ARTÍCULOS
Empieza a leer 'La fosa abierta' de Brigitte Vasallo
A mis vecinas y vecinos de Chandrexa de Queixa;
a las personas que han compartido memorias,
organizado talleres y sostenido este trabajo.
Y a todas las poblaciones indomables de la Historia
Essere nuje è difficile
p’cché sapimmo si ce vene ditta na bucia
oppure na verità.
GEOLIER, «L’ultima poesia»
Si la lluna feu el ple
també el feu la nostra pena.
PERE QUART, «Corrandes d’exili»
La sierra de Queixa pertenece a la gente de Chandrexa de Queixa, y sus habitantes tenemos derecho de uso pero no de propiedad; esta sierra no es de nadie para que pueda ser para todos y para todas.
Ser de Queixa, en términos comuneros, en términos de la gente de esta sierra y de la sierra de esta gente, significa hacer vida aquí y su indicador es el humo de tu chimenea. Digo chimenea pues escribo en términos mutantes, pues estoy traduciendo, porque aquí no tenemos chimenea sino lumbre, un espacio donde hacer el fuego, que es el hogar en todas sus acepciones. Eres de Queixa si sale humo de tu hogar durante seis meses consecutivos: ese es nuestro permiso de residencia, nuestra nacionalidad, nuestra pertenencia y nuestro arraigo. Cuando te vas pierdes un derecho a uso que recuperas cuando vuelves a encender ese fuego durante seis meses más, un derecho que es su ejercicio activo. La sierra, me cuentan mientras cenamos en uno de esos hogares, es de uso colectivo desde tiempos inmemoriales: me hablan del monasterio de Montederramo, de la desamortización de Mendizábal, de los diezmos, los tocinos, los carneros, los maravedíes. Me dicen que ya mucho antes de todo eso estábamos ahí. Y para reforzar el saber fehaciente de sus palabras sacan de una maleta algo parecido a una escritura, una escritura de la sierra misma. Aquí pone que la trabajábamos nosotros, nuestra aldea, los vecinos y vecinas, ¿lo ves? El documento es de 1677.
Y yo, que adoro la magia, os juro que nunca había visto un truco tan prodigioso como ese testimonio inesperado del XVII emergiendo de una maleta en una cocina de Casteligo una noche cualquiera después de cenar.
La sierra no tiene muros, no tiene parcelas: para conocer sus lindes hay que guiarse por esa misma escritura, e ir buscando por el monte unas piedras con unas cruces que dibujan una línea imaginaria. Las tierras que quedan dentro son nuestros montes, los de cualquiera que encienda el calor de un hogar aquí. Los montes de nadie que son montes para un nosotros.
Escribe Antonio Orihuela en Libro de las derrotas que «todos los mapas están llenos de señales que indican otros tantos caminos. Las cosas no tienen por qué ser como son –dice–, el mundo puede ser rehecho, nuevo y distinto, tal vez no todas las miguitas de pan hayan sido comidas por los pájaros, tal vez no todas las puertas hayan sido atrancadas, tal vez aún queden héroes en zapatillas que quieran aventurarse a encontrar el tesoro, el gran tesoro que jamás contuvo moneda alguna».
Noelia y Judith, mis primas, le regalaron a su padre, al Juan de la Flora, una brújula para que subiera a la sierra a buscar las señales de ese mapa de caminos abiertos, de migas de pan. Con la escritura en la mano y la transcripción contemporánea que descifra el habla antigua, la letra embadurnada por los siglos, buscó la primera piedra de un tesoro que no contiene monedas, aunque sí riquezas. Una material, sin duda, que son las tierras del común, pero también el tesoro inmaterial de ese humo que sale de su chimenea en una aldea donde apenas quedan dos hogares humeando, un lugar vaciado de gentes pero no de sentido. El tesoro inmaterial de nuestro relato inscrito en el paisaje y del cuerpo hecho memoria. El tesoro inmaterial de nuestra existencia colectiva.
