01/04/2025
Empieza a leer 'La dulce existencia' de Milena Busquets
Para Enric
Et pour E. L., bien sûr
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–Esta actriz es una anciana. Tiene mi edad. Es imposible que haga de Blanca.
–No te preocupes, Milena. Le pondremos una coleta como la que tú llevas, unas alpargatas de Cadaqués y ya verás lo creíble que resulta brincando por las rocas.
–No. Es imposible. En serio.
No había sido fácil. Desde la publicación de También esto pasará en 2015, los derechos para la película habían pasado por tres productores, varios directores y un montón de actrices. Por el camino, había perdido a mi agente (me había despedido), mi editor originario se había jubilado (y había sido felizmente sustituido por la única otra editora en lengua española que había visto el potencial de la novela y había mostrado interés en publicarla) y había escrito tres o cuatro libros más.
Nunca había creído realmente que se fuese a hacer una película, o solo muy al principio, cuando se desató la locura por la novela entre los editores del mundo. No había querido leer ninguna de las versiones del guión (ahora que sé todo lo que sé y que sigo sin haberlo leído porque ya no serviría para nada, me sorprenden mi tozudez, arrogancia y falta de curiosidad hacia algo que me concernía de un modo tan directo). Hubo tres productores interesados en comprar los derechos de la película. Con el primero almorzamos en el Flash, era muy amable y tenía ganas de complacerme (de pronto, a los cuarenta años, sin haber hecho nada especial – solo había escrito un segundo libro un poco mejor que el primero–, el mundo se llenó de gente que quería complacerme, congraciarse, convencerme, darme cosas, estar de acuerdo conmigo, afortunadamente, ese efecto – al cual es muy difícil resistirse y que suele convertir a personas interesantes y sensatas en cretinos absolutos, o al menos eso es lo que me sucedió a mí– duró hasta que publiqué mi tercera novela, que fue un fracaso estrepitoso), pero de la actriz que tenía en mente para interpretar mi papel solo fue capaz de decir que era sexi y elegante, de la novela no dijo nada. Y el don de ser sexi, aunque sea un don valioso e importante, es un don complementario, no uno de los dones capitales, por sí solo no sirve para nada, solo interesa lo que es sexi y algo más, sexi y torturado, sexi e inteligente, sexi y divertido, sexi y misterioso, sexi y extraño, sexi y nada más no sirve para nada, solo para los adolescentes.
El segundo era un productor francés, vino desde París, comimos en la playa, no habló mucho, era serio. Hubiese debido escogerle a él. Finalmente, me decanté por los últimos que conocí, unos argentinos que planeaban asociarse con una productora española. No sabía nada de las películas que hacían o del cine que les interesaba, y cuando mi exagente me hablaba del tema y de las reuniones que tenía al respecto la escuchaba como de pasada, con cierta esperanza, pero sin ninguna fe.
El dicho de mi padre «matar al tigre y asustarse del pellejo» se ajustaba muy bien a mi personalidad: no era capaz de tomar posesión de las cosas (desde niña todo lo que tenía y que me importaba, en un momento dado, se evaporaba entre mis dedos). No era ese tipo de persona que llegaba a un territorio, clavaba allí su bandera y lo hacía suyo. Sentía que nada era mío, que todo estaba permanentemente en peligro de disolución. Había escrito una novela, pero en cuanto la tuve entre las manos fui incapaz de asumir realmente lo que había hecho. Y el éxito (que para un escritor normal es siempre un éxito parcial y mejorable, o sea, un pequeño fracaso) me había acabado de desposeer del todo.
Me convertí en tres personas, la escritora profesional que en privado se mataba por una frase; la escritora pública, que decía que en realidad nada tenía demasiada importancia y que el día de la fiesta de celebración de También esto pasará, cuando el libro ya se había vendido a más de treinta idiomas, pensó que no volvería a escribir una línea más en su vida, y la mujer normal, ni escritora, ni artista, que no cargaba con ninguna cruz y que seguía con su vida, a veces muy feliz, a veces muy desdichada, casi nunca en un término medio.
En cualquier caso, la actitud que tenía en relación con mi escritura y mis libros, muy femenina y probablemente equivocada, era: «¡Oh!, no es importante, no, no. Hablemos de otra cosa». Cuando me pedían que recomendase un libro mío, decía que lo que debían hacer era leer a Colette o a Virginia Woolf (me maravillaban los autores que en la feria del libro eran capaces de recomendar sin rubor sus libros, asegurándoles a sus futuros lectores que les iban a encantar), a Shakespeare o a Proust. Y a la vez me consideraba la mejor escritora del mundo, claro.
Mi vida de mujer era la que ocupaba más espacio: los hijos, los novios, los muertos, los amigos, las cuentas, el paso del tiempo, el descubrimiento de que ya no eres joven, la novedosa pasión y curiosidad por la juventud, como cuando pasas por delante de una casa en la que viviste feliz durante un tiempo y te preguntas cómo serán sus inquilinos actuales y sientes por ellos (especialmente por ellas) una corriente de simpatía automática, y te parece que en cierto modo las conoces íntima y profundamente porque tú también viviste allí. Al verlas, además de alegría y admiración, sentía también un poco de vergüenza por haber sido expulsada definitivamente de aquella casa, porque la vida no siempre me pareciese ya tan bonita como a ellas y porque con mi sola presencia física no contribuyera a que lo fuese. Como decía Chéjov, la vida había pasado, pero la belleza también.
Y un día recibí un contrato, lo firmé alegremente (o sea, sin leerlo, sin leer la letra pequeña, ni tampoco la grande, seguía sin agente, seguía siendo una persona que no se leía los contratos, que no se leía la letra pequeña, que pensaba que esta no hubiese debido existir porque era lo que solía fastidiarlo todo), me aseguraron que esta vez la película sí que se haría («Claro, claro», dije) y me olvidé una vez más del tema.
Pasaron los meses, acabé Ensayo general, se publicó y empecé la interminable ronda de promoción, que resulta más ardua si cabe que escribir porque es más estéril y porque intentar venderse a sí mismo es siempre un ejercicio lamentable, tanto en el amor como en el trabajo. (Cada vez que me he dado cuenta de que estaba intentando convencer a alguien de que me quisiera, he salido corriendo. Nadie se pone voluntariamente en esa situación, te pone siempre el otro, y la respuesta es solo un acto de buena voluntad, ingenuo, infantil y desesperado, al darte cuenta de que la persona que tienes delante no te quiere.) Si escribes y tienes suerte, al final del proceso hay un libro, lo cual no deja de ser un milagro, pero con las entrevistas empiezas no teniendo nada y acabas igual, pero más cansada y deprimida. Había dedicado los últimos diez años de mi vida a intentar dejar de tratar a los periodistas como si fuesen Truman Capote, a los hombres como si fuesen Superman y a las mujeres como si fuesen mi madre. Con escaso éxito en todos los casos.
La otra parte de la promoción, el encuentro con los lectores, la firma de ejemplares y las presentaciones, es mucho más agradable, pero también resulta agotadora. ¿Por qué después de haberme dejado la piel escribiendo un texto pensaba que era necesario dejármela de nuevo en persona con gente que lo único que quería era transmitirme su afecto e interés? Acababa enferma y en urgencias cada vez. Así sabía que la promoción había terminado, cuando ya no me mantenía en pie.
En aquella ocasión ya tenía en mente la siguiente novela, el libro nuevo funcionaba y todo estaba más o menos en orden, o sea: tan en el aire como de costumbre.
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