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Empieza a leer 'La nueva era del kitsch' de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy
INTRODUCCIÓN
La torre Eiffel dentro de una bola de cristal con nieve colocada encima de la chimenea del salón; un enano de barba blanca y gorro en punta al cuidado de los arriates del jardín; una postal de color sepia en la que dos amantes se envían lánguidamente besos cariñosos encerrados en corazones ingrávidos; una estatuilla de yeso de la Virgen con los brazos abiertos para acoger toda la miseria del mundo y unas lágrimas de sangre que brotan de un Sagrado Corazón de Jesús…: cucos, monos, bonitos, conmovedores, graciosos, los objetos, bibelots y baratijas han garantizado, y siguen haciéndolo, la gloria popular del kitsch, pero también, al mismo tiempo, su denigración despectiva por parte de intelectuales y artistas que le atribuyen todos los males del mal gusto y la vulgaridad comercial. En efecto, hay algo más estereotipado, más chillón, más ñoño, más «hortera» que el kitsch descrito, desde mediados del siglo XIX, como algo inseparable de todo un conjunto de rasgos peyorativos: la copia, la baratija, la bagatela, la petulancia, el exceso, la exageración, el oropel, lo «demasiado». Es un hecho, el kitsch arrastra consigo una cohorte de imágenes negativas.
Es evidente que todos estos atributos son siempre, en diferentes contextos, los suyos. Sin embargo, esto no impide observar que ahora se despliegan de manera inédita, en un contexto económico y social radicalmente nuevo, y que se juzgan de manera muy distinta a como se hacía en el pasado. Bajo las apariencias de lo siempre igual, algo ha cambiado de manera radical. El kitsch ya no es lo que era: se ha metamorfoseado, pasando de ser un estilo criticado y destinado a un universo familiar marcado por la falta de gusto, a «neokitsch» sistémico, «cool» y «tendencia», remodelando de pies a cabeza la fisonomía de nuestro mundo. Vivimos ahora en una civilización atravesada por la forma transectorial kitsch, repintada con colores kitsch.
Lo que era vilipendiado por las mentes cultivadas, denunciado como impostura de la superficialidad, acusado de ser el emporio de lo falso y el signo de la mediocridad comercial se eleva al rango de las bellas artes y suscita una forma de simpatía cómplice, de sonrisa connivente, de indulgencia divertida, incluso en nuestros días, de verdadera admiración. Lo que ayer se consideraba la negación del arte ocupa ahora un lugar de honor en los museos más importantes del mundo. El kitsch, durante tanto tiempo vilipendiado de manera unánime, ahora se busca, se admira y se consagra. Lo hortera se ha vuelto «moderno», y el «mal gusto», una mirada cool, libre e inconformista.
Es cierto que esta dignificación artística del kitsch no resurge falta de escándalo. Parece indignante que lo que era una copia de mal gusto ahora se cotice a precio de oro, y que los artistas más kitsch sean ahora los más valorados del mundo. La exposición de Jeff Koons en Versalles, la de Jan Fabre en el Museo del Louvre o el tapón anal de Paul McCarthy en la plaza Vendôme provocan la ira de un sector del público y suscitan acalorados debates. Se acusa de plagio a artistas plásticos en la cima de su gloria, y hasta se los ha condenado en varias ocasiones. La época del desprecio confinado a la esfera de los intelectuales y al ámbito del arte ha quedado atrás: las exposiciones de artistas kitsch provocan avalanchas de reacciones y comentarios a menudo virulentos, peticiones y enfados de los que se hacen eco los medios, manifestaciones públicas de hostilidad y polémicas de envergadura nacional que alcanzan incluso a amenazas de acciones judiciales. Al ser objeto de grandes controversias, el neokitsch «escandaliza», convirtiéndose en un asunto público que moviliza las pasiones y alimenta el debate mediático. Ya no es únicamente un asunto de mediocridad individual y de «perversión» del arte, sino que representa para sus detractores un ultraje, una provocación, de la que se llega a decir que «atenta contra los intereses vitales de Francia». La cuestión del kitsch, puesta en primera línea pública y mediática, se despliega a una escala social radicalmente inédita.
