15/03/2023
Empieza a leer 'Libre' de Lea Ypi

 

Los hombres no hacen su historia libremente. Pero, aun así, la hacen.

ROSA LUXEMBURGO

 

PRIMERA PARTE

 

1. STALIN

 

Nunca me pregunté lo que significaba la libertad hasta el día en que abracé a Stalin. De cerca era mucho más alto de lo que yo esperaba. La profesora Nora nos había dicho que a los imperialistas y a los revisionistas les gustaba desta­car que Stalin era un hombre bajito. Según ella, no era tan bajo como Luis XIV, cuya estatura, por extraño que parezca, jamás se mencionaba. En cualquier caso, añadió con tono se­rio, hacer hincapié en las apariencias y no en lo que realmen­te importaba era un típico error imperialista. Stalin era un gigante y sus actos eran mucho más relevantes que su físico.

Lo que lo convertía en alguien verdaderamente especial, continuó explicando Nora, era que sonreía con los ojos. ¿Os lo podéis creer? ¿Sonreír con los ojos? Eso se debía a que el simpático bigote que adornaba su rostro le tapaba los labios, por lo tanto, si solo te fijabas en la boca, era imposible saber si Stalin estaba sonriendo o haciendo cualquier otro gesto. Pero bastaba con mirarlo a los ojos, aquellos ojos castaños, penetrantes e inteligentes, para darse cuenta. Stalin estaba sonriendo. Hay gente incapaz de mirarte a los ojos. Está cla­ro que tienen algo que ocultar. Stalin te miraba de frente y, si le apetecía, o si te portabas bien, te sonreía con los ojos. Siempre llevaba un abrigo sencillo y unos discretos zapatos marrones, y le gustaba meter la mano derecha por debajo de la solapa izquierda de su abrigo, como si se sujetase el cora­zón. La mano izquierda solía llevarla en el bolsillo.

–¿En el bolsillo? – le preguntamos–. ¿No es de mala edu­cación caminar con las manos en los bolsillos? Los mayores siempre nos dicen que saquemos las manos de los bolsillos.

–Bueno, sí – contestó Nora–. Pero en la Unión Soviética hace frío. Y además – añadió–, Napoleón también llevaba siempre una mano en el bolsillo. Nadie dijo nunca que fuese un maleducado por ello.

–No era en el bolsillo – dije tímidamente–. La llevaba en el chaleco. En su época era una señal de buenos modales.

La profesora Nora no me hizo ningún caso y se dispuso a contestar otra pregunta.

–Y además era bajito – la interrumpí.

–¿Cómo lo sabes?

–Me lo dijo mi abuela.

–¿Qué te dijo?

–Me dijo que Napoleón era bajito, pero que, cuando el maestro de Marx, Hangel o Hegel, no me acuerdo, lo vio pasar a caballo, dijo que era como ver cabalgar al espíritu del mundo.

–Hangel – corrigió ella–. Hangel tenía razón. Napoleón cambió Europa. Él propagó las instituciones políticas de la Ilustración. Fue uno de los grandes. Pero no tan grande como Stalin. Si el maestro de Marx, Hangel, hubiese visto pasar a Stalin, no a caballo, por supuesto, sino quizá sobre un tanque, también habría afirmado haber visto el espíritu del mundo. Stalin fue una fuente vital de inspiración para mucha más gente, para millones de nuestros hermanos y hermanas en África y en Asia, no solo en Europa.

–¿Stalin amaba a los niños? – preguntamos.

–Por supuesto.

–¿Incluso más que Lenin?

–Más o menos igual, pero sus enemigos siempre intenta­ron ocultarlo. Hicieron que Stalin pareciese peor que Lenin porque Stalin era más fuerte y mucho mucho más peligroso para ellos. Lenin cambió Rusia, pero Stalin cambió el mun­do. Por eso nunca se divulgó debidamente que Stalin amaba a los niños tanto como Lenin.

–¿Stalin quería a los niños tanto como el Tío Enver?

La profesora Nora dudó.

–¿Los quería más?

–Ya sabéis la respuesta – dijo con una tierna sonrisa.

Es posible que Stalin amara a los niños. Es probable que los niños amaran a Stalin. Lo que es seguro, segurísimo, es que yo nunca lo amé tanto como en aquella húmeda tarde de diciembre cuando fui corriendo desde el puerto hasta el pe­queño jardín junto al Palacio de la Cultura, sudando, tem­blando y con el corazón latiéndome con tal fuerza que creía que se me saldría por la boca. Había corrido casi dos kilóme­tros con todas mis fuerzas cuando por fin divisé el jardincito. En el momento en que Stalin apareció en el horizonte supe que estaría a salvo. Allí estaba, de pie, tan solemne como siem­pre, con su abrigo sencillo, sus discretos zapatos de bronce y la mano derecha metida dentro del abrigo, como sujetándose el corazón. Me detuve, miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie me seguía y me acerqué. Pegué la mejilla derecha contra el muslo de Stalin y con gran esfuerzo rodeé con mis brazos la parte posterior de sus rodillas para quedar así oculta a todos. Intenté recobrar el aliento, cerré los ojos y empecé a contar. Uno. Dos. Tres. Cuando llegué a treinta y siete dejé de oír el ladrido de los perros. El ruido atronador de las pisa­das sobre el asfalto se había vuelto un eco distante. Solo reso­naban de vez en cuando las consignas de los manifestantes: «Libertad, democracia, libertad, democracia».

* * *

Traducción de Cecilia Ceriani

* * *

Libre

 

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