22/07/2022
Empieza a leer 'La familia' de Sara Mesa

 

LA CASA

 

Mírala desde el ojo del sueño. El pasillo como centro geográfico y frontera. Estancias a los lados. Recórrelo sin ser vista, de una punta a otra. O cruza, de una habitación a la de enfrente, mediante un salto limpio. Arriésgate a entrar. Quizá ya hay alguien dentro, no lo sabes. En caso de que sí, calla, recula. En caso contrario, no eches el cerrojo. No hay cerrojo.

Mírala bien, antes de despertar. Los puntos ciegos y las madrigueras. Palabras que significan justo lo contrario de lo que aparentan, tramposillas. El peine que traza la ordenada raya en medio y el revoltijo de pelos debajo del colchón. La puerta del armario que no cierra del todo. La rendija que queda. Los ojos que espían.

No dejes de mirar, ahora que la tienes ante ti, ardiendo tras los párpados. Calcula cuántos pasos hay entre una esquina y su opuesta. Hazlo con precisión, es importante. Capta las diferencias entre el clic del pomo al cerrarse y el clic al abrirse. Identifica el ronroneo del teléfono justo antes del primer timbrazo. Ajusta el volumen de tu voz en la respuesta, modula con cuidado el fingimiento.

Mira cómo entra la luz por el cristal y colorea la madera de pino de los muebles. Mira cómo rebota y se lanza hacia la pared de gotelé, destella en el espejo del santuario matrimonial, se fragmenta y vuelve a escapar por el balcón, rauda y osada. Mírala derramándose sobre los geranios, húmeda y fresca, hacia la calle prohibida, las aceras con barro, los perros callejeros y la cerveza fría que hay que beber fuera, nunca dentro.

Mira con atención, pero no digas nada.

Solo mira y aprende.

 

 

¡EN ESTA FAMILIA NO HAY SECRETOS!

 

–¡En esta familia no hay secretos! –dijo Padre.

Agitaba en la mano el cuaderno de Martina, un cuaderno con cerradura que ella había comprado a escondidas días atrás, con las cubiertas rosas y un estampado de pájaros con las alas abiertas o cerradas según su lugar en la composición. Martina ocultaba la llave del candado. Ni bajo tortura se la doy, pensó.

–Que yo sepa, nadie te ha prohibido escribir un diario, ni a ti ni a tus hermanos –dijo Padre–. Es más, nos parece muy bien que os expreséis sin cortapisas, es un valioso ejercicio personal. Así que no lo entiendo. ¿De dónde nace esa desconfianza? ¿De verdad crees, Martina, que tu madre o yo vamos a leer tu diario sin permiso?

Martina negó primero con la cabeza y luego, con llamativa falta de sincronía, habló.

–No.

–Entonces, ¿a qué tanto misterio? ¡Un diario secreto! ¡Si hasta la misma idea de la cerradura resulta ofensiva! –Torció el gesto para mostrar su dolor.

–Pero, papá, el cuaderno venía con el candado, no se lo puse yo. A mí lo que me gustó fue el dibujo de los pájaros. Por eso lo compré, no por el candado.

–¿Por el dibujo?

–Por los... Bueno, son palomas, ¿no? Palomas de colores. ¿Golondrinas?

Padre sonrió. Una sonrisa tenue, introspectiva, que marcaba un cambio. Martina supo lo que pasaría a continuación. Se pondría a caminar a un lado y otro, suavizaría el tono de sus palabras –el enfado dando paso al impulso de la comprensión, la conciliación, etc.– y acabaría acercándose a ella, dándole incluso una amorosa palmadita en la cabeza, como así hizo.

Se contradecía, dijo. Ella misma se contradecía al darle tan poca importancia al candado y, sin embargo, usarlo. Porque debía de ser incómodo abrir y cerrar el diario cada vez que escribiera en él, con esa diminuta llavecilla... Acercó el cuaderno a los ojos, frunció las cejas. Qué pequeño agujero, dijo como para sí. Por no hablar, claro, de que guardaba el diario debajo del colchón. ¿Cómo podía justificar eso?

–Martina, Martina, ¿cuándo terminarás de fiarte de nosotros? Algún día tendrás que aceptar que ha empezado una etapa nueva en tu vida. Una etapa mejor, sin oscuridad, sin miedo.

Gracias a las ventajas de esta nueva vida, a la que dedicó tan bonitas palabras, Padre olvidó pedirle la llave. Pero le pidió que no la usara más. Por favor. La próxima vez que escribiera en su diario, dijo, podía dejarlo sin cerrar donde le viniera en gana, por ejemplo en la mesa del comedor o sobre la encimera de la cocina, al alcance de cualquiera.

–Te aseguro que nadie lo leerá.

Hizo una pausa, se acarició reflexivamente el mentón.

–Aunque deberías recordar algo. Una cosa es el deseo de mantener a salvo la intimidad, lo que es muy comprensible, y otra es que nos andemos con secretos. Los secretos nunca son buenos. Al revés, son nocivos, se usan para tapar asuntos feos. ¿Por qué si no son secretos? Es mejor no tener nada que ocultar, ir con la cabeza bien alta y no esconderse.

–Pero si yo no me escondo...

–Me alegro, porque, si te soy sincero, a mí me encantaría leer lo que escribes. –Levantó la palma de la mano, hizo una pausa–. Siempre y cuando tú quieras, ¿eh?, sin presiones. Lo que te apetezca enseñarme. Sea lo que sea, no voy a juzgarte. Sé que vienes de un lugar difícil, pero ese pasado ya quedó atrás. Las cosas han cambiado, Martinita, a ver cuándo lo entiendes.

Martinita. Nadie la llamaba nunca así, salvo Padre, en situaciones como esa, y a veces el pequeño Aquilino, pero irónicamente, solo para hacerla rabiar.

En la litera de abajo, Martina abrió, quizá por última vez con la llave, su cuaderno de pájaros. Rosa, en la cama de arriba, leía un libro que Padre le había recomendado. Ella siempre seguía los consejos de Padre con una obstinación forzada, casi rabiosa. El libro no era de ficción –era difícil pensar que Padre considerara útil una ficción–, sino un manual de astronomía adaptado a su edad, diez años. Rosa pasaba las páginas con rapidez, como si la lectura le estuviera apasionando.

–Solo estás mirando los dibujos –dijo Martina–. Reconoce que te estás aburriendo.

–No.

–¿No te aburres o no lo reconoces?

–Ninguna de las dos cosas.

Rosa asomó la cabeza por el listón de la litera.

–Aunque no te lo creas, me encanta la astronomía. Sé un montón de datos de la luna y el sol y los planetas. Fijo que tú no sabes por qué nuestra galaxia tiene forma de espiral. ¿Y la Vía Láctea? ¿Por qué se llama así? ¿Lo sabes? ¿A que no?

Sin contestar, Martina arrancaba páginas de su cuaderno. Las rompía en cuatro, en ocho pedazos, que iba dejando a un lado de la cama, formando una montañita con sumo cuidado.

–¿Por qué haces eso? –preguntó Rosa.

Martina contestó falseando la voz.

–Pirqui ni quieri qui lo lian, ¿pir qui va a sir?

Rosa volvió a su lugar; tumbada boca arriba, resopló.

 

 

* * *

La familia

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