11/05/2021
Empieza a leer 'Las hermanas Gourmet' de Vicente Molina Foix


CAPÍTULO PRIMERO

1

La historia que voy a contar empezó en una guerra y acaba en esta cocina. Yo era niña y jugaba con mi hermana pequeña Silvina, Silvi la llamo yo, a esconder armas por los rincones de la casa: pistolas muy antiguas, espadas cortas, cartuchos, escopetas de dos cañones. Cuando no nos miraban los mayores, las sacábamos para jugar a dispararle a nuestra muñeca rusa: yo apuntaba a la cara de la muñeca, disparaba de mentira y Silvi fingía con la boca el ruido de la pistola. Después nos hacíamos las dos las muertas. La muñeca rusa seguía en el suelo, pero nosotras nos levantábamos vivas, para seguir disparando a las muñequitas rusas pequeñas que salían del cuerpo de la muñeca rusa grande. Seis o siete se quedaban tiesas, sin moverse las pobrecitas, y nosotras dos solo muertas de la risa.

Hasta que un día ya no hubo guerra, y las armas desaparecieron. Todas las armas, incluso los puñales y los pistolones antiguos. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y Silvi y yo nos hemos hecho la promesa de que nunca más hablaremos de aquella guerra. Tampoco queremos disparar, de verdad ni de mentira, a nadie, ni siquiera a la muñeca de trapo con trenzas colgada en la parte de atrás de la puerta de la despensa. Vivimos ahora en paz, sin salir de nuestra cocina, pero a veces aún sentimos miedo al sacar del cajón un cuchillo de dientes afilados, al triturar la carne, al picar el hielo, al meter las verduras en una licuadora y hacerlas puré. Esas cosas nos recuerdan la guerra.

Una noche, al acabar nuestro trabajo en los fogones, Silvi, que es la más juguetona de las cuatro hermanas, se puso un bigote falso con la cola de un pescado y un cazo en la cabeza como si fuera un casco. Así me vino por la espalda y me gritó: «Alto ahí. ¡Soy el comandante del ejército enemigo!» Me asusté, y me cubrí la cara con las manos para que mis hermanas no me vieran llorar.

Esta vida nuestra de cocineras felices que se hacen ricas con su trabajo ha sufrido un cambio desde el día en que la puerta de la cocina se abrió y entró alguien que no era ninguna de las cuatro dueñas. Aquel día había un perfume en la cocina que hacía la boca agua. El marisco que esa mañana habíamos comprado vivo en el puerto, ahora estaba cambiando de color en la plancha al rojo. Cigalas con unas pinzas más largas que su cuerpo; hay que hacerlas poco, y saber cuándo mueren; por el color lo notas. Al perder sus movimientos, su aroma se hace fuerte y exquisito. Es el momento de servirlas y de comerlas.

Pero ese día mi hermana pequeña Silvi no se las sirvió a tiempo al cliente que las había pedido casi crudas como único almuerzo. La culpa la tuvo el nuevo olor que entró y nos hizo olvidar cómo huele el mar. Ese segundo olor se extendió enseguida y nos paralizó a las cuatro hermanas. El aroma de un hombre joven en una cocina donde los hombres nunca han entrado.

Se hizo un silencio cuando la puerta abierta se cerró. La sopa de pescado de roca y algas maceradas, la ensalada de trufa negra con huevas de erizo, las cigalas y sus tenazas, el solomillo de ciervo relleno de frutas del bosque. Cada una de las hermanas hace un plato, y las cuatro hemos interrumpido de golpe nuestro trabajo. El hombre joven es guapo, pero yo, la tercera hermana, soy la más lanzada y me planto delante de él. Lleva bermudas, tiene una barba corta, como de cuatro días, y una mochila pintada a mano con dibujitos de tías en cueros.

«Tú quién eres», le pregunté al joven que había entrado oliendo a hombre.

«Me llamo Maxi.»

«Qué nombre más macarra. Aquí nos llamamos de otra manera. A nosotras nos gustan los nombres del tiempo de los romanos. Yo me llamo Julia. Si vienes a reservar mesa puedes esperar sentado en la plaza del pueblo. Y vuelves a los seis meses. Con un poco de suerte tendrás una mesa para dos.»

«Yo aquí vengo a trabajar. Soy el del anuncio.»

«Eso cambia las cosas. Te podemos dar de comer hoy mismo. Ahora mismo, si vienes con hambre. Pero en la cocina. Las mesas del comedor aquí salen muy caras. Un menú de degustación cuesta trescientos euros, sin incluir las bebidas.»

