25/05/2020
Empieza a leer 'La estrella de la guarda' de Alan Hollinghurst

 

Les grands vents venus d’outremer
Lassent par la Ville, l’hiver,
Comme des étrangers amers.

Il se concertent, graves et pâles,
Sur les places, et leurs sandales
Ensablent le marbre des dalles.

Comme des crosses à leurs mains fortes
Ils heurtent l’auvent et la porte
Derrière qui l’horloge est morte;

Et les adolescents amers
S’en vont avec eux vers la Mer!


HENRI DE RÉGNIER
 

1. Los días en el museo

1

Había ya un hombre esperando el tranvía en el estrecho islote de la parada, y le pregunté sobre el trayecto con voz titubeante. Me lo explicó con detalle, amablemente, como si tuviera un interés particular en ello: pero yo no le escuchaba. Me fascinaban sus ojos grises y su sonrisa superflua y las trazas de pintura blanca en su nariz y sus cabellos color de oro viejo. Asentí con la cabeza, sonreí yo también, y él se envolvió en un aire placenteramente absorto, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en la calle desierta. Decidí seguirle.

El tranvía se aproximó sin ruido, con los faros ya encendidos a pesar de que el cielo estaba todavía claro: el número 3, el de circunvalación. Subimos juntos y le pedí que me ayudara a picar el billete en la máquina, que tintineó abruptamente, como si me hubiera tocado un premio. Se sentó detrás de mí, y yo sentí su presencia indiferente allí, mientras rodábamos de parada en parada, entre iglesias y canales. Cuando se puso a silbar una cancióncilla, su aliento me erizó el vello de la nuca. Pensé: Esta es la rutina nocturna que muy pronto será mía, el imán de un suburbio desconocido, o de un bar, o de un amor. Me volví para preguntarle una cosa que había estado preparando, pero justo en aquel momento el tranvía se detuvo, como si nos hubieran cortado la corriente. Una mujer joven esperaba, fumando, y saludó feliz, agitando la mano. Mi amigo se bajó de un salto y se alejó con ella del brazo. Las portezuelas se replegaron con un suspiro.

Yo seguí mi ruta, más allá de la Bolsa, sin apenas fijarme en nada, preguntándome qué era lo que había anticipado, lo que esperaba. Durante dos o tres paradas tuve todo el vagón para mí solo. Intuí el desconcierto del conductor, y me puse a mirar por la ventanilla, obcecadamente, el barrio anónimo que estábamos atravesando. De pronto me agobié y toqué el timbre. Cuando el tranvía se alejó me encontré solo, y supe, súbitamente, y de una manera distinta a como lo había sabido en la estación o en el hotel, que había llegado a una ciudad extranjera, a otro país. Aquel simple cambio de dirección me acobardó un poco.

No había nadie en la calle que daba a la iglesia, nadie en la escuálida plazoleta ensombrecida por la mole del campanario de San Vaast: un gigantón viejo y feo, con un pórtico anejo de estuco amarillo lleno de desconchones, todo volutas y espirales, y un tímpano obstruido por nidos de ave, arriba. Cerrado todo, naturalmente: ni tan siquiera un hilo de luz descolgándose de una ventana de la sacristía, ni una coral que ensaya a la salida de la oficina un tedéum compuesto por su director, o algún conminatorio motete flamenco. Con un estremecimiento proseguí mi paseo.

Al otro extremo de la plaza, una calleja conducía a un lugar incluso más desolado. Al acercarme, las farolas empezaron a encenderse lanzándome guiños rosados, pero nadie más respondió a mi presencia. Aquí los edificios se erguían grandiosos, semejantes a cines que se hubieran quedado a oscuras, y tenían las ventanas inferiores cegadas con tablones cubiertos de carteles de grupos de rock o mostrando las arteras muecas de los políticos en campaña para las elecciones del año anterior. Sobre las persianas metálicas de las puertas, cerradas con candado, podían aún leerse letreros con nombres de periódicos, rótulos de imprentas y de talleres mecánicos, en vanguardista caligrafía modernista. Daba la sensación de que allí había existido en tiempos una cacofónica actividad vespertina, y que la ciudad, con morosa malevolencia, había esperado su oportunidad para acabar con todo aquello, ratificando así su mortífera parsimonia. Al cabo de la calle se divisaba la fachada alargada y vulgar de un hotel, el Peregrinaje Comercial, todavía con la barandilla de latón en el centro de las escaleras de la puerta principal y las escarapelas azules y coloradas del Automóvil Club. Subí los escalones, entre una multitud espectral de recién llegados, y me asomé a través de las espléndidas puertas de cristal a un sombrío descampado lleno de fango y cascotes.

