupo de chavales de las viviendas sociales – o de las «chabolas sociales», como las llaman aquí– que acababan de salir del instituto. ¿Se divertirían golpeándolo en los brazos regordetes, bailando a su alrededor para celebrar llenos de júbilo enfermizo las marcas que dejaban, a sabiendas de que se convertirían en moratones? Supongo que sí.

 

* * *

Traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas

* * *

 

Los cuchillos largos

 

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