El hombre joven me sonrió y se dio una vuelta por la cocina, mirándolo todo con curiosidad. Mientras él miraba los fuegos de inducción, los módulos colgantes de vitrocerámica, los hornos eléctricos de convección, nosotras le mirábamos a él. De momento solo le examinábamos: cómo andaba, qué hacía con las manos, qué cosas de comer le llamaban más la atención. Como si fuera él un alumno y nosotras las maestras. Bueno, la verdad es que nosotras somos maestras en lo nuestro, que es la cocina. Por algo nos llaman las hermanas Gourmet.


2

Maxi no quería comer. Quería saber cuál iba a ser su trabajo.

«Es que el anuncio no dice nada. Aquí lo traigo, copiado en el móvil: SE NECESITA HOMBRE JOVEN SIN EXPERIENCIA PARA RESTAURANTE DE FAMA. Me disteis hora. Hoy. A esta hora. Yo soy muy puntual, aunque tenga nombre de macarra.»

Ya había hablado lo suficiente. Y se acabó nuestro examen visual. Antonella, la hermana mayor, se acercó a él, muy cerca de él, como si fuera a hacer lo que las otras tres habríamos hecho de buena gana: husmearle.


«Está más bueno que los langostinos», me ha dicho al oído Silvi, la pequeña. Es algo ingenua, pero conmigo no se corta.

«Traigo la referencia de unos grandes almacenes donde trabajé casi un año. Yo no vendía, para eso no sirvo. Yo era segurata. ¿Es eso lo que tengo que hacer aquí?»

Todas, menos Antonella, nos pusimos a reír. Y hablé yo.

«Nosotras no necesitamos un segurata. Nos defendemos solitas.»

Y para darle miedo a Maxi le enseñé los cuchillos afilados con los que en nuestro restaurante se corta la carne, los días en que hay lomo de ternera blanca o caza mayor en el menú.

Sin tantas pamplinas, Antonella se dirigió a él, diciéndole que tenía buen aspecto, «aunque lleves pantaloncitos cortos. Aquí vestirás de otra manera. Sin uniforme, que esas chorradas no nos gustan. Lo que tienes que hacer ya lo irás sabiendo. Yo soy Antonella, la hermana mayor. Pero aquí todas somos iguales. Esto es una democracia cocinera».

Ese primer día, Maxi no trabajó. Y nosotras estuvimos nerviosas, yo la que más. También las otras. Pero ellas no lo mostraban. Las dos mayores, Antonella, con dos eles, y Rebeka, con k, son muy astutas. Silvi y yo somos igual de inocentes. Por algo estuvimos nueve meses juntas en el vientre de nuestra madre, antes de nacer. Yo nací once minutos antes que ella. Esa ventaja le llevo.

Era jueves, y los jueves, todos los jueves, por alguna razón misteriosa, el restaurante está a rebosar. Lleno está siempre, pero otros días alguna reserva apalabrada muchos meses antes falla, y quedan huecos para hacer felices a los que están en lista de espera, esperando una llamada. Los jueves nunca falla nadie, ningún jueves, y nadie recibe nuestra llamada. Las doce mesas llenas en el almuerzo y en la cena. Mesas de dos y de cuatro asientos. No admitimos más. Un total, en cada turno de comidas, de treinta y seis comensales. Lo que podemos atender nosotras solas, sin ayuda externa.

A las cinco hemos empezado a preparar las cenas, y a las ocho y media han llegado los primeros clientes, una pareja que una vez cada año, el mismo día del mes, a la misma hora, viene desde un lugar del sur de Portugal cuyo nombre no quieren decir. Llegan andando al restaurante, pero antes de que lleguen hemos oído las aspas de su autogiro, un aparato volador de bella estampa antigua. La mujer lo pilota, vestida con ropa militar y gafas de aviador color violeta. El marido viene de esmoquin y lleva guantes blancos y gafas negras de ciego, aunque no necesita que la mujer le guíe. Entra por su propio pie en el restaurante, andando él delante de ella, y se dirige a su mesa, la misma mesa siempre. Y nunca se equivoca ni tropieza. La comida le gusta olerla más que comerla. Cuando mi hermana Silvi les sirve, lo primero que el hombre de esmoquin hace es acercar su nariz al plato. Así disfruta. Corta con el cuchillo de sierra las carnes, y se las lleva a la boca certeramente, nunca derrama el vino al llenar su copa, toma con la mano los panecillos, y los acaricia, como si fueran pájaros o conejillos de Indias. Todo lo saborea, sin comerlo. Es ella, la Mujer Piloto, la que come nuestras maravillas, y se las va describiendo al hombre. Los dos se muestran muy felices, y aunque solo ella disfruta, las hermanas estamos siempre esperando que lleguen, una vez al año. Nos gusta la manera que tienen de celebrar nuestra cocina.