 

Ahora estaba en un bar bastante concurrido, de vuelta en el centro de la ciudad. Me había tomado unas cuantas copas, mi tanto por ciento de probabilidades era de nuevo muy alto, y a la vez sentía una pereza justificada; acababa de llegar, había tiempo de sobra para todo. Observé, a través del humo de mi cigarrillo, en la penumbra ocre, a aquellos extraños, charlando unos, abrazándose otros, algunos incitantemente solos. El bar se llamaba La Cassette. Me imaginé cómo me sentiría allí en uno o dos meses, cuando se amortiguase la primera impresión de las espitas de latón de la cerveza de barril, las ventanas verde botella y los pequeños reservados de madera barnizada, y me acostumbrase a los modales de los camareros, el uno taciturno, el otro solícito. Me hizo gracia aquella anticipación, aquella disponibilidad mía al cambio, aquel estar ya preparado para el amor, y sonreí, allí, una noche cualquiera, en el insólito escenario, estilo falso Tudor, del único bar de ambiente de la ciudad.

Quizás debiera ir a comer algo a algún sitio, pensé, pero antes pedí otra cerveza de aquellas, tan ligeras y que pasaban tan bien. Te podías tomar todas las que quisieras y no se te subían a la cabeza. Me desperecé. La verdad es que estaba muy cansado. Me había levantado al alba para salir con tiempo; mi madre me ayudó en silencio, y fue incapaz de disimular su ansiedad, su angustia, mientras me llevaba en el coche camino de Dover para coger el tren. Yo la comprendía, pero sentía que hacía lo que debía. No pude explicarlo, por más que me lo pidieron. Yo había farfullado a regañadientes no sé qué sobre el tiempo que corre, y que aquel trabajo en el extranjero era solo temporal; y sin embargo no había dicho nada acerca de la turbia sensación que tenía de haber traspasado ya la última frontera de la juventud cuando miraba, a pesar mío, a los verdaderamente jóvenes con una mezcla de avidez y de rencor.

Justo enfrente de mí había un niño de melena rubia, carita alargada y labios carnosos, uno de los habituales del bar, supongo. El viejo que estaba con él no acababa de creerse su buena suerte, y se aferraba a ella con torpe determinación, temeroso de que se le acabara, a pesar de que el niño parecía dejarse acariciar de buen grado. Mi mirada se cruzaba con la suya de vez en cuando mientras él fingía seguir hablando con el otro, como si no me hubiera visto. Sin darme cuenta, me puse a pensar cómo podría ser nuestra vida juntos.

Un hombre de mediana edad, muy trajeado, se me acercó y empezó a hablarme de sus éxitos en los negocios. Yo estuve cortés, como siempre, pero él probablemente entendió que no me interesaba su conversación. No paraba de mirar en derredor, pidiéndome opinión sobre los otros, comentando acerca de los habituales. Varias veces tropezó, como sin querer, con los jóvenes que iban o venían del lavabo, convirtiendo los gestos de excusa en un rápido achuchón. Era evidente que buscaba sexo, pero, de un modo que no resultaba nada halagador para mí, no parecía considerarme como una posible oportunidad sexual. Me preguntó si tenía números de contacto. Le dije que no, y me quedé pensando con qué te pondrían en contacto aquellos números. No podía explicarle mi extraña economía sexual de los últimos años, la continencia atormentada por fantásticos pensamientos, los ocasionales encuentros intensos y anónimos. Yo mismo no sabía muy bien cómo había sucedido todo. No estaba seguro de poder esperar demasiado de mi hotel, el Mykonos, anunciado en la prensa inglesa especializada. Me había parecido la misma conejera mal ventilada de siempre, con un diminuto vestíbulo mohoso, desierto cuando llegué.

