03/04/2023
Empieza a leer 'Las perfecciones' de Vincenzo Latronico

 

Allí estaba la verdadera vida, la vida

que querían conocer, que querían llevar.

GEORGES PEREC, Las coses

 

PRESENTE

La luz del sol inunda la sala desde el mirador, tiñe de esmeralda las hojas troqueladas de una monstera tropical grande como una nube y va a reflejarse en el suelo de madera color miel. Los tallos apenas rozan el respaldo de una butaca de estilo escandinavo, sobre la que descansa una revista abierta con el lomo hacia arriba. El verde reluciente de la planta, el rojo de la portada, el azul petróleo de la tapicería y el ocre claro del suelo resaltan sobre el blanco empolvado de las paredes, a juego con un extremo de alfombra clara que desaparece por el borde de la imagen. En la siguiente se ve la casa desde el exterior, un edificio liberty con hojas de acanto y cítricos de cemento en las cornisas. El blanco de la fachada apenas se intuye por debajo de una estratificación de grafitis fluorescentes, carteles medio arrancados y pintura descascarillada; los frontones de estuco de la planta principal se distinguen a duras penas bajo la capa de mugre. El lujo de principios del siglo XX y la suciedad rugosa de la contemporaneidad se entrelazan en una atmósfera libre y decadente, con un toque de erotismo. Un par de ventanas están cerradas con tablas de aglomerado descolorido, pero detrás de las demás se distinguen plantas y guirnaldas de luces. Desde un balcón, una cascada de hiedra cae suntuosa hasta la acera. La cocina tiene los azulejos en relieve, brillantes y rectangulares; la encimera de madera gruesa y compacta; el fregadero de estilo inglés de cerámica realzada; los armarios de pared abiertos, con botes de farmacia para el arroz y los cereales y las especias y el café; platos de esmalte azul y blanco; una barra metálica con ganchos de los que cuelgan cacerolas de hierro fundido y cucharones de madera de olivo. En la encimera están el hervidor eléctrico de acero pulido y la tetera japonesa, la batidora roja. En el alféizar de la ventana hay tarritos de barro con hierbas aromáticas, albahaca y menta y cebollino, y también ajedrea, mejorana, cilantro, eneldo. La mesa es una vieja artesa de mármol, con sillas recogidas de una escuela. La ilumina una lámpara en forma de acordeón, fijada a la pared entre la litografía botánica de una araucaria y la copia de un cartel británico de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Luego el salón, exuberante y lleno de plantas fáciles e hipertrofiadas, a las que da sustento la cavidad acristalada del mirador: la monstera frondosa con sus hojas brillantes proyectadas hacia el exterior; un ficus lyrata que toma altura desde un tiesto enorme de cemento; dos estanterías repletas de hiedras de interior y peperomias colgantes, plantas rosario y pileas, cuyas frondas entrelazadas se inclinan hasta el parquet. En un rincón, sobre unos cuantos taburetes y cajas del revés, hay una pequeña selva de alocasias, euforbias gigantes, ficus benjamina y filodendros de tallo velloso, strelitzias y diefembaquias. Más allá de la puerta de cristal se divisa un balcón con dos sillas y una mesita con un cenicero de porcelana, una hilera de bombillas. Desde el ángulo opuesto se capta el resto del salón: un sofá bajo y una butaca danesa (caoba redondeada, algodón crudo color petróleo); una manta de tweed con un motivo de espigas; un cable eléctrico forrado de tela azul oscuro con una bombilla de filamentos enrevesados; montones de ejemplares atrasados de Monocle y del New Yorker apoyados en una mesita negra de metal, donde también hay un candelabro de bronce y un bol de cristal lleno de fruta. Luego, un mueble de persiana y, sobre él, esquejes en un jarrón, plantas araña y un hueso de aguacate ya germinado; un tocadiscos analógico, dos altavoces de suelo conectados a un amplificador de válvulas en una estantería baja y, más arriba, una colección de elepés con las piezas más valiosas expuestas de cara: una edición limitada de In Rainbows, una original de los Kraftwerk. Un drago que proyecta una sombra con forma de mano. Un cartel del Primavera Sound. Una alfombra bereber de color arena con un delicado motivo geométrico da unidad al salón. A los lados, simétricamente, las paredes quedan interrumpidas por puertas dobles de madera recuperada que aún conserva vetas de barniz verde pistacho. Están cerradas, lo que da al ambiente, que no es inmenso, un aspecto confortable y resguardado, como apelotonado. Es un salón donde conversar en voz baja con luz tenue en una noche de invierno. Sin embargo, en la imagen siguiente, las cuatro puertas abiertas de par en par revelan una vista en perspectiva, acentuada por la simetría de las juntas alineadas del parquet. La habitación de la izquierda es un estudio para dos personas. Hay una mesa de oficina grande y blanca, con patas de horquilla, dividida en dos espacios simétricos: cada uno con un monitor externo, un teclado inalámbrico, un flexo y un par de auriculares de diadema de colores llamativos. Uno tiene una silla de oficina años setenta, con pie cromado, altura regulable y asiento modelado; el otro, una silla ergonómica de rodillas, de madera y tela negra. Una de las paredes está cubierta de estanterías con libros y novelas gráficas, sobre todo en inglés, con grandes volúmenes ilustrados intercalados: monografías sobre Noorda y Warhol, la serie de Tufte sobre las infografías, el Taschen sobre la historia de la tipografía y el de los zaguanes de Milán. En lugar de sujetalibros hay plantas suculentas en tarritos de cemento, una cámara fotográfica vintage, algunos juegos de mesa: Scrabble, Risk, Catan. En un rincón se entrevén el router y una impresora A3. El baño lo muestra una única imagen, donde aparece iluminado solo por un ventanuco pero con mucho brillo, debido a todas las superficies reflectantes que lo componen. Una enorme hiedra colgante se drapea hacia la ventana desde la barra de la cortina, haciendo juego con el verde intenso del gresite del suelo, que recubre también la parte posterior de la bañera. Sobre un mueblecito cilíndrico de puertas correderas se distingue un skyline de tubos y frascos diferentes pero con etiquetas parecidas, blancas o rosadas o de color gris claro, con el nombre de las marcas escrito con letra de palo y trazo fino.