Al final de la cena hacen lo mismo, todos los años, los muchos años seguidos que llevan viniendo. Yo les acerco a su mesa el carro de los postres. La fruta confitada, la tabla de quesos franceses, la pastelería casera que tanta fama tiene en nuestro restaurante. El dulce es lo único que prueba el Hombre con Gafas de Ciego. La mujer se acerca a la bandeja de los pasteles y elige uno. Él ya tiene abierta su boca, donde la mano de ella le introduce el tocinillo de cielo, que él se traga, sin masticar. Luego viene la milhojas de crema batida, la tulipa de chocolate caliente relleno de helado de marc de champán. Los tres pasteles. Su única comida. La mujer saca de su bolso una servilleta bordada y le limpia los labios, manchados de azúcar y cacao, al hombre. Como si fuera un niño.

Pero beben como adultos. Después de los vinos franceses siempre piden en los postres, cada año lo mismo, las copitas enfriadas para la grappa del Véneto, grappa di Moscato. «El destilado de uva moscatel» es la única frase en nuestra lengua que dice la mujer. Beben los dos, y se animan, y para sellar el momento de felicidad se tocan la mano sobre el mantel.

Han terminado. Rebeka les ha cobrado y les acompaña hasta la puerta, con nosotras de escolta. Rebeka anda solemne y tiesa, como en una procesión de Semana Santa, pero las dos hermanas pequeñas les vamos siguiendo como los golfillos siguen los desfiles.

La despedida anual. La mujer nos besa en la mejilla, el hombre nos da la mano. La mano del hombre es metálica bajo el guante. La boca de la mujer está fría como el aguardiente. Rebeka, emocionada, vuelve al restaurante. A mi hermana Silvina y a mí nos pone tristes saber que ya no les veremos hasta que pasen doce meses. Se alejan sin volver la mirada, como si no quisieran dejar en nosotras su rostro para el recuerdo.

«Yo me iría con ellos volando. Y te llevaría a ti, hermanita, escondida debajo de la hélice grande.»


3

«Hola.»

Me he atrevido a subir sola a la habitación que ocupa Maxi en la tercera planta. Sé que está dentro, pero no contesta. Hay luz. Vuelvo a llamar. La puerta no tiene llave, solo cerrojo, y no está echado. Entro. Le he despertado. Se levanta a medio vestir de la cama, con las prendas que llevaba al llegar. La mochila de las tías en cueros la ha vaciado, y hay ropa desperdigada por el cuarto. Como si llevara ya muchos días viviendo allí.

«Me he quedado frito.»

«Ah. Nosotras lo que menos hacemos son fritos.»

«Ya entiendo. Te gustan las bromas.»

«No siempre. ¿Tienes hambre? Perdona que me meta así en tu cuarto, pero... Te he subido esto para celebrar tu llegada. Bogavante relleno de caviar. Caviar ruso. ¿Quieres una copa de vino blanco? Mañana a las nueve bajas a la cocina. Estará Antonella esperándote.»

«¿Para trabajar?»

«Para oír lo que te quiera contar. Ella es la voz aquí...» «¿Y vosotras?»

«Nosotras somos menores que ella.»

«¿Sois gemelas Silvina y tú?»

«Silvi nació casi al mismo tiempo que yo. Nos llevamos menos de un cuarto de hora de diferencia.»

«No os parecéis. Bueno, muy poco.»

«En nada. Ya nos irás conociendo mejor.»

Al día siguiente a las nueve estábamos solo dos de las hermanas en la cocina, al lado de Maxi, sentados los tres tomando un café de sabor intenso. Antonella llama también a Rebeka y Silvina para que oigan lo que tiene que contarle a nuestro empleado. Cuando nos reunimos todas, el chico se pone de pie muy rígido, como si nuestra cocina fuese un cuartel y él estuviera delante del capitán.

Antonella fue muy escueta al hablar del contrato que se le ofrecía a Maxi; ni de segurata ni de criado. Pero también fue muy clara: Maxi estaba allí esa mañana porque en su currículum decía que había trabajado en el servicio de información de un cuerpo de élite semioficial. Había trabajado hasta que sufrió un accidente y tuvo que dejarlo. Eso le convertía en el candidato preferido de todos los que se presentaron. El trabajo consistía en investigar, no en proteger ni en vigilar a nadie. «Espero que en tu vida anterior no llevases uniforme. Los militares, y menos si son policías, no gustan en esta casa», dijo Antonella para acabar.

