ARTÍCULOS

Empieza a leer 'La prueba de audición' de Eliza Barry Callahan

31/10/2025

 

Para D y M

 

Quiero saber más sobre la probabilidad.

Me calo la capucha.

Todo se vuelve más tranquilo.

 

Prólogo

 

Desde que me alcanza la memoria, tengo la costumbre de leer las sinopsis de las películas y los libros antes de verlas o leerlos. El pasado mes de julio, una amiga rusa me recomendó una película soviética de 1967, Lluvia de julio. Dijo que había algo en ella que parecía apelarme directamente. Cuando le pregunté en qué sentido, se limitó a decir que «en general». Empecé a ver la película y me estaba gustando, pero me quedé dormida y nunca llegué a terminarla. Siempre me da por empezar cosas a las tantas...

Antes de ver Lluvia de julio, encontré una sinopsis traducida que decía:

 

Los protagonistas de la película tienen casi treinta años, edad a la que es muy habitual vivir un periodo de revisión de las posturas desarrolladas hasta ese momento, revisión que se asocia a veces con el sentimiento de pérdida. La protagonista de esta película se halla sumida en ese proceso y tiene muchas cosas sobre las que reflexionar. Empieza a comprender que su anterior apreciación de la superficie se le presenta bajo una luz distinta, más clara y afilada. Además, sufre la pérdida de quien fue la persona más importante de su vida, que se convierte en alguien distante, un extraño.

 

Le escribí a mi amiga para decirle que tenía razón, que la película parecía una réplica, un guión de los recientes acontecimientos de mi vida, dibujados ante mis ojos con pinceladas del tamaño de árboles.

Me descubrí atrapada en ese guión, entendido como derrotero o mapa, pero también como partitura: el acompañamiento musical de una imagen en movimiento. Ahora pensaba en ello, en cómo ese mapa podía ser lo que me muestra el camino, un recordatorio de dónde he estado o ambas cosas a la vez. No una representación de mi realidad, sino más bien su análoga. Pensaba en cómo fui llevando la cuenta de un año en el que me vi súbitamente expulsada de mi propia existencia, lo que me hizo descubrir que, para ver algo en toda su integridad, hay que estar íntegramente fuera de ello. Cómo di un largo rodeo alrededor de mí misma. Cómo lo anoté todo, los crudos e ineludibles hechos que conforman una circunstancia.

 

 

I

 

El 29 de agosto de 2019 debía viajar a Venecia para acudir a la boda de una amiga de toda la vida, una ceremonia íntima con tan solo diez asistentes. Mi amiga se casaba con un veneciano. Cuando me desperté esa mañana, noté un molesto zumbido en el oído derecho, acompañado de un sonido que solo se me ocurre comparar con el que haría una gran plancha metálica al zarandearla, como un trueno resonando sin cesar. Con una sensación de pánico contenido, me fui del dormitorio a la sala de estar, donde mi perrita negra me esperaba junto a la puerta y ladró nada más verme; pasaban escasos minutos de la hora de su paseo matutino. Ese ladrido, el primer sonido claramente externo que oía desde que me había despertado, me llegó distorsionado y distante. Cuando la llamé por su nombre me costó reconocer mi propia voz, como si alguien le hubiese subido el volumen y alterado el tono. Unos días antes había estado nadando en una playa de la península de Rockaway tras un fuerte aguacero estival y pensé que tal vez el agua de la ciudad hubiese invadido mis oídos.

Fui al médico enseguida, ya que esa misma tarde debía subirme a un avión. En la clínica de urgencias oftalmológicas y otorrinolaringológicas, una joven enfermera me inspeccionó los oídos. No, le dije, no me dolía en absoluto. Me explicó que todo se veía limpio y en perfecto estado de revista, algo que, añadió, no era buena señal. Tras someterme a una prueba de audición, el médico consultó unos gráficos y luego me miró a los ojos y dijo: Mala suerte. Ese fue su diagnóstico. Resulta que padecía sordera súbita. El término sonaba tan grave que, por un instante, rayó en lo cómico. El médico me dijo que había perdido la capacidad de distinguir los sonidos de baja frecuencia. Había una explicación para esa pérdida auditiva –algo había atacado el nervio situado entre el oído interno y el cerebro–, pero no para su causa. Ese incesante retumbar de un trueno, me explicó, era lo que pasaba cuando el cerebro intentaba sustituir las frecuencias que el oído no alcanzaba a percibir.

Me convertí rápidamente en sujeto de estudio. Me remitieron a tres especialistas que investigaban ese campo y que accedieron a hacerme un hueco en sus agendas a lo largo de los dos días siguientes, eximiéndome de honorarios y copagos. En el plazo de cuarenta y ocho horas, cada uno de esos especialistas me informó de que difícilmente me recuperaría del todo, si es que llegaba a recuperarme. En el peor de los casos, puntualizó uno de ellos, aquello podía ser el inicio de una hipoacusia degenerativa, que suele afectar a las personas de edad avanzada y que por lo general desemboca en una sordera profunda. La forma más sincera de silencio.

