25/07/2022
Empieza a leer 'La guerra de las plataformas' de Carlos A. Scolari

 

1. El arte de la guerra mediática

 

El 18 de enero de 2010 se emitió el primer episodio de la segunda temporada de Pawn Stars, el reality show ambientado en una casa de empeños y compraventas de Las Vegas que inmortalizó el meme «No lo sé Rick, parece falso». En ese episodio el cliente de turno ofrece a Corey, el hijo de Rick, un Edison Home Phonograph, uno de los primeros medios utilizados para grabar y reproducir sonido. El fonógrafo, en muy buen estado, venía acompañado por dos tubas de amplificación y una docena de cilindros de cera, el antecesor de los discos de pasta. El regateo comenzó cuando el cliente pidió 1.400 dólares por todo el lote. Si algo saben hacer los protagonistas de Pawn Stars es rebajar las expectativas de sus clientes y espectadores: después de un rápido tira y afloja terminarán llegando a un acuerdo por 700 dólares y un apretón de manos en primer plano del History Channel.

El Edison Home Phonograph (el inventor no se cansaba de poner su nombre y su rostro en todos sus productos y, en letra pequeña, las amenazantes patentes que certificaban su propiedad intelectual) había sido creado en 1877 y comercializado con éxito en las últimas dos décadas del siglo XIX. Además de inventor, Thomas A. Edison era un genio del marketing. A la hora de presentar el fonógrafo a la revista Scientific American, el inquieto emprendedor se mantuvo en silencio y no abrió la boca: dejó que la máquina hablara por sí misma. Un siglo más tarde Steve Jobs replicaría la escena durante la presentación del primer Macintosh el 24 de enero de 1984. La secuencia entró en la historia de la computación: Jobs se acercó a su criatura, retiró la funda que la cubría, sacó un disco floppy del interior de la americana y lo introdujo en el Mac. Mientras sonaban los Carros de fuego de Vangelis comenzaron a desfilar por la pantalla de solo nueve pulgadas imágenes de las aplicaciones gráficas y juegos que incluía el Mac. «Últimamente se ha hablado mucho de Macintosh, pero hoy, por primera vez, me gustaría que Macintosh hablara por sí mismo», dijo Steve Jobs a una audiencia rendida a sus pies mientras se escuchaba una voz sintética que parecía salir de un viejo largometraje de ciencia ficción: «Hola, soy Macintosh. Cómo me alegro de haber salido de esa bolsa.» En el episodio 17 de la décima temporada de Pawn Stars Rick Harrison vendió un Apple I, el primer ordenador creado por Steve Jobs y Steve Wozniak en 1976 y del cual se cree que existen solo doscientos ejemplares. Esta vez casi no hubo regateo: medio millón de dólares. Estamos rodeados de fósiles mediáticos como el Edison Home Phonograph o el Macintosh. Algunos de ellos, como las tablillas de arcilla babilónicas o los papiros egipcios, nos interpelan desde las profundidades de la historia; otros son tan recientes que no resulta extraño encontrarlos dentro de una caja con recuerdos de juventud escondida en un desván o un garaje. El concepto de «reciente» obviamente es subjetivo: podemos hablar de un Sony Walkman de los años setenta, un Commodore Amiga 64 de los ochenta o un iPod del nuevo siglo. Como esos cañones, aviones y tanques cubiertos de coral en las aguas tropicales del Pacífico que nos hablan de viejas guerras, los fósiles tecnológicos que deambulan por las casas de empeño o descansan el sueño eterno en las vitrinas de los museos nos traen los ecos de antiguas batallas mediáticas.

