18/01/2024
Empieza a leer 'La vida íntima' de Niccolò Ammaniti

 

Si quieres un amigo, ¡domestícame!

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY,

El Principito

 

No me desenvaines sin razón.

No me empuñes sin valor.

Inscripción en la espada de la estatua

de Juan de Médicis,

obra de Temistocle Guerrazzi

 

I. MIÉRCOLES, 21 DE FEBRERO

1

Esta historia empieza un miércoles de hace una década, son las nueve y cuarto de la mañana y Maria Cristina Palma está haciendo gimnasia. En este momento practica sentadillas búlgaras, un ejercicio que desarrolla cuádriceps y glúteos. Con una pierna estirada hacia atrás y la otra apoyada delante, flexiona la rodilla mirando fijamente por los cristales de la galería el cielo opaco. La lluvia ha limpiado algo la atmósfera de la contaminación que ha obligado a limitar el tráfico en Roma durante semanas. Dentro de la casa hace calor, pero, más allá del cristal doble, las cicas y la pérgola desnuda de la terraza están cubiertas de escarcha. Por entre las columnas de la balaustrada se ve el río Tíber y el tráfico atascado de la orilla y, más allá, la triste silueta de Castel Sant’Angelo, difuminada en la niebla malsana de la capital. El ático en el que vive Maria Cristina es uno de esos paraísos con los que la mayoría de la gente ni siquiera sueña, de puro inalcanzables. Tiene más de trescientos metros cuadrados y está a dos pasos de la plaza Navona, en un edificio neoclásico vigilado día y noche por furgones de policía.

Su entrenador personal, Mirco Tonik, un mozarrón de Francavilla al Mare, está contándole que celebró el cumpleaños de su novio, Michael Carmichael, un irlandés traductor de manuales de instrucciones de impresoras y routeres, en un restaurante vegano del Pigneto. Mientras recuerda una parmesana de berenjenas que estaba de rechupete, quita un disco de la barra, y la pesa del otro extremo, cinco kilos de hierro macizo, se sale y le cae en el dedo gordo del pie derecho a Maria Cristina, que profiere un grito tan potente que la pareja de agapornis que hay en una jaula esmaltada que cuelga sobre los helechos enmudece al instante. La galería, con sus macetas azules de alocasias, sus kentias y sus potos con estolones que cuelgan de las estanterías, empieza a darle vueltas como si estuviera viendo los efectos especiales de una peli mala.

Mirco Tonik, viendo la barbaridad que acaba de hacer, se lleva las manos a la cabeza y, contoneándose, invoca al creador:

–¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios mío! ¡¿Qué he hecho?!

Maria Cristina tiembla de dolor. Solo tiene que respirar y dejar que se le pase.

Con el tiempo, el recuerdo de los pequeños dolores físicos, al contrario de los dolores del alma, se desvanece, y a los pocos años apenas recordamos cuánto nos dolió que nos sacaran una muela o un ataque de apendicitis. Han pasado quince años desde el día en el que el exmarido de Maria Cristina, el famoso escritor Andrea Cerri, le pilló un dedo con la portezuela de un Golf Cabrio delante del hotel Locarno. En aquella ocasión tuvieron que ir a urgencias y le cortaron el último trocito de piel del que colgaba un amasijo de carne, uña y sangre. Hoy, por suerte, la zapatilla ha amortiguado el golpe.

–¿Cómo estás? ¿Te duele? –balbuce el entrenador con una mano en el pecho.

Maria Cristina, sin poder hablar, le hace señas de que esté tranquilo.

En ese momento no hay en el mundo, o quizá en el mundo sí, pero seguro que no en el primer distrito de Roma, persona menos tranquila que Mirco Tonik. El dedo gordo del pie que acaba de aplastar es uno de los más valiosos entre los dieciséis mil millones de dedos gordos que pisan el planeta.

 

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Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona

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La vida íntima

 

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