LECTURAS
Empieza a leer 'La hermana' de Liliana Viola
El día 30 de enero de 2025, el jurado compuesto por Martín Caparrós, Carlo Feltrinelli, Leila Guerriero, Juan Villoro y la editora Silvia Sesé concedió el 6.º Premio Anagrama de Crónica / Fundación Giangiacomo Feltrinelli a La hermana, de Liliana Viola.
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Nadie sabe qué es un sapucai hasta que lo grita
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¿Y usted no tiene miedo de que la maten?
No es la pregunta más recomendable para comenzar una entrevista, pero fue exactamente lo que dije en cuanto me señaló una de las cuatro sillas que había en la sala: una habitación pequeña ubicada en la planta baja de un edificio enorme, que bien podría ser un orfanato, un convento o un colegio católico, pero que, según me aclararon al entrar, era «una residencia de estudiantes donde una comunidad de hermanas misioneras teresianas ofrece un ambiente cálido y cordial».
Aquí mismo, pensé mientras tomaba asiento, se han de llevar a cabo las entrevistas a las jóvenes candidatas que llegan a Buenos Aires desde todas las provincias buscando un lugar donde alojarse. Luego supe que el edificio de la calle Paraguay 2877 era algo más que todo eso. En el año 2018 lo designaron sede de una provincia que no figura en ningún mapa. Una provincia de Dios.
Ella se acomoda del otro lado de la mesa y me dedica una primera sonrisa, creo yo, invitando a que empecemos.
–¿Y usted no tiene miedo de que la maten?
Es el único momento, a lo largo de toda la conversación, en que la monja me clava los ojos. No estoy segura de si es un gesto de indignación o desconcierto, pero afortunadamente esta parte pasa rápido.
–Tuviste suerte, me pescaste justo. En un rato me vuelvo para mi casa. Yo estoy jubilada, ahora vivo en el convento de Santos Lugares donde estamos todas las monjas viejitas.
Llevo el grabador en el bolsillo. No me animo a preguntarle si le molesta que registre la conversación. Mientras se dispone a servir dos vasos con agua fresca dice: «No te vayas a olvidar de encender el aparato... A veces les pasa y después tienen que volver a hacer todo de nuevo».
Apenas unos segundos entre mi primera pregunta y su esquiva respuesta bastan para imaginar las escenas que han de estar pasando por su mente, tal como dicen que corren las instantáneas de toda una vida en el momento de la muerte: cuando el 10 de septiembre de 1990 la avisan que ha desaparecido una alumna del colegio que ella dirige en San Fernando del Valle de Catamarca; cuando el padre de la niña le comunica que acaba de reconocer el cuerpo en la morgue; cuando las compañeras quieren salir a la calle a pedir justicia; cuando el jefe de policía, cuyo hijo figurará en la lista de sospechosos, la retiene en la dirección acusándola por adelantado de lo que pueda sucederles a sus alumnas. Cuando sale a la calle con ellas. Cuando uno, dos, muchísimos testigos la buscan para confesarle datos clave que más tarde negarán en el juicio. Cuando toma la decisión de acusar a los culpables sabiendo que son todos parientes de las familias más poderosas de la provincia y del país. Cuando advierte que está enfrentándose al mismísimo presidente de la nación y, aun así, sigue marchando, dos, tres, cien veces. Cuando el presidente, Carlos Saúl Menem, se ve presionado para intervenir la provincia gobernada por el caudillo Ramón Saadi, hijo de Vicente Saadi, personaje fundamental en el armado de su carrera política y de la alianza que lo ha llevado al poder.
Martha Pelloni es la mujer que a comienzos de la década de los noventa pasó a la historia como «la monja del caso María Soledad», la historia de una adolescente violada, asesinada y desechada en un zanjón que provocó que todo un pueblo, y luego todo un país, se levantara exigiendo justicia.
Muchas veces desde entonces pensé que alguien debería escribir la historia de esta monja que se hizo célebre poniéndose al frente de una lucha completamente desigual. Una lucha que, por otra parte, no ha terminado.
Ella encabezó las primeras marchas de silencio antes de que la nueva ola del feminismo recorriera el mundo; se enfrentó a jueces, políticos y testigos comprados o amenazados de muerte. Pero, además, se trata de una religiosa que, actuando desde adentro de la Iglesia, ha conseguido desmantelar muchas de las miserias que la sociedad le reprocha a la Iglesia. En la prensa la llaman «la monja justiciera»; en los pueblos del litoral, «la hermana sapucai».
