18/05/2020
Empieza a leer 'Las chicas' de Emma Cline

Volví la mirada por las risas, y seguí mirando por las chicas.

Lo primero en lo que me fijé fue en su pelo, largo y despeinado. Luego en las joyas, que relucían al sol. Estaban las tres tan lejos que sólo alcanzaba a ver la periferia de sus rasgos, pero daba igual: sabía que eran distintas al resto de la gente del parque. Las familias arremolinadas en una cola difusa, esperando las salchichas y hamburguesas de la barbacoa. Mujeres con blusas de cuadros acurrucadas bajo el brazo de sus novios, niños lanzando bayas de eucalipto a las gallinas de aspecto silvestre que invadían la franja de parque. Aquellas chicas de pelo largo parecían deslizarse por encima de todo lo que sucedía a su alrededor, trágicas y distantes. Como realeza en el exilio.

Las examiné con una mirada boquiabierta, flagrante y descarada: no parecía probable que fuesen a echar un vistazo y reparar en mí. La hamburguesa había quedado olvidada en mi falda, la brisa traía consigo el tufo a pescado del río. En aquella época, analizaba y puntuaba de inmediato a las demás chicas, y llevaba un registro constante de todas mis carencias. Vi al momento que la de pelo negro era la más guapa. Ya me lo esperaba, antes incluso de distinguir sus caras. Un atisbo de ensueño flotaba en torno a ella; llevaba un vestido ancho que apenas le tapaba el culo. Iba flanqueada por una pelirroja flacucha y una chica algo mayor, vestidas ambas con la misma improvisada dejadez. Como si acabasen de rescatarlas del fondo de un lago. Sus sortijas baratas eran como una segunda hilera de nudillos. Jugaban con una línea muy frágil, belleza y fealdad al mismo tiempo; una oleada de atención las siguió por el parque. Las madres buscaron con la mirada a sus hijos, llevadas por algún sentimiento que no sabrían identificar. Las mujeres cogieron a sus novios de la mano. El sol despuntaba entre los árboles, como siempre –los sauces soñolientos, las rachas de viento cálido soplando sobre las mantas de pícnic–, pero la familiaridad del día quedó perturbada por el camino que trazaban las chicas a través del mundo corriente. Gráciles y despreocupadas, como tiburones cortando el agua.
 

Primera parte

Todo empieza con el Ford subiendo al ralentí por el estrecho camino; el dulce murmullo de la madreselva espesa el aire de agosto. Las chicas van en el asiento de atrás, cogidas de la mano, con las ventanillas del coche bajadas para que entre la humedad de la noche. La radio suena hasta que el conductor, nervioso de repente, la apaga.

Escalan la verja, de la que cuelgan todavía las luces de Navidad. Se encuentran, primero, con la calma silenciosa de la casita del guarda: está echando una siesta tardía en el sofá, con los pies descalzos recogidos uno al lado del otro como barras de pan. Su novia está en el baño, limpiando las brumosas medialunas de maquillaje de sus ojos.

Y luego la casa principal, donde sorprenden a la mujer, que está leyendo en el cuarto de invitados. El vaso de agua vibrando en la mesilla, el algodón húmedo de sus bragas. Su hijo de cinco años, al lado, murmurando crípticos sinsentidos para combatir el sueño.

Los hacen ir a todos al salón. El momento en que esa gente asustada comprende que la dulce cotidianidad de sus vidas –el trago de zumo de naranja de la mañana, la curva empinada que cogieron con una bicicleta– se ha esfumado ya. Las caras cambian como si se abriera un postigo; el pasador se descorre tras sus ojos.

 

Había imaginado esa noche muy a menudo. La oscura carretera de montaña, el mar sin sol. Una mujer cayendo en el césped nocturno. Y aunque los detalles se habían ido desvaneciendo con el paso de los años y les había crecido una segunda y una tercera piel, cuando oí abrirse el cerrojo cerca de la medianoche, fue lo primero en que pensé.

Un desconocido en la puerta.

Esperé a que el sonido delatara su procedencia. El hijo de un vecino, que había volcado un cubo de basura en la acera. Un ciervo revolviendo entre los arbustos. Sólo podía ser eso, me dije, ese golpeteo distante en la otra parte de la casa, y traté de visualizar lo inofensivo que parecería ese espacio cuando fuese otra vez de día, qué tranquilo y fuera de peligro.

