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Empieza a leer 'La tierra sometida' de Philipp Blom
Para Lea y Benedikt
Un momento de máxima temeridad, de fe ciega: Ícaro sube al acantilado antes de lanzarse al vacío; a la carrera, confiado en las alas artificiales y rígidas que el viento eleva como si fuesen meras plumas. Ya vuela, ya se eleva veloz por encima de las islas batiendo las alas en el aire del verano. Ve las casas, abajo, los árboles, los campos, también los montes, cada vez más pequeños, el espejo del mar que llega hasta el horizonte, una extensión blanca que lo rodea todo. Siente su propia fuerza, sigue elevándose con cada aleteo, se aleja cada vez más. Ve volar a su padre, abajo. Nunca tendrá Dédalo valor para lanzarse así, como un dios, el amo de las islas y el mar, pero él, Ícaro, siente en los oídos las pulsaciones de la sangre que corre por su venas hinchadas, siente cada músculo que se tensa y el aire caliente que lo abraza como el aliento de una diosa desconocida. Y sigue ascendiendo, llega más lejos que las gaviotas y las ocas, más alto que las más osadas águilas. Lo ha conseguido. Ha escapado del mundo de abajo, de sus leyes tiránicas. A partir de ahora dictará sus propias leyes. A partir de ahora vivirá como un rey, libre y soberano, listo para enfrentarse a cualquier desafío. Será el señor de todo, de esas diminutas manchas de tierra que desde lo alto dan la impresión de que un pájaro las hubiese arrojado en pleno vuelo... Como si los dioses hubiesen jugado a los dados con las islas. Ya alcanza las nubes que se deslizan libres e indómitas en el cielo; pronto podrá asirlas y arrancarles su secreto.
Apenas unos aleteos más y habrá llegado.
Prólogo:
Cómprame una nube
Siento un gran respeto por lo material. Como si lo material fuera incluso un ser vivo. Sí, la mayor parte de las cosas las han ideado los humanos. Y hay que volver a narrarlas. No es el autor el que narra, como siempre nos han inculcado a machamartillo. Los que narran son todos los seres humanos y todos los acontecimientos.
ALEXANDER KLUGE
Mira el cielo, mira el infinito y, delante, el tumulto en la alta cúpula de las nubes. Da igual lo que se extiende abajo, en la franja de tierra: un panorama alpino, el atasco de todos los días en Sunset Boulevard, las ruinas de una fábrica, océanos azotados por tempestades, trigales o rascacielos de vidrio y cromo. Arriba, el viento sopla en libertad; allí también las ideas deben de ser libres y adquirir una y otra vez nuevas formas. Allí debe de imperar la máxima expresión de lo salvaje.
Los pintores han vivido desde siempre enamorados de las nubes, de sus impetuosas metamorfosis, de la sensualidad de sus formas, del juego de luces y sombras, de los dramáticos cambios de estado de ánimo que sobrevienen cuando, de repente, el sol desaparece o se filtra por entre las altas y plomizas masas de nubes como una revelación.
Los más grandes virtuosos de las nubes fueron los holandeses, que a mediados del siglo XVII empezaron a ver su propio estado de ánimo en el desgarro y en la poesía de los paisajes celestes, sobre todo porque el terrestre no tenía mucho que ofrecerles: a duras penas una colina, y mucho menos cumbres y desfiladeros espectaculares, ríos majestuosos y panoramas imponentes. Abajo todo era pequeño y húmedo, de un marrón teñido de gris, sin grandes acentos, sin ruinas de la Antigüedad ni nada que provocase un estremecimiento sublime. Ahí vivían campesinos o pescadores de arenques.
La tierra era una franja en el horizonte interrumpida apenas por algunos árboles o una hilera de molinos de viento. Buena parte de ese paisaje lo había creado la mano del hombre; no solo los campos con sus bordes trazados como con regla, sino también los canales, las ciudades y la tierra misma, que ingenieros, presidentes de juntas del agua y el duro trabajo de brazos anónimos habían arrebatado al mar del Norte. «Dios creó la tierra –rezaba un viejo dicho– y los holandeses crearon la suya.» Confianza en sí mismos no les faltaba.
Los pintores, en cambio, buscaban algo más que unidades de producción trazadas con compás, dehesas boyales y parcelas para cultivar verduras. Quienes les encargaban cuadros, patricios de Ámsterdam y de otros núcleos urbanos comerciales, querían ver reflejados en los lienzos su estado de ánimo y sus ideas. Eran protestantes estrictos que rendían cuentas directamente a Dios. Sin confesión ni absolución, dependían por completo de su conciencia. Los artistas de la época proyectaron ese drama en la naturaleza. Las telas en las que se ve una casa de labranza o un bosquecillo son el escenario de dramas psicológicos en que las enormes nubes representan la tormenta de las emociones y de las luchas interiores.
Pintores como Rembrandt, Ruisdael y sus colegas vieron el último espacio virgen de un mundo artificial trazado con compás y cortado en franjas. El mar, eterno proveedor y enemigo eterno de todos los pueblos costeros, representaba la naturaleza que no se deja domeñar y cuya fuerza hay que respetar si se ama la vida, pero fue siempre también el espacio donde pescar y por el que transportar mercancías, un lugar de trabajo y en el que hacer carrera. Se tenía, con el debido respeto, una relación pragmática con el mar del Norte. El cielo era el último lugar en que se podían proyectar las tormentas del alma.
