01/02/2025
Empieza a leer 'La picadura de abeja' de Paul Murray
Mis mejores tiempos son cuando de miedo tiemblo.
JOHN DONNE
Sylvias
I
En el pueblo de al lado, un hombre había matado a su familia. Había clavado las puertas a los marcos para impedirles que escaparan; los vecinos habían oído a las víctimas correr por las habitaciones, pidiendo misericordia a gritos. Al terminar con ellos, el hombre se había pegado un tiro.
Todo el mundo hablaba de aquello, de qué clase de hombre podría hacer algo así y de qué secretos debía de esconder. Corrían rumores de aventuras amorosas, de adicciones y de archivos ocultos en su ordenador.
Elaine se limitó a decir que le sorprendía que aquellas cosas no pasaran más a menudo. Se pasó los pulgares por las trabillas de los vaqueros y contempló la lúgubre calle principal de su pueblo. O sea, dijo, es mejor que no hacer nada.
Cass y Elaine se habían conocido en clase de química, cuando Elaine le había echado yodo en el eczema a Cass durante un experimento. Había sido un accidente; había llorado ella más que Cass y había insistido en acompañarla a la enfermería. Ese día se habían hecho amigas. Todas las mañanas, Cass pasaba a recoger a Elaine y caminaban juntas hacia la escuela. A la hora del almuerzo se enrollaban las faldas largas y deambulaban por el supermercado, escuchando música con el teléfono de Elaine y comiendo croissants de la sección de panadería, que ya se habían terminado para cuando llegaban a la caja. Por las tardes se juntaban para estudiar en casa de una de las dos.
A Cass le daba la sensación de conocer a Elaine de toda la vida; no tenía sentido que no hubieran sido siempre amigas. Sus vidas eran tan parecidas que resultaba inquietante. Las dos venían de familias bien conocidas en el pueblo: el padre de Cass, Dickie, era dueño del concesionario local de Volkswagen, mientras que el de Elaine, Big Mike, era empresario y ganadero. Las dos eran un poco más altas que la media; las dos eran muy listas y de hecho siempre estaban entre las primeras de la clase. Las dos tenían intención de irse de allí algún día y no volver jamás.
Elaine tenía el pelo dorado, los ojos verdes y una figura perfecta. Cuando se compraba ropa por internet, siempre le quedaba de maravilla, como si la hubieran hecho teniéndola a ella en mente. Cuando escribía sobre Elaine en su diario, Cass usaba palabras como gracia natural y estilo. Tenía aquello que los franceses llamaban je ne sais quoi. Hasta cuando se cortaba las uñas de los pies parecía que se estuviera comiendo un melocotón.
Cuando Cass iba a casa de Elaine, se sentaban en su dormitorio a la luz de la lámpara de carrusel y miraban la web de Miss Universo Irlanda. Elaine se estaba planteando muy en serio presentarse, aunque no tanto por el título en sí como por las oportunidades que le podía ofrecer. La ganadora del año anterior ahora era embajadora de una empresa de zumos.
A Cass le parecía que Elaine era más guapa que cualquiera de las concursantes que aparecían en la web. Pero la cosa estaba complicada. Todas las chicas que competían para ser Miss Universo Irlanda, de donde se iba al concurso de Miss Universo del mundo y el universo entero, habían superado alguna adversidad. Una había sido refugiada de una guerra en África. Otra había necesitado cirugía de pequeña. Una concursante muy flaca antes había sido muy gorda. La adversidad tenía que ser algo malo, como por ejemplo alguna dificultad de aprendizaje, pero no demasiado malo, como que un pedófilo te hubiera tenido diez años encadenada en un sótano. El eczema de Cass sería una adversidad perfecta, y se preguntaban si podría contagiárselo a Elaine a base de pegar su piel a la de ella el tiempo suficiente.
Pero no parecía funcionar. Elaine decía que el requisito de la adversidad no era justo. Si lo piensas, es casi una especie de discriminación, decía.
La asistenta llamó a la puerta para avisar a Elaine de que era la hora de su clase de natación. Elaine puso los ojos en blanco. La piscina siempre estaba llena de tiritas y de gente vieja. Ser de aquí, decía. Si eso no era una adversidad, que viniera Dios y lo viera.