Si bien hoy nos sorprende la streaming war que enfrenta a Netflix, HBO, Amazon, Disney, Apple y otras corporaciones por la hegemonía del mercado audiovisual, el fenómeno no es precisamente nuevo. Desde hace al menos seis mil años, cuando nacieron las primeras formas de escritura, diferentes tecnologías, formatos y soportes materiales han competido entre sí por ocupar un lugar dominante en el espacio comunicativo. Estas guerras mediáticas han asumido formas muy variadas, desde la disputa entre soportes de la escritura (papiro contra pergamino) hasta los desencuentros entre modos de producción radicalmente opuestos (copistas y tipógrafos), pasando por las luchas por imponer un estándar tecnológico (Betamax contra VHS, NTSC contra PAL), un sistema operativo (Macintosh contra Windows, iOS contra Android), una consola de videojuegos (Sega contra Nintendo) o un software de navegación en la web (Netscape contra Internet Explorer). A medida que transcurrieron los siglos, estos conflictos fueron adquiriendo una dimensión geopolítica cada vez mayor y terminaron involucrando a diseñadores, creadores de contenido, usuarios, Estados, iglesias, empresas, laboratorios, trabajadores, sindicatos, militares, universidades y organizaciones internacionales. Nadie quedó fuera de las guerras mediáticas.

 

 

La primera batalla

 

El pasaje del Fedro donde Platón pone en boca de Sócrates una demoledora crítica a la escritura ha sido leído, citado y releído una y otra vez en los últimos dos mil cuatrocientos años:

 

Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria (...), sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad.

 

Esta desconfianza en el texto escrito (y la obligada reivindicación de la expresión oral) atraviesa los tiempos antiguos. Al visitar a la Sibila de Cumas, Eneas, el héroe de la Eneida, le pide al oráculo que no le escriba sus profecías en hojas de palma: «no sea que vuelen en desorden, como juguetes de impetuosos vientos». Según Jorge Luis Borges el famoso adagio verba volant scripta manent («las palabras vuelan, lo escrito queda») originalmente no exhortaba «a fijar con la pluma los pensamientos», sino que buscaba «prevenir el peligro de los testimonios escritos», esos textos muertos incapaces de volar.

La desconfianza que generaba la escritura parece asolar a cada new media, tecnología o género narrativo creado por la humanidad. La encontramos en el rechazo a la novela en el siglo XIX (al pobre Flaubert lo acusaron de «ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres») y en la sombra de sospecha que siempre persiguieron a la televisión, los cómics, los videojuegos y, desde hace unos años, a las redes sociales y los dispositivos móviles. Parecería que todo medio pasado fue mejor.

Podría decirse que la primera batalla mediática se combatió durante el pasaje de la oralidad a la escritura. En ese lento proceso de transición hubo una tensión esencial entre la comunicación no mediatizada, o sea, la comunicación oral a través del lenguaje natural, y el desarrollo de la tecnología de la escritura. Por motivos obvios, la voz de los defensores de la oralidad solo sobrevivió en forma de texto escrito.

La aparición y desarrollo de la escritura significó una revolución en cámara lenta que cambió la forma de pensar del Homo sapiens. El máximo exponente de la cultura oral era el bardo, el storyteller que cosía entre sí los fragmentos textuales, hilvanando una representación con otra, y extendía los relatos hasta el infinito, como hacen los showrunners en las pantallas del siglo XXI. Fue en la Antigua Grecia donde se dio la definitiva transición de una cultura oral basada en la memoria (Homero) hacia el mundo de la cultura escrita (Aristóteles). Pero, como decía Marshall McLuhan en La galaxia Gutenberg, en realidad

 

cualquier pueblo que abandona la vida nómada y sigue costumbres sedentarias de trabajo está predispuesto a inventar la escritura. Jamás un pueblo meramente nómada ha tenido escritura, del mismo modo que jamás ha desarrollado el arte arquitectónico o del «espacio cerrado».

 

Por más que se malgasten palabras hablando de la «sociedad de la imagen», todavía hoy la escritura, ya sea en forma de algoritmos, libros con cientos de páginas o millones de textos snack que circulan de manera enloquecida por las redes, sigue siendo un espacio cerrado del cual no podemos huir. Es como si el Homo sapiens fuera una especie condenada a reescribirse en perpetuidad.

 

 

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La guerra de las plataformas

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