21/12/2021
Empieza a leer 'Los colores del adiós' de Bernhard Schlink


INTELIGENCIA ARTIFICIAL


1

Están todos muertos: las mujeres a las que amé, los amigos, mi hermano y mi hermana, y por supuesto mis padres, mis tías y mis tíos. Fui a sus entierros, durante un tiempo muy a menudo porque por entonces moría la generación anterior a la mía, luego raras veces y en los últimos años de nuevo a menudo, porque la que muere ahora es mi generación.

Durante mucho tiempo creí que un funeral ayudaría a despedirse del muerto. Porque hay que despedirse; saber que alguien ha muerto genera una inquietud que solo desaparece cuando el adiós hace que se vaya en paz, la misma paz que encontramos nosotros. Pero un funeral no ayuda. Reafirma a los deudos la importancia del muerto y hace que participen un poco de esa importancia. A quienes acuden, los reafirma en la dignidad del ritual para el que sacrifican dos o tres horas, donde ven y son vistos, rinden un último homenaje al difunto y expresan su pésame a los deudos; y también les concede a ellos, a los asistentes, cierta dignidad. Pero un funeral no sirve para ayudar a despedirse.

Lo que sí ayuda es estar presente en la hora de la muerte. Incluso ver a mi padre, que ya había muerto pero estaba todavía en la cama y no había sido aún arreglado por el hombre de la funeraria, me fue de ayuda. No le habían cerrado ni los ojos ni la boca, y se me quedó grabado el horror de la muerte ante la que había puesto los ojos como platos y enseñado los dientes. Estaba muerto. Incluso cuando se ha acicalado al difunto y se lo ha preparado para el velatorio y parece más de plástico que de carne y hueso, su muerte resulta tan patente que uno sabe que tiene que decirle adiós.

Pero saber eso no constituye todavía ningún adiós. Despedirse es solo cosa de tiempo. Y hay algo curioso en ello: cuanto menos tratamos a alguien antes de su muerte, más largo se hace el adiós, y cuanto más trato tuvimos, cuanto más lo frecuentamos, más rápida es la despedida. Tuve cierta amistad con mi vecino; a veces nos invitábamos a tomar una copa de vino, él a mí en verano en su balcón y yo a él en invierno junto a mi chimenea, y como por la mañana salíamos de casa a la misma hora, él para ir a la panadería y yo para ir al quiosco, nos cruzábamos casi todos los días en el rellano. Cuando murió, fue precisamente por ello por lo que a los pocos días comprendí que ya no habría más encuentros ni invitaciones y que estaba muerto. Me despedí de él, y lo cierto es que no sin pesar, pero fue un luto tranquilo, un dolor después de haberme despedido, un dolor de despedida.

Muy distinto fue en cambio cuando murió mi exmujer. Se había mudado a Chequia con su segundo marido  y allí se quedó tras la muerte de él. Nos llevábamos bien y nos veíamos dos veces al año, en primavera allí y en otoño aquí, y después de su muerte tuve durante mucho tiempo la sensación de que aún vivía, solo que se había marchado a un lugar más remoto. Murió en abril, a las pocas semanas de que fuera a visitarla, y en los meses siguientes continuó en mi vida igual de presente o ausente que en los años anteriores. No dejaba de pensar en ella, recordaba cosas que habíamos vivido o que ella había dicho o hecho, anotaba cosas que quería contarle cuando viniera a verme en octubre, y una vez incluso se las conté en mis pensamientos, y mientras lo hacía la veía tan tangible delante de mí, tan de carne y hueso que, en comparación, la evidencia de que estaba muerta seguía siendo algo abstracto. No fue hasta que llegó el invierno cuando comprendí que tenía que despedirme de ella, y no fue hasta abril del año siguiente cuando lo pude hacer. Y después del largo adiós aún estuve triste mucho tiempo (en realidad, el luto nunca terminó ni terminará nunca del todo).


2

De mi amigo Andreas nunca quise despedirme. También a él, antes de que muriera, lo veía de higos a brevas; después de jubilarse, él había alquilado un pequeño apartamento en Baviera, donde vive su hijo Thomas, y yo me había quedado en Berlín. Unas veces hacíamos excursiones por Baviera, otras cumplíamos un apretado programa de conciertos y ópera en Berlín, y aun otras nos encontrábamos a medio camino para acudir a la documenta de Kassel o a los Festivales de Bayreuth. Los días que pasábamos juntos eran siempre bonitos, rebosantes de vida y confianza. Somos amigos desde la infancia.