Desde la otra punta de la barra, junto a la puerta, un hombre me lanzó una breve sonrisa escéptica, miró para otro lado, me volvió a mirar. Me acerqué a él, pedí una copa, le ofrecí otra, por un momento hecho un lío con mi confusa cartera atiborrada de billetes grandes de diversas denominaciones con los desconocidos retratos de los protagonistas de la historia belga. Había algo peligroso en aquel joven guapo, de mandíbula cuadrada, que me parecía imprecisamente retador, con un resto de saliva reseca en la comisura del labio. Quizás fuera un soldado de permiso, nervioso y solo, confiado en el poder de su constitución atlética y de su corte de pelo al uno. Noté en el estómago la sorda quemazón del deseo, pero él no me dejó ver lo que pensaba. Permanecimos juntos, mirando ambos casualmente por encima del hombro del otro, de manera que le veía sobre el trasfondo de los otros hombres que se movían detrás de él: un brazo alrededor de una cintura, dedos que acariciaban ligeramente una mejilla. El camarero antipático, muy enjoyado, con brazaletes, nos sirvió las cervezas bisbiseando algo al oído de mi amigo, a quien yo miraba pretendiendo no oír. El chaval alargó una mano para coger el vaso, y entreví unas letras tatuadas en sus dedos: R, O, S, A.

No reaccionaba con demasiado interés a lo que le decía, estaba silencioso y tenso, tratando de concentrarse en un punto, el grupo de gente a mis espaldas, o contemplando absorto su copa, perdido en quién sabe qué amargos recuerdos. Le pregunté si servía en la Marina, y él agitó displicentemente su mano marcada, sin responder ni sí ni no. Me pregunté por qué perdía el tiempo con él. Luego, con una sonrisita que me indujo a creer que quizás fuera solo timidez, que aquel cariño que buscaba le suponía un sacrificio a costa de su amor propio, me dijo: «Bueno, y tú, ¿qué haces?»

Le dije que era profesor, que había ido allí a enseñar inglés a unos niños.

La cosa no le impresionó; de hecho, solo puede impresionar a quienes les haya gustado verdaderamente estudiar: percibí en sus ojos un rebrillo remolón, como si se hubiera retrasado en entregarme los deberes de clase.

«¿Así que eres de Londres?»

«De más al sur. No creo que hayas oído hablar de ese sitio. Se llama Rough Common.»

«¿Y cómo demonios has venido a parar aquí?»

Debí haber previsto que las preguntas más difíciles me las haría con tal indiferencia, con tal ausencia de curiosidad. De nuevo aquella sensación de estar siendo arrastrado, en el fondo, por motivos demasiado vagos como para poderlos explicar. Yo crecí en casa de un cantante, en compañía del Arte, y quizás tuviera esto algo que ver con mi venida a aquella diminuta ciudad, famosa por su música y sus cuadros. No me atrevía a confesarme a mí mismo la desazón que ya sentía frente a su inmovilidad, aquella atmósfera cerrada de museo, aquel saber que todo cuanto había ocurrido allí había ocurrido hacía siglos. Dije: «Bueno, quería sacarle partido a mi holandés. La familia de mi madre era holandesa, y lo estudié en el colegio. Supongo que primero uno aprende las cosas y luego les encuentra una utilidad.» Durante el mes último, repasando la gramática en voz baja, había imaginado diálogos más fluidos, en los que los joviales ejemplos de mis manuales se metamorfoseaban en apasionadas declaraciones.

Él empezó a aludir al dineral que yo tenía, y que si tal y que si cual. Y yo dije: «¡Pero si esto es lo único que tengo, si soy pobre de solemnidad!» Me di un golpecito sobre el bolsillo de la chaqueta, en el bulto de los billetes, y él me miró con afectuosa incredulidad, como diciendo: Ya, ya: los cheques de viaje remetidos entre las camisas en el armario del hotel, un chico de buena familia que siempre cae de pie. Y fue entonces, con un pequeño respingo burgués, cuando leí el mensaje escrito en sus ojos, en aquellas pupilas reducidas hasta parecer negras puntas de alfiler.