En la parte opuesta de la vista en perspectiva hay un dormitorio. Un colchón de matrimonio de doble grosor apoyado sobre un tatami cuadrado. El cabecero está escondido por cuatro cojines abultados y el edredón cubierto con una colcha antigua, única mancha cromática entre el lino crudo de las fundas de las almohadas y la del edredón, el blanco de la pared, el amarillo pálido del tatami. Hay dos puntos de luz, sutiles cilindros metálicos de los que asoma una bombilla de filamentos; dos galanes de noche simétricos a cada lado de un baúl de viaje; una esterilla de yoga enrollada en un rincón junto a unas pesas y bandas elásticas. Todas las imágenes están enfocadas y bien iluminadas; solo una muestra la habitación a oscuras, con las cortinas echadas y las paredes estriadas por los rayos de luz anaranjada que se filtran cuando uno se despierta tarde, y el sol ya está alto, y quizá es domingo, o quizá no. La vida que prometen las imágenes es límpida y concentrada, fácil. En esta vida, en primavera y verano se toma el café en el balcón aprovechando el sol del este, echando un vistazo en la tablet a los titulares del New York Times y a las últimas actualizaciones en las redes sociales. Se riegan las plantas como parte de una rutina que incluye yoga y un desayuno enriquecido con diferentes tipos de cereales y semillas. Se trabaja en casa con el portátil, obviamente, pero con el ritmo de un pintor más que con el de un empleado: un esprint de concentración intensa delante del ordenador se alterna con un paseo, una videollamada con un amigo que propone un proyecto, un intercambio de comentarios ocurrentes en las redes, una vuelta por el mercado ecológico de debajo de casa. Los días son largos; las horas trabajadas, al final, probablemente sean más que las de un empleado. Pero, a diferencia de este último, las horas no cuentan, porque, en este tipo de vida, el trabajo desempeña un papel importante sin llegar a ser una opresión o un chantaje. Más bien al contrario: el trabajo es fuente de crecimiento y estímulo creativo, el ritmo de fondo para la melodía del placer. Pero es también una vida en la que la alegría encuentra un espacio evidente en mil detalles. A la extensa jornada le sigue una hora de desconexión autoimpuesta en la que tomar un aperitivo u hojear una revista acurrucados en el sofá, disfrutando del calorcito que contrasta con el frío de fuera. La atención a la belleza y al deleite parece disuelta en la cotidianidad como un granulado en suspensión.

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Traducción de Carmen García-Beamud

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Las perfecciones

 

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