Después de morir, también él siguió en mi vida igual de presente o ausente que en los años anteriores; también con él seguí conversando, como si se tratara solo de pasar un tiempo hasta que volviéramos a vernos. Y si, estando vivo Andreas, yo tenía miedo de que nuestra amistad pudiera de repente quedar expuesta a una sobrecarga, el diálogo con el Andreas muerto estaba exento de miedo. Ya no tenía que temer ninguna sorpresa, ningún descubrimiento, ninguna revelación. Volvíamos a ser como niños, y solo deseaba que nuestra amistad perdurara años y más años en ese estado de inocencia.

No es que nuestra amistad no hubiera resistido bajo la carga de una revelación. Lo que hice en su día y de lo que no estoy orgulloso, eso de lo que incluso me avergüenzo –o quizá no deba avergonzarme, porque lo que hice es humano, aunque preferiría no haberlo hecho–, Andreas lo habría comprendido, me habría perdonado y puede que incluso hubiera dicho que no había nada que perdonar, que a veces en la vida las cosas salen mal, y que yo, como él, no era más que una víctima. De hecho, estoy convencido de que Andreas me habría dicho esas mismas palabras mientras me pasaba el brazo por el hombro, y si hubiéramos estado de excursión, habríamos seguido un buen trecho del camino de ese modo, sin decirnos nada, solo con su brazo rodeando mi hombro, y luego se habría reído con esa risa suya amable, de complicidad, y habríamos cambiado de tema.

¿Por qué me daba miedo que se descubriera, cuando no tenía por qué tenerlo? ¿No habría sido más fácil contarle a Andreas lo que había pasado en su día? Me lo había propuesto cientos de veces. Pero luego, cuando estábamos juntos, me parecía que era hurgar demasiado en el pasado, que de eso hacía ya mucho tiempo, que no venía a cuento ni encajaba en la conversación, y que no había ninguna razón de peso para hablar de ello precisamente en ese momento. En el último encuentro no había sacado el tema, pero siempre podía sacarlo en el siguiente, así que ¿por qué hacerlo entonces? Así pasaron los años, y no sé por qué tenía ese miedo que no tenía por qué tener. ¿Porque quizá Andreas no lo habría comprendido? Pero yo sí entendía por qué las cosas habían sucedido de aquella manera, y en el fondo Andreas entendía siempre lo que yo entendía.

Cualquiera que fuera el motivo de ese miedo, lo cierto es que lo tenía y que fue un alivio quitármelo de encima después de que él muriera. No creo en la vida después de la muerte, y lo que Andreas no supo en la tierra no lo sabrá tampoco en el cielo o en el infierno. Nuestra amistad siguió viva, y si antes de su muerte vivía en nuestros pensamientos y encuentros, después de su muerte vivió solo en mis pensamientos, pero sin miedo. La muerte de Andreas tuvo un efecto sosegador, no desasosegante. ¿Por qué tendría que haberme despedido de Andreas?


3

No, nuestra amistad no solo vivía en mis pensamientos. Conocí a Lena, la hija de Andreas, poco después de que naciera, la he visto crecer y le tengo mucho aprecio. Cuando, después de la muerte prematura de Paula, la mujer de Andreas, yo iba a visitarlos a él, a Lena y a Thomas, o cuando venía él de Baviera a Berlín, ella, que se había quedado aquí, siempre se sumaba a nosotros. Andreas y yo salíamos a dar un paseo y luego cenábamos con ella, o dábamos el paseo con ella y nos quedábamos después los dos solos. Tras la muerte de Andreas, Lena y yo quedamos algunas veces para cenar, para ir a un concierto o dar un paseo; primero era yo quien la llamaba, pero al cabo de no mucho también ella empezó a llamar. Y cuando nos veíamos, Andreas estaba un poco presente y revivía nuestra amistad. Sin miedo, inocente, a salvo.