Además, el nuevo régimen del kitsch va mucho más allá de la cuestión de su recepción social y del cambio espectacular de su valor y su estatus. Durante mucho tiempo estuvo limitado a las naciones occidentales desarrolladas, pero ahora está presente en todo el planeta. Se asociaba con el art pompier, la decoración de interiores burguesa, los grandes almacenes y las imágenes religiosas ñoñas y convencionales. Ahora se afirma a una escala muy distinta en los urbanismos pastiche gigantescos, los megacentros comerciales, los inmensos parques de ocio, el acondicionamiento de los lugares turísticos y las pantallas publicitarias digitales, pero también en los videojuegos, los desfiles de moda, la farándula, las series de televisión, las emisiones de telerrealidad escenificadas, la cocina, el tatuaje y la comunicación virtual en las redes. El kitsch ya no está relacionado únicamente con el mundo de la decoración: se impone cada vez más como una forma general que redibuja de los pies a la cabeza el perfil de nuestras sociedades.
Un kitsch prolífico y sobredimensionado que añade sin cesar más kitsch al kitsch, produciendo efectos cada vez más espectaculares, cada vez más llamativos, más paroxísticos, más «delirantes». El neokitsch conserva sus puntos de anclaje ‒falsedad, superficialidad, oropel, exceso, mal gusto‒ con el kitsch original y se impone como un kitsch ampliado, desmesurado, inflacionista, fuera del límite: XXL. El hiperkitsch ultramoderno es lo «demasiado» exacerbado y globalizado, el too much, el exceso, lo llamativo, lo sobrecargado, lo heteróclito, que invade cada vez más sectores. Justo cuando los clichés y estereotipos de género, sentimentales, turísticos, literarios se desmontan como nunca antes lo habían hecho, paradójicamente la lógica kitsch prolifera y consigue ejercer un dominio cada día más manifiesto.
El kitsch es ya «tendencia» y se extiende fuera de sus territorios de origen ‒la copia de mobiliario, los bibelots, los accesorios, los objetos de recuerdo‒; se ha infiltrado ya en todos los ámbitos del espectáculo y del ocio de masas, de la creación y la decoración, hasta en el corazón de territorios que antes le eran extraños e incluso opuestos: el arte, las marcas de lujo, las conmemoraciones oficiales, los desfiles de manifestantes, el diseño, la arquitectura moderna. La estética moderna, construida en torno al rechazo de lo llamativo, ahora se alía con lo «demasiado», con lo ostentoso y lo chillón. Es el momento de las hibridaciones extravagantes, de las combinaciones barroquizantes, de las superposiciones y acumulaciones heteróclitas, del glamur kitschesco. Asistimos a una formidable extensión de los ámbitos del kitsch y también a su artificación creciente.
Una dilatación hipertrófica de los territorios del kitsch tal como testimonia sobre todo el modo de vida consumista, dominado por la Gestalt kitsch del «siempre más»: siempre más artículos de menaje y electrónicos, accesorios de moda, juegos, juguetes, pantallas en casa y pantallas que cada cual lleva consigo, viajes, consumo de música y películas. Sin duda, el universo consumista no es todo él kitsch: prueba de ello son el diseño minimalista, las formas simples y depuradas y el estilo escandinavo; además, el orden de las necesidades no puede identificarse de manera unánime con un sistema artificial y engañoso (equipamientos del confort doméstico básicos, productos de higiene, farmacéuticos, alimentarios y deportivos). Sin embargo, subsiste el hecho de que ahora en cualquier consumidor, inmerso en una sociedad de la abundancia, hay una parte imborrable de espíritu kitsch. Su exuberancia, su profusión, su heterogeneidad han alcanzado el ámbito del estilo de vida de consumo, la manera de existir de la mayor parte de la población de los países desarrollados. El exceso del hiperkitsch consumista ha tomado el relevo del exceso decorativo del kitsch burgués y romántico.