Primero de julio de 2021: Centenario del Partido Comunista Chino. Una guardia de honor desfila en la plaza de la Paz Celestial ante setenta mil invitados, todos exaltados y uniformados, y cincuenta y seis cañones de artillería y pasa por una gigantesca puerta coronada con las cifras 1921 y 2021 y una hoz y un martillo dorados. Los soldados se mueven con la disciplina de un solo hombre, cada escuadra formada con precisión; el metal de los fusiles reluce al sol; la mirada rígida fijada en un punto, dirigida hacia un futuro glorioso. Cuando se iza la bandera, los cañones disparan cien salvas. La Juventud Comunista y los Jóvenes Pioneros rinden entusiasta tributo al Partido ante un gigantesco retrato de Mao Zedong. Los jóvenes llevan un diminuto auricular para recitar a la perfección los coros y los himnos del partido. Nada se ha dejado al azar. Los helicópteros sobrevuelan la plaza formando el número 100.
Al margen de la ceremonia y los omnipresentes pósteres, estandartes y anuncios luminosos de la gran fiesta sigue la vida normal y caótica de la ciudad. La oprimente campana de esmog que por lo general dificulta la respiración se ha disipado; para muchos habitantes de Pekín es un bienvenido efecto colateral de los festejos. Hoy el cielo es de un azul radiante, y, aunque las fotografías permiten ver claramente un humo gris amarillento por encima de las casas, la visibilidad y la calidad del aire son mucho mejores de lo habitual porque varios días antes las fábricas con emisiones de gases fuertemente contaminantes tuvieron que interrumpir la producción.
Algunos científicos internacionales encontraron otro factor que explicaba ese buen tiempo en tan señalado día. El Gobierno había utilizado una tecnología en la que llevaba años invirtiendo grandes sumas: el cloud seeding, consistente en sembrar las nubes desde aviones con yoduro de plata y otros productos químicos para estimular la formación de gotas y provocar precipitaciones en el lugar deseado. Así pues, el día anterior a la ceremonia se limpió el aire con lluvia artificial y el cielo sobre la plaza de la Paz Celestial brilló casi azul. El mismo procedimiento se había utilizado con ocasión de los Juegos Olímpicos de 2008 a fin de ofrecer bellas imágenes para la televisión.
Según datos oficiales chinos, solamente entre 2012 y 2017 se provocaron precipitaciones artificiales equivalentes a doscientos mil millones de metros cúbicos de agua; en 2019, los disparos de artillería con yoduro impidieron que el granizo causara estragos. Objetivo: seguir ensanchando la extensión del cambio climático mediante la técnica del cloud seeding hasta que cubra un territorio igual a 1,5 veces la superficie de la India para así asegurar la producción agrícola y eventos de valor propagandístico.
«Yo, Noa Jansma, vendo nubes», anuncia una joven artista neerlandesa en su página web. Y explica su proyecto recurriendo al lenguaje de la economía:
I. La búsqueda:
Las nubes pasarán a ser de mi propiedad. Según la teoría de la ocupación de Jean-Jacques Rousseau, me apropio de ellas trazando un límite a su alrededor antes de que nadie más lo haga. He entrenado a la inteligencia artificial para que lo haga por mí. II. La UR (Unique Registration):
Según la teoría del trabajo de John Locke, la gente ha de interactuar con las nubes para hacerlas de su propiedad. He construido una instalación en la que los interesados pueden tumbarse en la hierba y mirar las nubes que pasan proyectadas en una pantalla. Las nubes se valoran (en euros) según sus características y se les atribuye un código QR. Si los espectadores escanean ese código con un teléfono móvil, entran en el mundo de la especulación virtual. Como parte de la interacción comparten sus datos (un selfiy el nombre) con la nube y obtienen un certificado.
III. El US (Universal System):
Después de efectuar el pago, el propietario recibe un certificado que se archiva también en un catastro en línea. Las nubes compradas se deslizan por el espacio virtual con el precio de compra. Inspirándose en las fuerzas de mercado capitalistas, en el catastro las nubes más grandes pueden devorar a las más pequeñas y así aumentar de precio.
La pandemia provocó que el proyecto de Jansma, por razones de fuerza mayor, quedara reducido a un evento en línea. Así y todo, la artista ve para Buycloud una clara oportunidad en medio de la catástrofe: «Hay nuevos estudios que predicen que, en caso de que las emisiones aumenten, pronto dejarán de existir los cumulonimbos, un hecho que provocará un aumento de la temperatura de 8 °C; una catástrofe para el planeta, sí, pero un acontecimiento extraordinario para el mercado de nubes. Comprar una nube será una inversión poética y, además, estable».
De vez en cuando, a los inversores se les atraganta la risa, pero Jansma quiere dar un paso más. Su inspiración se remonta a la historia de la sumisión europea de otros continentes, explica Jansma, y añade: «En el siglo XV, cuando los “descubridores” occidentales llegaron al lugar que hoy llamamos América, dijeron a los aborígenes que querían comprarles las tierras. Los aborígenes se desconcertaron. ¿Sus tierras? ¿Comprar? Su vocabulario no tenía palabra alguna para nombrar la propiedad de elementos naturales; no entendían lo que los europeos querían decirles». Las nubes, en cuanto último fenómeno aún sin colonizar, solo esperan que, por fin, alguien las comercialice a escala global.
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Traducción de Daniel Najmías
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