Hasta que a Lena se le ocurrió consultar el expediente de Andreas en el Comisionado Federal para la Documentación de los Servicios de Seguridad del Estado de la antigua RDA. Yo intenté disuadirla. ¿No habíamos leído ya acerca de los antiguos miembros de la Stasi que trabajaban allí y en los que no se podía confiar? ¿Acerca de la poca fiabilidad de unos expedientes en los que los oficiales al mando querían parecer eficientes, y hacían que espías y espiados dijeran e hicieran cosas que ni habían dicho ni habían hecho? ¿Acerca de las acusaciones y pleitos que se entablaban después de consultar los expedientes y que no llevaban a ninguna parte, salvo a la ruina de relaciones personales? Y, sobre todo, ¿no habría podido Andreas consultar personalmente su expediente, en caso de haberlo querido? ¿No debía Lena respetar el deseo de su padre?

Mis preguntas y mis ruegos no hicieron más que reafirmarla en su decisión. Es curioso lo que ocurre hoy con esas ganas de haber sido víctima. Como si fuera un título honorífico o la demostración de una proeza. Cuando no se ha hecho nada especial, se querría por lo menos haber sido víctima. Quien ha sido víctima ha sufrido el mal y no puede por tanto haber hecho nada malo. Todo el mundo está en deuda con quien ha sido víctima, que no debe nada a nadie. Lena no había hecho gran cosa en la vida. Si no podía ser víctima directa de algo, quería ser al menos hija de una víctima. Suena bien: «Mi padre estuvo en prisión por sus ideas políticas, y aunque luego pudo volver a ejercer de matemático, no dejaron de espiarlo.»

Yo me tranquilizaba pensando que no le dejarían consultar el expediente de Andreas. Por regla general, no se puede acceder al expediente de una persona fallecida. Sus hijos pueden consultarlo en casos excepcionales, pero solo si acreditan de manera concluyente que utilizarán el expediente para estudiar ciertos acontecimientos o medidas adoptadas por el régimen de la RDA. Para ello deben demostrar de modo convincente un interés justificado. ¿Qué iba a aducir Lena?

Andreas era matemático, como yo. Después de la construcción del Muro, intentó fugarse, lo pillaron y fue condenado; pero después de pasar cuatro años en la cárcel y uno en la fábrica, ingresó en la Academia de Ciencias. Era un matemático genial, no podían prescindir de alguien como él. En los años sesenta ambos fuimos las jóvenes estrellas de la cibernética y la informática en la RDA; todo lo que la RDA investigó y consiguió en ese terreno nos lo debe a nosotros. Después de su intento de fuga, Andreas no podía asumir la dirección del nuevo Instituto de Cibernética, así que recayó en mí. Pero cuando volvió al Instituto, lo promoví y ayudé en muchos aspectos, y creo que los puestos de dirección, para los que estaba inhabilitado, tampoco se habrían ajustado a su perfil. Los años en la cárcel y en la fábrica lo habían atemperado; ya no tenía visiones creativas ni de futuro, sino que solo quería llevar a cabo sus investigaciones en paz. Eran excelentes; las publicaciones, que en la RDA solían firmarse con varios nombres y que en nuestro instituto aparecían firmadas con el suyo y el mío, llegaron incluso a granjearnos cierta fama internacional.

¿Qué acontecimientos o medidas adoptadas por el régimen de la RDA podría estudiar Lena con el expediente de Andreas? ¿Cuál iba a ser su interés justificado en consultarlo?

La petición de consulta del expediente fue rechazada, pero Lena no se rindió. Había estudiado Historia y Filosofía, como muchos de su generación, y como muchos de su generación, sobre todo si venían del Este, había ido malviviendo, saltando de un proyecto a otro –un puesto a media jornada durante medio año aquí, un puesto a un cuarto de jornada durante un cuarto de año allá–, y estaba harta. Quería tener su propio proyecto de investigación. Un proyecto de investigación histórico-científica sobre los inicios de la cibernética y la informática en la RDA con el que tendría a la vez acceso al expediente de su padre. Junto con un colega tan poco dotado para las matemáticas como bien dotado para vender humo, solicitó ayuda económica a una fundación. El proyecto debía estudiar también y sobre todo la función política de la cibernética y la informática en la RDA y las intenciones políticas de sus fundadores, entre otras cosas mediante entrevistas con los que aún estaban vivos, en particular conmigo, y mediante la consulta de los expedientes de los que hubieran fallecido. Antes de presentar la solicitud a la fundación, Lena me preguntó, muy amablemente y como es debido, si estaba dispuesto a que me entrevistara y si podía poner mi nombre en la solicitud.

 

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Traducción de Juan de Sola.

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Los colores del adiós

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