Y ni mucho menos la explosión multidimensional del kitsch ha llegado a su fin, ya que se ve multiplicada e intensificada por las tecnologías digitales, las tecnologías 3D, la realidad virtual. El metaverso, que traza desde ahora los contornos de un mundo futuro, lejos de hacer del kitsch algo vulgar, lo redinamiza mediante vectores de una fuerza multiplicada capaces de crear imaginarios hipnóticos e inmersivos de ciencia ficción, mundos 3D de realidad aumentada que hacen vivir lo falso como verdadero y la ilusión como más verdadera que lo real. El kitsch, nacido con la revolución industrial y las técnicas de reproducción mecánica, entra, en el momento de la revolución postindustrial y de las tecnologías de simulación digital, en una nueva era, la de los mundos 3D inmersivos. Bajo la influencia de la realidad virtual, el kitsch clásico de la copia es sustituido por un kitsch de inmersión sensorial: la high-tech dibuja un kitsch de tercer tipo, hecho de una proliferación exuberante de estilos y formas, de imaginarios y experiencias virtuales. El metaverso, capaz de crear universos «increíbles», cool, hedonistas, ofrece al kitsch un porvenir asegurado.
Las transformaciones son de tal envergadura que permiten hablar de un nuevo régimen kitsch y, más exactamente, de una segunda revolución kitsch que sucede a la primera, nacida después de 1860 y finalizada en la segunda mitad del siglo XX. En efecto, somos testigos de una transformación de conjunto que afecta a todos los aspectos del universo kitsch: nuevo modo de producción y consumo, nueva regulación simbólica, nuevos actores, nuevas motivaciones subjetivas, nuevas estéticas, nuevas hibridaciones. La reorientación es general y masiva, tecnológica, cultural y psicológica: vivimos sin lugar a dudas en una nueva era kitsch, que Abraham Moles fue el primero en detectar ya a principios de los años setenta.
Esta nueva revolución kitsch significa que a pesar de la permanencia de sus rasgos distintivos, el kitsch, a largo plazo, registra rupturas importantes, a través de mutaciones relativas a su consigna original. Una mutación consumista, pero también una mutación del alma kitsch con la irrupción de la sensibilidad distanciada del estilo camp y la multiplicación de sus registros estéticos. Por supuesto, el kitsch siempre ha dejado cierto espacio para la diversidad, pero el hiperkitsch es contemporáneo del triunfo de un kitsch multiplicado, hiperpluralizado. Cuesta hablar de una única estética kitsch, dado que sus manifestaciones son diversas y son la prueba de sensibilidades a veces radicalmente contrarias. La era del kitsch despreocupado, ingenuo, serio, pompier, cuco ha cedido el paso al kitsch plural que se ríe de sí mismo, juega con los aspectos inaceptables de la vida y expresa desacuerdos con el mundo. Kitsch divertido, kitsch irónico, kitsch marginal, kitsch crítico, kitsch provocador: el kitsch ya no es únicamente una estética ecléctica, sino que cada vez más se afianza como estética de lo diverso, lo singular, la provocación, a semejanza del arte de los Modernos y los hipermodernos.
¿Se trata únicamente de una evolución del gusto? ¿No habría que buscar más en profundidad, en la evolución misma de nuestras sociedades, aquello que cambia no solo el rostro del kitsch, sino su estatus? Como si, a través de la extensión de su territorio, fueran la propia sociedad y el sistema que la organiza los que encontraran en el kitsch su propia expresión. «Kitsch, el mundo es kitsch», señalábamos en un ensayo anterior sobre la estetización del mundo.
A partir de esta constatación, hemos querido analizar desde más cerca el giro fundamental que constituye el neokitsch, para así comprender mediante qué metamorfosis ha llegado a ocupar el lugar que ahora es el suyo y lo que representa en una civilización de la cual es a la vez producto y espejo.
Ha quedado atrás el momento en que el kitsch era la expresión de una burguesía empeñada en copiar la cultura y el marco de vida de las más altas esferas con el propósito de conseguir un reconocimiento social. Unas clases sociales nuevas, una civilización consumista nueva, una época kitsch nueva: del kitsch moderno al kitsch hipermoderno, la transformación es inmensa. Ahora el kitsch se afianza como expresión de la civilización globalizada de la imagen, del espectáculo y de los simulacros, reflejando, a través de la desmesura, lo llamativo y el exceso que forman parte de su ADN, su espíritu y su naturaleza profunda.