No sabía si mencionar aquello o no, no estaba seguro del todo de haber acertado. Las drogas me asustan, me suscitan un impotente deseo de ayudar.

Le invité a la siguiente ronda, pues era imposible fingir ahora que no podía permitírmelo. Él aceptó con una punta de disgusto, como si el darme las gracias pudiera tomarse como la confirmación tácita de su dependencia. Yo era, en cierto modo, la víctima incauta de aquel embaucador de quien no sabía nada, un recién llegado que no le conocía aún, fácil por lo tanto de atrapar en la primera noche de mi caprichoso exilio, borracho y con ganas de marcha. De vez en cuando se rascaba el pecho con la uña del pulgar, y el suave crujido del vello bajo el algodón de la camisa me hacía percibir su cuerpo junto al mío, sorprendente e intenso, como si estuviera desnudo.

Le ofrecí un cigarro, pero él denegó con la cabeza, irritado. «Tengo que pillar algo de dinero», me dijo, y se volvió para mirar hacia otro lado, haciendo como que creía en mi declaración de pobreza. Comprendí que ahí acababa todo, que no le había hecho ningún efecto. No me había dicho siquiera cómo se llamaba. Pensaba en él simplemente como Rosa. ¡Rosa, el de la Rosa Tatuada! Sospeché que no merecería la pena explicarle la referencia literaria. «¿Qué es lo que te metes?», le susurré.

Se quedó callado. Hubiera dicho que era un arrogante de no haberle visto tan desesperado. «Nada bueno», dijo por fin, con firmeza, pero no me dijo qué. Y luego, con una curiosidad poco convincente: «¿Y tú, entonces, a quién vas a dar clases de inglés?»

«Para empezar, a dos niños.»

«¿Solo a dos?»

«Son niños un poco conflictivos.» Él asintió. «Con problemas», le aseguré: «El mayor de los dos está bastante bueno.»

Rosa soltó una risita nasal. «Ya sabía yo que por ahí irían los tiros.»

«No, no, qué va. Ahora verás, te lo demuestro si quieres.»

Y era verdad que llevaba los papeles encima, como si fueran el recuerdo de un novio, o la identificación para ponerme en contacto con un espía con el que debiera reunirme. Saqué el sobre del bolsillo interior de mi chaqueta, y extraje el folio plegado en dos, con la foto tamaño carné grapada: Luc Altidore, 17, intereses: Historia, Humanidades. Extendí el papel sobre la barra húmeda y se lo mostré a Rosa con cierta ansiedad, como si estuviera a la busca de aquel muchacho y creyese que él podría reconocer el retrato y darme alguna pista sobre su paradero. Ciertamente, nadie habría podido olvidar aquella máscara pálida, de gruesos labios resecos, con el pelo que le cala sobre la frente y una mirada rebelde y vacua, deslumbrada por el fogonazo de la cámara, como renegando de su propia belleza. Recordaba vagamente haberle ya dado clase en sueños. Había vivido ya lentas horas de ardiente tutoría cara a cara con él.

Ya no me mostraba tan simpático con mi compañero, como si ahora hubiera adquirido un poder sobre el chico de la foto gracias a los viciados espejismos de la literatura.

«A lo mejor tendré que trabajar en otra cosa», le dije. «Me hará falta el dinero. Y, además, no me apetece pasarme el día entero leyendo libros.» Le acaricié el brazo y lo sentí vibrar con un deseo reprimido de alejarse de mí.

«¿Y por qué no?»

Dudé. Dije: «Los libros no sirven para nada.» «Eso no es verdad», me dijo, tajante. «Tienes mucha suerte. Eres profesor. Los libros son tu vida.» Y se alejó de mí, dejándome solo una solitaria e íntima satisfacción por mi cita, lo que quizás demostraba que su afirmación final era cierta.

Cuando volví del lavabo le vi dirigirse a la salida, abrazado al cuello del pelma del traje del que había escapado yo antes, y en cuya carota subida de color se leía su confusión ante aquel casi demasiado repentino golpe de suerte.

 

* * *

Traducción de Miguel Ripoll.

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La estrella de la guarda

 

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