21/07/2022
Empieza a leer 'La encomienda' de Margarita García Robayo

 

Primero fue como la intromisión de una mosca 

[en invierno.

Algo tan raro. Los ojos siguen el vuelo.

El oído trata de percibir el zumbido.

La mosca se detiene en la mesa

en la bombilla de luz. Desconcierta.

ESTELA FIGUEROA, «La mosca»

 

Esta historia

es un poco particular

pero es así.

Es nuestra historia.

Y cuando te la haya contado será tuya

para siempre.

GERMANO ZULLO y ALBERTINE, Mi pequeño

 

 

1

 

A mi hermana le gusta mandarme encomiendas. Es ridículo, porque vivimos lejos y la mayoría de las cosas se estropean en el camino. Lejos es una palabra demasiado corta cuando se traduce a la geografía: cinco mil trescientos kilómetros es la distancia que me separa de mi familia. Mi familia es ella. Y mi madre, pero yo no tengo ninguna relación con mi madre. Me parece que mi hermana tampoco. Hace años que casi no me habla de ella, aunque supongo que se sigue ocupando de sus cosas. A veces me da curiosidad saber qué fue de la casa en la que vivimos de niñas, pero no pregunto porque la respuesta puede venir con información que prefiero no tener.

La casa quedaba en un pueblo de pescadores retirado de la ciudad, una punta de arena que entraba en el mar como un colmillo. El terreno era grande y la casa pequeña, estaba en lo alto de un barranco que daba a un mar medio salvaje que escupía rayas y estrellaba morenas contra los espolones. El recuerdo más perdurable que tengo de esa casa es el de una noche en que mi madre salió y tardó mucho en volver. Yo debía tener unos cinco años y mi hermana diez. La trajo Eusebio, el casero, al amanecer. Dijo que la había encontrado caminando por la ruta. La disculpa de mi madre fue que había salido a tomar aire y se le había ido el tiempo. Desde que tengo memoria, mi madre necesitó aire: la recuerdo abriendo las ventanas y las puertas de la casa, abanicándose con las manos de un modo enérgico y descontrolado. Siempre tuve la idea de que su cuerpo alojaba a una bandada de pájaros que aleteaban por salir y la rasguñaban por dentro. Y por eso lloraba. Y si uno se acercaba a consolarla, algo que consistía estrictamente en irla cercando despacio con la mirada temerosa, se escabullía como una lagartija y se encerraba en el baño.

Con mi hermana hablo una vez cada quince días. También para los cumpleaños. Y ella tiene la delicadeza de llamarme cuando algún huracán azota el Caribe – cuestión de la que rara vez me entero– para avisarme que a ellos no les llegó ni el suspiro. Tenemos conversaciones bienintencionadas y cortas. Al final ella siempre anuncia que me está preparando una encomienda, detalla los productos y me muestra los dibujos que me van a mandar mis tres sobrinos, en los que siempre aparezco con labios enormes, trajes floreados, capas doradas, coronas y unas llamativas botas texanas que nunca tuve ni tendría. A veces me dice «esta va con sorpresita», y le encima una foto de cuando éramos chicas, de las muchas que tiene ella en sus álbumes ordenadas por año. Me da lástima que ni los dibujos ni las fotos lleguen enteros, porque ella pone todo en una misma caja y el papel se moja con las pulpas de fruta que respiran en la bolsa durante el viaje. Algunas fotos, según el papel, resisten mejor; no se llegan a desintegrar, pero el líquido borronea nuestras caras y nos vuelve fantasmagóricas.

Así que suelo recibir cajas perfectamente embaladas por fuera pero embutidas en comida podrida.

Yo permito que mi hermana me mande encomiendas porque decirle que no requiere una explicación que ella se va a tomar a mal, reafirmando para sí que la distancia me ha vuelto una persona displicente. Tras los años de ausencia y vínculos cambiantes, la estrategia más segura para mantener la armonía consiste en simular que entre ella y yo no hay mayores diferencias. Neutralizarnos. Eso supone un esfuerzo importante de lado y lado. Sé cuánto le cuesta a ella aparentar que mi vida de exiliada le resulta una cosa normal y no una extravagancia, un exceso de excentricidad. Y yo debo aceptar naturalmente cosas como que el empaquetado al vacío de productos perecederos es una técnica desdeñable.

–Cuenta con eso – me dice ahora desde la pantalla de la computadora.

Hoy no nos tocaba hablar, pero la llamé porque voy a necesitar su ayuda para tramitar un papel que me están pidiendo para la beca. «¿Otra beca?», fue su primera respuesta, más bien tibia. «Pero en Holanda», le expliqué: «el primer mundo.» «¡Te felicito!» Ahí estaba la reacción esperable, que ahora yo debía matizar: «Pero todavía no me la dieron.» Y ella: «Pero te la van a dar.»

No le he explicado el trámite todavía y ella ya me está contestando que sí, que cómo no, que se va a poner en eso cuanto antes. Al igual que otras veces se muestra resuelta a hacerme favores que después olvida. Parte del chiste de ser la hermana mayor consiste en trasmitirme esa seguridad entusiasta pero vaporosa.

Cada vez que hablamos yo voy reforzando mis ideas sobre la falacia que propone el parentesco. Con cada llamada la teoría gana en espesor lo que pierde en claridad. Imagino mi cabeza hospedando lombrices largas que se dan golpes contra las paredes; que crecen despacio y desmesuradamente; que se enrollan en sí mismas para ocupar cada vez más lugar. Las he dejado estar ahí durante años, deseando que el tiempo les pase por encima y las aplaste. Pero el tiempo no ha sido más que un fermento. Un día las lombrices van a brotarme del cuero cabelludo como una medusa.

–... y unas cocaditas de las que te gustan – dice mi hermana como cierre de una enumeración a la que no estuve atenta. Es el inventario de la última encomienda que me preparó y que debe estar por llegar. De la anterior no pasó ni un mes, lo que me parece inusual, pero no quiero interrumpirla para preguntarle por qué tanta premura, porque la conversación se alargaría demasiado.

Mi teoría supone que la conciencia del vínculo basta para convencer a las personas de que el parentesco es un recurso inagotable; que alcanza para todo: unir destinos enfrentados, torcer voluntades, combatir deseos de rebelión, transformar mentiras en memorias y viceversa; o bien, sostener una conversación anodina. Pero no alcanza, al contrario. El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí. Las últimas veces que vi a mi hermana me repetía a mí misma: «Somos hermanas, somos hermanas», como quien solo puede explicarse un hecho misterioso acudiendo a la fe. Distinto es vivir con los parientes – eso pienso siempre que la veo a ella con su prole–, descubrirse todos los días en las caras y los gestos de otras personas que envejecen contigo y que reproducen como esporas tu información genética. Cuando mi hermana mira a su hijo mayor – idéntico a ella–, puedo ver la satisfacción – y el alivio– en sus ojos: viviré en tu cara para siempre. Quizá el entendimiento entre ellos tampoco sea tan simple ni automático, pero la aceptación llega más rápido.

Ahora mi hermana arruga la frente y desvía la mirada, lo que indica que está pensando en cómo llenar el bache en el que cayó la conversación. Esta es una instancia que me aterra. Lo que sigue es el vértigo, la caída en picada en la charla banal. Y yo no soy buena en eso. Soy mala, pero no porque me falte habilidad – puedo sostener larguísimas conversaciones banales con otros–, sino en el sentido de la vileza. El único antídoto que conozco contra la banalidad es la vileza. Nunca aprendí a ser compasiva con mi familia.

 

 

* * *

La encomienda

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