Hemos llegado a la Luna, me dijo otro médico, pero no al oído interno. Ese médico me propuso algo que denominó «intento de rescate», una intervención sin resultados positivos ni negativos demostrados. El intento de rescate consistía en aplicar anestesia local y emplear un instrumento parecido a una pequeña jabalina para perforar el tímpano. Una vez abierto ese orificio en la membrana auditiva, una aguja seguiría la trayectoria de la jabalina para inyectar esteroides en las inmediaciones de la zona afectada. Accedí a la intervención, que se realizó a la mañana siguiente, a la misma hora que la recepción de la boda en Venecia, coincidiendo con la puesta de sol. La madre de la novia me envió una foto de nueve sillas plegables en un patio con vistas al Adriático: «El espectáculo debe continuar...».

 

Por entonces acababa de mudarme a un apartamento con mi perrita negra. La casera, según averigüé, era una pintora conocida por sus obras figurativas, cargadas de simbolismo. Admiradora de Pierre Bonnard, se pintaba sobre todo a sí misma, y sus cuadros –óleo sobre lienzo– tomaban la forma de autorretratos convencionales y primeros planos fragmentados. Un crítico los había comparado con los relatos cortos de Chéjov. Al parecer, ese crítico era también amigo personal de la artista. Ella había vivido en el apartamento hacía treinta y cinco años, lo había usado como estudio durante cinco años más y llevaba diez sin pisarlo. Había contratado a un montador de documentales para que se ocupase del mantenimiento, mediase con los inquilinos y cobrase el alquiler. Ella no disponía de tiempo ni energía para goteras, cerrajeros y desagües atascados... El montador de documentales, que también había vivido allí como inquilino, me dijo que confiaba en comprar el apartamento algún día si la pintora cambiaba de idea y se decidía por fin a venderlo. Cuando quedamos delante del edificio para firmar los documentos necesarios, me dijo que, aunque hubiésemos formalizado el contrato y fuese a mudarme la semana siguiente, la casera quería entrevistarse conmigo por pura curiosidad. Añadió que era una mujer muy ocupada y no estaría disponible hasta después de la mudanza.

Cuando quedamos al cabo de un par de semanas, en un parquecillo a dos manzanas del apartamento, la casera me preguntó si la chimenea seguía estando en su sitio y a mí me hizo gracia que me preguntara eso sobre su propio apartamento. Le dije que no recordaba haber visto ninguna chimenea. Alguien ha debido de quitarla o tapiarla, dijo con gran suspicacia. Durante la entrevista no me preguntó nada sobre mí misma. Dijo que había pasado los mejores momentos de su vida en ese apartamento, antes de tener hijos, y que era una suerte que yo fuese menuda como ella, porque podría ducharme de pie sin problemas. Sugirió que fregara los platos en la ducha, separada por una puerta plegable de la cocina, donde había un fregadero que también hacía las veces de lavamanos. El agua sale con más presión en la ducha, y así matas dos pájaros de un tiro.

Me dijo que la luz del sur que bañaba el piso era especial porque quedaba perfectamente tamizada por los edificios que se erguían en distintos ángulos y alturas en el patio trasero. La luz directa es una auténtica lata, dijo, y añadió que la iluminación del piso era muy andrógina. El patio de vecinos al que daban las dos ventanas del apartamento era el mismo que salía en La ventana indiscreta, me informó. Hitchcock había tomado imágenes desde el tejado y los edificios circundantes para construir el decorado, que era una réplica casi idéntica de ese espacio. Lo más gracioso de todo, dijo, es que, cuando ella vivía allí, el conserje que había entonces asesinó a uno de los inquilinos. Le dije que el conserje actual parecía buena gente; ella repuso que era nuevo.

Luego añadió que las vistas desde nuestra ventana eran exactamente las mismas que tiene el protagonista de la película. Dijo «nuestra» ventana como si el apartamento fuera de ambas, como si viviéramos allí juntas. El caso, comentó, es que hay una réplica exacta de esas vistas en Hollywood, y más concretamente en Melrose Avenue, en algún rincón de los estudios Paramount, sepultada bajo una gruesa capa de polvo. Dijo que esa circunstancia le iba que ni pintada, porque era la clase de persona que se aseguraba de tener dos ejemplares idénticos de todo aquello que le gustaba, «por si acaso». Me reveló que tenía otra camisa como la que llevaba puesta en ese instante. Es como si esta manzana, este patio de vecinos, fueran una mancha de tinta húmeda en una hoja de papel doblada por la mitad: así había llegado al otro lado, a California. Este país es el auténtico test de Rorschach: en medio, solo hay una negrura ilegible. Ya lo verás... Lo único que nos queda es interpretar los márgenes.

  

* * *

Traducción de Rita da Costa

* * *

 

La prueba de audición

 

Descubre más sobre La prueba de audición de Eliza Barry Callahan aquí.

COMPARTE
COMENTARIOS