Pero el ruido continuó, y entró radicalmente en la vida real. Ahora se oyeron risas en el otro cuarto. Voces. El soplido presurizado de la nevera. Empecé a buscar explicaciones, pero no dejaba de ponerme en lo peor. Así era como iba a terminar, después de todo. Atrapada en una casa que no era la mía, rodeada de los hechos y costumbres de la vida de otro. Con las piernas desnudas, cruzadas de varices... Qué débil parecería cuando viniesen a por mí, una mujer de mediana edad buscando frenética y a tientas los rincones.

Me quedé tumbada en la cama, respirando superficialmente con los ojos clavados en la puerta cerrada. Esperando a los intrusos, los horrores que imaginaba tomando forma humana y llenando la habitación: sin heroísmos, eso lo tenía claro. Sólo el terror sordo, el dolor físico que habría que sufrir. No intentaría escapar.

No me levanté de la cama hasta que oí a la chica. Su voz era aguda e inocua. Aunque eso no debería haberme reconfortado: Suzanne y las otras eran chicas, y no fue de ninguna ayuda para nadie.

 

Estaba en una casa prestada. El oscuro ciprés costero apretujado al otro lado de la ventana, el respingo del aire salado. Comía a la manera brusca en que solía hacerlo de niña; un atracón de espaguetis, cubiertos por una capa musgosa de queso. El burbujeo insignificante del refresco en la garganta. Regaba las plantas de Dan una vez a la semana; cargaba cada una hasta la bañera y pasaba la maceta por debajo del grifo hasta que la tierra borboteaba de humedad. Más de una vez me había duchado con un lecho de hojas muertas en la bañera.

La herencia que había quedado de las películas de mi abuela –horas sonriendo con su sonrisa maliciosa y su impecable casquete de rizos– la había gastado diez años atrás. Tendí a los espacios intermedios de la existencia de otra gente, me puse a trabajar de asistente interna. Cultivé una refinada invisibilidad vistiendo ropa asexuada; mi cara se empañó con la expresión ambigua y agradable de un adorno de jardín. Lo de agradable era importante; el truco de la invisibilidad sólo resultaba posible cuando parecía satisfacer el orden correcto de las cosas. Como si aquello fuese algo que yo también quisiera. Mis responsabilidades variaban. Un niño con necesidades especiales, con miedo a los enchufes y a los semáforos. Una mujer mayor que veía programas de entrevistas mientras yo contaba puñados de píldoras, unas cápsulas rosa claro que parecían delicados caramelos.

Cuando se terminó mi último trabajo y no apareció otro, Dan me ofreció su casa de veraneo –el acto de generosidad de un viejo amigo– como si yo le estuviese haciendo un favor. La luz del cielo inundaba las habitaciones con la oscuridad brumosa de un acuario; la madera se hinchaba y abotagaba por la humedad. Como si la casa respirara.

La playa no era muy popular. Demasiado fría, nada de ostras. La única carretera que cruzaba el pueblo estaba bordeada de casas móviles, agrupadas en caóticas parcelas; molinillos chasqueando al viento, porches atestados de boyas descoloridas y salvavidas: adornos de gente humilde. A veces me fumaba un poco de la marihuana lanosa y acre de mi antiguo casero y luego iba a la tienda del pueblo. Ésa era una tarea que podía llevar a cabo, tan definida como fregar un plato. O estaba sucio o estaba limpio, y yo agradecía esas situaciones binarias, la forma en que apuntalaban el día.

Rara vez veía a alguien de fuera. Los pocos adolescentes del pueblo parecían matarse de maneras truculentamente rústicas: me llegaban noticias de choques de todoterrenos a las dos de la mañana, de fiestas de pijamas en caravanas que terminaban en intoxicación por monóxido de carbono, con un quarterback muerto. No sabía si el problema tenía que ver con la vida en el campo, con el exceso de tiempo, aburrimiento y vehículos de recreo, o si era una cosa de California, una cualidad de la luz que incitaba al riesgo y a peligrosas y absurdas escenas de especialista.

No me había acercado al mar para nada. Una camarera de la cafetería me había dicho que era zona de cría del tiburón blanco.

 

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Traducción de Inga Pellisa.

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Las chicas

 

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