«Yo nunca lo he llevado, señora Antonella. La Inteligencia no tiene uniforme.»

Maxi respondía bien, y mi hermana menor se hacía ilusiones.

«¿Es espía, entonces? Qué sexy.»

«No, Silvi. Inteligencia no es lo mismo que espionaje.»

«Qué lástima. De todas maneras, yo, como soy tonta, no tengo nada que hacer con él, me va a despreciar... Tú, Julia, que eres inteligente...»

«A mí no me gusta Maxi.»

«La verdad es que con uniforme aún estaría más bueno.»


Antonella cortó esos cotilleos nuestros en voz baja y me encargó a mí dar el paso siguiente. Acompañar a Maxi después del almuerzo a Villa Marcia, una casa que de momento solo vería por fuera. Antes, él quedaba libre de cualquier obligación, mientras nosotras nos concentrábamos en preparar los almuerzos de treinta y seis personas ansiosas de delicatessen. Había tiempo, dijo Antonella, para precisar el trabajo que se esperaba de él. «Nosotras nos dedicamos a dar placer a la gente. Y qué mejor placer que no tener prisa. “Slow food”.»

La cocina tenía grandes ventanales en la parte de atrás, que daban al jardín, más bien un huerto, donde una mujer mayor del pueblo, la Señora Jardinera, cuidaba las plantas y era la encargada de recolectar cada mañana las verduras frescas, las hierbas aromáticas y los frutos recién cogidos que utilizábamos para cocinar. Yo estaba macerando unos lomos de corvina mientras veía a Maxi deambular por los senderos de la huerta, sin interrumpir el trabajo de la Señora Jardinera.

Enseguida me di cuenta de que Maxi era algo más que un tipo que sabe usar la inteligencia. Era el sabueso perfecto. Las endibias de hojas blancas como leche, los tomates Corazón de Buey de piel surcada y sabor dulce, los pepinos norteafricanos en forma de culebras, que los árabes llaman alficoces, todo eso, que hacía tan distinguidas nuestras ensaladas, no le interesó. Maxi fue directo al pequeño cercado del fondo del jardín-huerta. Allí estaba, al otro lado de una tela metálica cerrada con candado que lo separaba de los demás, nuestro árbol escondido. El que las cuatro hermanas llamábamos, en clave secreta, el Cítrico C.

Maxi está delante de ese árbol y del fruto que da; es seguro que nunca lo ha visto antes. Nadie en Europa conoce el Cítrico C. Solo nosotras lo tenemos y lo usamos. Vi que Maxi se volvía con sigilo por ver si alguien le estaba mirando. A mí no me podía ver, cocinando al otro lado del ventanal de vidrio opaco. La Señora Jardinera, que se había dejado abierta la portezuela metálica, estaba agachada, de espaldas a él, delante de unas matas de cardo de tallo alto y estrellado. Entonces Maxi se acercó sigilosamente al árbol escondido y pasó sus dedos por el fruto.

Ya sabía yo lo que él estaba pensando. Lo que mis hermanas y yo pensamos al ver por primera vez ese fruto arrancado del árbol, en la mano de un mercader africano que lo trajo al restaurante para mostrarlo y venderlo. Le habían dicho en Tánger que las hermanas Gourmet tenían la mejor cocina del Mediterráneo europeo, y ellas podrían apreciarlo. Y pagarlo. Un kilo del Cítrico C. costaba en París doscientos euros. Pero el precio y el lugar del que viene ese fruto no lo puede saber Maxi. Solo puede ver lo que nosotras vimos aquel día en la mano del mercader procedente de Taroudant. Esa fruta de color verde tiene una forma de pera o de aguacate, pero la piel rugosa y dura de un limón.

¿Qué va a hacer Maxi ahora? ¿Va a cortar uno del árbol? Sería un error monumental, y el chico tiene, además de inteligencia, astucia. Está dudando, con la mano puesta en una de esas peras o aguacates que no lo son. Si lo arranca será expulsado, como Adán sin Eva, de nuestro paraíso terrenal. Entonces la Señora Jardinera se dio cuenta de su presencia, se levantó, le saludó, le indicó con un gesto que ese árbol no lo tocaba nadie, ni siquiera ella, y que debían salir los dos, ella y él, del cercado; iba a ponerle el candado.

Maxi la obedeció y salió del huerto, mientras yo seguía haciendo ensayos con las Ostras Coronadas, el plato que iba a pasar a la historia. Un plato único en el mundo que nadie, salvo nosotras, había probado.

 

Las hermanas Gourmet


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