Así pues, esta amplia mutación histórica es la que nos hemos propuesto analizar en los siguientes capítulos. El objetivo no es ofrecer una interpretación filosófico-ontológica del kitsch, de su «esencia», su sentido y su forma «inmutable». Se trata de construir una teoría general antropohistórica del kitsch y de su devenir en el largo plazo, desvelando sus remodelaciones tectónicas, su impresionante expansión, su reorientación general, su reinvención sistémica a través de sus nuevas manifestaciones culturales, consumistas, mediáticas y artísticas. Un nuevo cosmos kitsch que va mucho más allá de la esfera de las propiedades formales de las cosas y las imágenes. El kitsch no se limita a los rasgos estéticos de los objetos y los signos, sino que designa de manera simultánea un estado de espíritu, una actitud, un estilo de vida, un Homo kitschicus de un nuevo tipo, que contribuye a dibujar una forma de civilización: la civilización de lo «demasiado», tal como proponemos llamarla aquí.
Si tenemos que hablar de una civilización de lo «demasiado», es porque la nueva revolución del kitsch es portadora de excesos de todo tipo, fuente de disfunciones y malestar, de un sentimiento de lo «demasiado» relativo a un número considerable de fenómenos dispares: demasiados turistas, demasiados posts en las redes sociales, carritos de la compra sobrecargados, cuerpos obesos, alimentos ultraprocesados, anuncios invasivos, imágenes sexistas. Demasiado demasiado. Todo es «demasiado»: las hamburguesas chorreando kétchup, las esculturas de Jeff Koons, las series románticas en Netflix, los superhéroes, las películas de acción, el ostentoso neolujo de las marcas y las nuevas fortunas. La exageración y la sobrecarga propias del kitsch aparecen ahora como un «demasiado» multiplicado y difractado en el todo social. Y demasiado hiperconsumo, demasiado gasto de energías fósiles, demasiado derroche de materia han provocado nuevos rechazos a un kitsch consumista acusado de devastar la biosfera, de contribuir al desajuste climático, de poner en riesgo la calidad de vida de las generaciones futuras. El «siempre más» ya no hace soñar, puesto que es portador de inmensas amenazas planetarias. Los sueños eufóricos del Edén han dejado paso al miedo a lo «demasiado», a los escenarios catastróficos y al sentimiento de que lo peor está por llegar.
Sin embargo, ¿acaso es necesario condenar el kitsch de manera excluyente? Sean cuales sean sus vicios, no hay que perder de vista que el entretenimiento y el alivio de la experiencia del presente que permite el kitsch responden a una necesidad fundamental inscrita en la condición humana. Las críticas al kitsch son necesarias, incluso perentorias, pero ¿hasta dónde? ¿Es posible contemplar y desear una humanidad carente de aquel, que aporta distracción, diversión, ligereza y esparcimiento frívolo, elementos necesarios para la existencia humana? Desde un punto de vista antropológico, el exceso, la fantasía, la facilidad no deben ser condenados: el kitsch, a pesar de ser un producto de la modernidad industrial y democrática, es también una respuesta a las necesidades del hombre en general y de la humanidad que habita las civilizaciones individualistas en particular.
A todo esto se suma que el kitsch no es sistemáticamente sinónimo de copia vulgar, de estupidez estereotipada y sensiblera, de tediosa imitación de obras superiores. Hay obras kitsch que, en el universo del cine, la publicidad, la canción, las artes plásticas, la moda y el diseño, están dotadas de verdadera calidad artística y son portadoras de novedad, singularidad y creatividad. No todo lo que es kitsch es de «mal gusto» ni se parece a la imitación de pacotilla. Cabe señalar: hay kitsch bueno, rico, capaz de renovar los géneros artísticos, de desplazar las líneas del gusto, de cambiar la sensibilidad estética creando nuevas hibridaciones. En materia de cultura, no es el kitsch en sí mismo el enemigo y el «mal», sino el kitsch estereotipado, sin imaginación ni riesgo. Si, en una época en la que se proclama «el final de la abundancia», la sobriedad es más que nunca una virtud que hay que llevar a la práctica, ¿será lo «demasiado», intrínsecamente, en todas partes y siempre, una cosa negativa? Sin duda, la pregunta es menos simple de lo que dejan entrever algunas respuestas que se presentan como definitivas. ¿Se debe quemar el kitsch en la hoguera? Al someterlo a juicio, importa juzgar por los hechos…
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Traducción de Cristina Zelich
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