Es 31 de octubre de 1512 y estamos en Roma. Subido sobre un andamio que él mismo ha construido para salvar el desnivel de veinte metros respecto al suelo, sin ducharse (dicen) desde hace un montón de tiempo y casi ciego por la pintura que se le mete en los ojos, Miguel Ángel está a punto de concluir los frescos de la Capilla Sixtina, que ha hecho de mala gana pues le han quitado tiempo para la escultura, eso que considera su verdadero trabajo. A lo largo de 460 metros cuadrados, despliega profetas y sibilas de colores vibrantes y sitúa el Génesis en el centro mismo de la obra: la creación de la humanidad, su relación con lo divino y la expulsión del Paraíso, final y principio al mismo tiempo. El fresco de la expulsión recoge, de hecho, dos escenas en una: la primera, Eva aliándose con la serpiente para comer la fruta prohibida – cayendo en la tentación, se dice a menudo, aunque también podríamos estar ante un acto primigenio de desobediencia y autonomía–; la segunda, Adán y Eva saliendo del Paraíso, castigados; la causa y la consecuencia. Ganarás el pan con el sudor de tu frente por haber comido del árbol prohibido, que es el árbol del saber, la fruta del conocer tanto el bien como el mal. Cabizbajos, constreñidos, con una mueca de angustia en la cara, de dolor, también de enfado, la pareja originaria, el primer padre y la primera madre según las religiones del Libro, salen del límite del fresco hacia el mundo terrenal. Van marcados ya para siempre con el estigma indeleble del pecado original que heredarán sus hijos e hijas y los hijos e hijas de sus hijos e hijas hasta el día futurísimo del Juicio Final. Estigma indeleble como el amor de madre, indeleble como la pertenencia a la tierra que te vio nacer, como las manchas de aceite o de vino en el mantel, todas esas indelebilidades. El pecado original no se redime, no se limpia, no se cura: naces en él y lo transmites. Y al ser constitutivo, tienes dos posibilidades: vivir con él o vivir contra él. Pero ya nunca habrá un afuera.
Cuatrocientos cincuenta años más tarde, a 1.369 kilómetros al oeste de Roma, Xavier Miserachs, hijo de Manuel, hematólogo y uno de los pioneros de la transfusión de sangre, y de Montserrat, maestra, bibliotecaria y escritora cuyo fondo personal se conserva en la Biblioteca de Catalunya, toma una fotografía en los alrededores de la estación de Francia de Barcelona. En el reverso, ángulo inferior derecho, autor, título, fecha y firma, a lápiz negro: «Foto: Xavier Miserachs / Inmigrantes viniendo de la estación de Francia, Barcelona, 1962». En la imagen, en blanco y negro, tres figuras caminan de frente y miran al fotógrafo con expresión fastidiada. Atraviesan ¿un parque urbano?, plataneros, fuente monumental, coches aparcados, ¿camino de tierra?, hojas en el suelo. En el centro, una mujer pequeña, morena, hace una mueca con la boca, la mirada directa. Carga con un cesto bajo el brazo y del otro lleva colgadas cosas que semejan chaquetas y algo rígido, ¿un jamón?, ¿una tabla de lavar?; la falda por debajo de la rodilla, sencilla, el jersey de cuello de pico, ajustado, la chaqueta, tal vez todo del mismo color, los zapatos planos, casi zapatillas. A su izquierda, un hombre alto encogido bajo el peso de una maleta de cartón que carga sobre uno de sus hombros; el pantalón arrugado, la chaqueta oscura colgada del antebrazo. Una tercera persona, más joven, camina con gesto cansado; en sus manos, una maleta y algo que parece una caja amarrada con cuerdas; el pantalón, la camisa, el jersey de pico, la americana, todo arrugado, los zapatos de cordones. Al fondo de la imagen, unos chavales juegan al fútbol (¿o tal vez son simplemente personas caminando?). La imagen no es un posado, ¿es un robado?, y el fotógrafo ha hecho historia por esta y otras muchas fotos callejeras. Neorrealismo, leo en una web.
De las figuras de esta foto no sabemos nada: se ha dicho que eran «inmigrantes andaluces», pero es un decir andaluz genérico, un andaluz como quien dice murciano, como quien dice gallego, como quien dice castellano. La otredad siempre como pozo sin fondo, el otro como un otro cualquiera.
La iconografía de la migración y la culpa bíblica, el estigma y el pecado original que los distinguirá para siempre y durante generaciones de las poblaciones no migradas. Los cuerpos encorvados bajo el peso de la pena, la mirada furtiva, el dejar atrás, el saber algo que los demás ya nunca entenderán.
Ganarás el pan.
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