Elaine odiaba su pueblo. Todo el mundo se conocía y todo el mundo lo sabía todo de una; cuando ibas caminando por la calle, los conductores frenaban para ver quién eras y poder saludarte con la mano. No había tiendas de verdad; en vez de McDonald’s y Starbucks, tenían el Binchy Burgers y el Café de Mangan, donde los dueños trabajaban detrás del mostrador y te preguntaban cómo estaban tus padres. No te podías ni comprar una salchicha en hojaldre sin tener que contarle tu vida a alguien, se quejaba.
Que el pueblo fuera tan pequeño no habría estado tan mal si sus habitantes fueran un poco más sofisticados. Pero lo único que les interesaba, aparte de la agricultura y el buen funcionamiento de la fábrica de microchips, eran los deportes gaélicos. El fútbol gaélico, el hurling, el camogie, el torneo de condados, la Copa, los sub-21: no había otro tema de conversación. Elaine odiaba las ligas gaélicas. Se le daban mal los deportes, a pesar de su gracia natural. Siempre era la última en subir la cuerda en clase de gimnasia. Durante los partidos, se quedaba en la banda y se dedicaba a poner mala cara, sacudir la melena y deambular a regañadientes adelante y atrás en la dirección general de la jugada, como si fuera una fronda encantadora en el fondo de un océano ruidoso y hostil.
El Comité de Tidy Towns, del que la madre de Cass era miembro, siempre estaba dando la vara con la belleza natural de la zona, pero Elaine no lo aceptaba. A sus ojos, la naturaleza era igual de mala que los deportes. Eso de que no parara de crecer... Eso de que las cosas, los cultivos y tal, se murieran y al año siguiente volvieran... ¿Es que a nadie más le inquietaba todo aquello?
No soy negativa, decía. Solo quiero vivir en algún sitio donde el café sea bueno, no tenga que ver naturaleza y no todo el mundo tenga pinta de estar hecho de puré de patata.
A Cass tampoco le gustaban las ligas gaélicas y estaba de acuerdo con lo de la ausencia general de je ne sais quoi. Para ella, sin embargo, la sola presencia de Elaine bastaba para compensar los defectos del pueblo.
Nunca había sentido una conexión tan fuerte con nadie. Cuando se mandaban mensajes por las noches –y a veces se quedaban despiertas hasta las dos–, tenían tanta sintonía que casi parecían la misma persona. Si Elaine le mandaba un mensaje de texto a Cass para preguntarle qué coño pasaba con aquel jersey, ella sabía de inmediato a qué jersey se estaba refiriendo; una sola palabra sin más explicaciones, bagatela o lamida, le podía provocar tales risotadas que su padre la oía desde el otro lado del rellano e iba a decirle que se fuera a dormir. En algunos sentidos era el mejor momento del día, mejor todavía que estar juntas. En la cama, con los mensajes volando en ambas direcciones, Cass tenía la sensación de estar volando también, muy por encima del pueblo, en un espacio puro que les pertenecía por completo a ella y a su mejor amiga.
La mayoría de los días, después de clase se iban a casa de Elaine, pero a veces, para variar, Elaine iba a casa de Cass. Le gustaba pasar el rato en la cocina hablando con Imelda; así llamaba a la madre de Cass, «Imelda», de forma tan espontánea y natural que, al cabo de un tiempo, Cass empezó a llamarla así también. Te quedan de coña esos jeggings, Imelda, le decía. Oh, ¿tú crees?, decía la madre de Cass/Imelda, y se inclinaba con una gracilidad imposiblemente flexible para examinarse la parte de atrás de los muslos. No estaba segura de las rayas. Las rayas son lo que mejor queda, decía Elaine a modo de conclusión, e Imelda parecía contenta.
La madre de Cass era famosa por su belleza. También era rubia y tenía los ojos verdes. Es muy raro que sea tu madre, le dijo un día Elaine. ¿No tendría más sentido que fuera la mía?
¡Entonces seríamos hermanas!, exclamó Cass.
No, quiero decir en lugar de la tuya, dijo Elaine.
Cass no sabía muy bien qué contestar a aquella clase de comentarios. Pero la cuestión era que Elaine se llevaba mejor con su madre que ella. A Imelda le gustaba regalarle a Elaine cremas faciales para que las probara; compartían secretos de belleza y consejos sobre productos. Cass era una simple espectadora de aquellas conversaciones. No hay nada que le vaya bien a su piel, decía Imelda, por culpa del eczema. Es una verdadera adversidad, confirmaba Elaine.
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Traducción de Javier Calvo
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