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Tres veces pensé en entrevistarla. Tres veces me convencí de que no era yo la persona indicada. La monja vive recorriendo, como si se paseara por el patio trasero de un convento, los casi tres millones de kilómetros que conforman la superficie de la República Argentina. Hoy coordina una red que tiene más de treinta foros repartidos en veinte provincias, con profesionales y voluntarias que devinieron asesoras expertas a fuerza de haber sido víctimas. Cada foro nace a pedido de las personas interesadas en cada lugar; la hermana da una capacitación para el armado del equipo, que siempre es interdisciplinario. Atiende personalmente, conoce pueblos de los que la mayoría no sabe ni el nombre.
Yo, por mi parte, no soy una cronista de territorio, no salgo de casa por casi nada. He llegado a pensar, comparándome con los nombres que hicieron resucitar la crónica latinoamericana en los noventa, que dada mi resistencia a hablar con la gente o acercarme al lugar de los hechos ni siquiera soy cronista. Leo noticias, busco en archivos, uso la imaginación, encuentro incongruencias y asociaciones, pero siempre entre documentos. Mi timidez es más fuerte que mi curiosidad. Soy una cronista de escritorio, si es que eso existe.
Ahora mismo tengo sobre la mesa cientos de notas del «archivo Pelloni» que he ido recopilando durante los últimos años. Ella acude a la prensa cuando necesita hacer público algo que los poderosos han conseguido encubrir; y yo soy experta en rastrear esas declaraciones. Nada más.
Fue a mediados de 2019, poco antes de la pandemia del covid, cuando sin darme tiempo para pensarlo la llamé. Había aparecido, como en tantas ocasiones, en un programa de televisión. Esta vez, denunciaba con nombre y apellido a toda una lista de funcionarios públicos por el robo de bebés. Habló de ritos satánicos y de tráfico de órganos. Imaginé a la monja como protagonista de un policial o de una película de terror. El periodista que la entrevistaba trataba aviesamente de desacreditarla preguntándole si se consideraba una persona mística, si tenía visiones, tal vez poderes. Ella miró a la cámara con una sonrisa y respondió con una voz tan cantarina como firme: «No señor, yo no soy mística. Soy racional. Miro la realidad. Y después sí, voy a la oración, soy contemplativa, es decir, me retiro a contemplar lo que veo. Y lo que veo es un problema social, por lo tanto es un problema de todos».
Como si hubiera recibido una orden, como si de pronto yo sí me hubiera vuelto mística, averigüé su teléfono y la llamé. Respondió enseguida, nunca se aleja demasiado de su celular. «Justo por estos días estoy en Buenos Aires, podríamos vernos mañana», dijo. La dirección que me dio quedaba a tan pocas cuadras de mi casa que yo podía ir y volver caminando. Una señal divina, pensé, haciéndome a mí misma una broma tonta.
Para darme ánimos y comenzar a escribir esta historia, me conseguí una coartada entre los cronistas del siglo XIX, padres de la crónica latinoamericana que, según registra la crítica, no le daban la menor importancia al trabajo in situ. Sigo esa huella, me digo, para justificar lo que sea que padezco –fobia o vagancia– y me cubro bajo estas palabras de la cronista María Moreno en las que también ella encuentra refugio y padrinos: «Al respecto, una imagen que me encanta es la de José Martí leyendo el diario The Sun para poder escribir sus crónicas norteamericanas. Él leía el diario y, a continuación, hiperescribía, no necesitaba de la experiencia directa del acontecimiento para poder elaborar sus piezas».
En septiembre de 2025 se cumplen treinta y cinco años del crimen que durante más tiempo mantuvo interesada a la prensa del país. Hay algo en el corazón de aquella historia que nos reclama desde el pasado, una voz atroz que regresa a decirnos algo que no terminamos de escuchar.
Los femicidios no suelen aparecer en los libros de historia. Sin embargo, este sí. Un gobierno feudal no cae por la muerte de una niña y las agallas de una monjita. Esta vez sí. Por algo será que en cada aniversario, como ahora, aparece alguien que tiene algo más para decir.
El 23 de febrero de 2025 Martha Pelloni cumplió ochenta y cuatro años, y se puede afirmar que lleva corridos más riesgos y aventuras que cualquier superhéroe de ficción. Me mira con una sonrisa. Dice que le pregunte lo que quiera, que ella va a responder a todo. Yo no creo que vaya a ser tan sencillo. Martha Pelloni es un misterio. ¿Una excepción? Una monja.
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